Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García

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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro - Juan Luis González García


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estaban supeditadas las otras dos funciones[116]. Según indicaba Cicerón en De optimo genere oratorum (46 a.C.), aquel que fuera supremo en todas estas funciones sería el más perfecto orador; quien tuviera un éxito moderado no pasaría de mediocre, y el que tuviera el menor de los éxitos acabaría como el peor de todos. A pesar de ello, los tres llevarían el nombre de orador, «como se llaman pintores aun los malos, pues entre ellos no diferirán en géneros, sino en facultades»[117]. San Agustín[118] y san Isidoro aplicaron esta función específica de la elocución «grande» ciceroniana para «las causas mayores, en las que se habla de Dios, de la salvación de los hombres, [donde] hemos de mostrar mayor magnificencia y esplendor». El stylus gravis, por tanto, debía ser siempre «grandilocuente cuando trata de llevar a Dios los espíritus apartados»[119].

      Si los procedimientos «éticos» del conciliare eran fuente de la satisfacción del alma y las características «estéticas» del delectare lo eran del placer de la mente, los medios «