Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.a la nobleza de la pintura como consecuencia directa de lo que se pintara[284]. La profesión quedaba entonces dignificada por la obra, y no al revés. Es decir, una cierta ejemplaridad podía ennoblecer una obra mediocre que figurase un tema digno de veneración, pero un pintor, por hábil que fuera, no podría salvar de la crítica una obra impúdica o torpe. En tales ideas abundaba Raffaello Borghini en su célebre tratado Il riposo (1584), compuesto en forma de diálogo entre Bernardo Vecchietti y Baccio Valori, además de otros personajes. Valori cumplía el papel de defensor de la pintura en su acostumbrada comparación con la escultura. Al final se concluía que tanto pintura como escultura son nobles por compartir el mismo origen (el disegno) y el mismo fin (la imitación de la naturaleza), pero la nobleza de una y otra depende de los temas que se ejecuten, de su finalidad. En consecuencia, la pintura sacra será noble por enseñar a los iletrados lo que en el papel impreso se destina a los estudiosos[285]. Y también para Romano Alberti, de nuevo, la pintura más noble coincidirá con la pintura religiosa, pues eleva al hombre hacia Dios[286].
En Los Ponces de Barcelona, una comedia de ca. 1610-1615, Lope hacía sostener a uno de los protagonistas que lo que realmente daba timbre de nobleza a la pintura no eran los hábitos de caballero otorgados a los artistas por los poderosos, sino la temática religiosa de muchos cuadros, a través de los cuales los fieles podían acceder a Dios[287]. Y por si no bastara el teatro lopesco para verificar la difusión generalizada del vínculo entre asunto sagrado y dignidad del arte, considere el lector que hacia 1625, en la corte madrileña, muchos artistas pagaban alcabala por las pinturas de asunto profano, los bodegones o los retratos, pero algunos de ellos, escudándose en apoyos como los anteriores de Gilio, Paleotti, Borghini o Romano Alberti respecto a la naturaleza noble y superior de la pintura religiosa, evitaban pagarla cuando abordaban esa materia. El llamado por Gállego «Pleito de Carducho» se inició precisamente por la petición del fiscal de que se condenara a los pintores de Madrid a pagar el diezmo de alcabala «de todas las pinturas que ubieren vendido o vendieren, aunque sean de cosas divinas o de santos, [ya] que los pintores desta corte benden muchas pinturas, de las quales, a título de desir son de cosas divinas y santas, no pagan alcavala, siendo así que no tienen excepción alguna»[288]. El procurador contestó que sus representados nunca habían pagado la alcabala por ser su arte liberal y de ingenio, no basado en compraventa sino en contrato, y que «las Ymágenes y pinturas de deboción […] por su excelencia sola pudieran ser libres de dicha alcabala»[289]. Este último argumento también pretendía lograr la categorización de «liberal» para la pintura: ¿cómo podía considerarse oficio de pecheros una actividad sublime ejercida por Dios (en tanto creador o Deus pictor), por los ángeles y los santos?
Los alegatos expresados durante el pleito fueron publicados inicialmente en 1629 y luego en 1633, cuando ganaron el pleito y como apéndice a los Diálogos de la pintura de Carducho, que no por casualidad desde su mismo título advierten de su intencionalidad: la defensa de la pintura. Este pintor pidió «algunas informaciones» a los que llamó «siete sabios» para probar que la pintura debía quedar libre de impuestos. De ellos dijo que eran «siete Cicerones» que habían vuelto a graduar las artes liberales poniendo la pintura en alto. Éstos fueron: Lope de Vega, José Valdivieso, Lorenzo Van der Hamen, Juan de Jáuregui, Juan Alonso Butrón[290] y los hermanos Antonio de León Pinelo y Juan Rodríguez de León. Al final, como hemos dicho, se emitió sentencia favorable a los artistas de la corte, que en adelante no hubieron de pagar por las «pinturas que ellos hicieren y vendieren aunque no se les ayan mandado hacer», mientras que tendrían que pagar «de cualesquier pinturas que bendieren no echas de ellos, así por los dichos pintores como otras qualesquier personas, en sus casas, almonedas y otras partes»[291]. Hasta el denominado «Pleito de Barrera» (1639-1640) los pintores no quedarían también eximidos del pago de alcabalas sobre los cuadros no religiosos[292].
Tanto en la España altomoderna como en el resto de Europa, la pujanza insoslayable de la pintura (y la escultura[293]) sagrada sobre los demás géneros acarreó que sus fines persuasivos se extendieran a todas las artes visuales. La pintura, mucho más que un instrumento para el proselitismo, se vio como un medio privilegiado capaz de trasponer la distancia entre el hombre y Dios, tanto en los aspectos cognitivos como en los afectivos de dicha relación. Para el espectador, la experiencia íntima de orar o de escuchar un sermón, en lo que tenían ambos actos de apelación a la imaginativa, a las emociones, a la conmoción de la voluntad, podía ser análoga a la experiencia que podía sentir ante un cuadro piadoso en el que se representara una escena dramática de la vida de Cristo, de la historia bíblica o del martirologio[294]. Que las pinturas movieran a respeto, a ira, a piedad, a devoción, a lágrimas y a temor, le sonaba a Carducho a cosa tan sabida que le parecía «escusado el hazer relacion de lo que las historias están llenas, en lo espiritual, en lo moral, y profano, engañando tal vez hasta los animales»[295]. Su perfecto pintor dibuja, medita y discurre, pero también «propone, arguye, replica, y concluye» a su modo, con el lápiz o la pluma[296]. Por compartir tales capacidades afectivas con la retórica –a la que Carducho no llama «hermana» sino «amigo noble»–, la pintura se comunica con ella de un modo frecuente y familiar[297], pretendiendo
hazer en la superficie cuerpos, y siendo muertos, y sin alma ninguna (como vivas) hablen, persuadan, muevan, alegren, entristezcan, enseñen al entendimiento, representen a la memoria, formen en la imaginativa, con tanto afecto, con tanta fuerza, que engañen a los sentidos, quando venzan a las potencias[298].
La nobleza de la pintura religiosa se deducía, por ende, de sus propios fines conmovedores: «mejor se ennoblecerá la pintura exercitada con la regla cristiana. Y se podrá decir con verdad, que muncho más ilustre y altamente puede hoy un pintor cristiano hacer sus obras que Apeles ni Protógenes, ni otros famosos de la antigüedad»[299]. Los demás fines del arte, asimismo según Pacheco, como el docere o el delectare, dependían de este primero:
Pues viniendo a la utilidad, si es verdad que cuanto un bien es mayor, tanto es más divino, porque se avecina más al que universalmente suele Dios comunicar a todas las criaturas, será verdad que la utilidad que nace de la pintura es más divina que otra alguna, que suele proceder de las otras artes […] mecánicas […]; por lo cual, si hacemos comparación entre ésta y aquéllas, veremos clarísimamente que no sólo cada una, mas todas juntas […] le son grandemente inferiores[300].
Con modelos tales, los pintores justificarían la dignidad que tenía su profesión y la importancia de sus obras sobre otros productos realizados por artesanos de diversos oficios, reproduciendo el debate secular entre sophia y techne, para diferenciar entre la actividad espiritual, animada por una profunda relación con la divinidad del poeta –y, subsidiariamente, del pintor de imágenes religiosas, que debía poseer una instrucción especial en materias de la fe–, y la labor dominada por el esfuerzo físico que caracteriza al artesano, esclavo de sus fatigas. Así, la relevancia de la pintura sacra como estímulo de la piedad y vía para la salvación ocupó el centro del debate acerca de la función de las artes en España a partir de la década de 1580 y no abandonaría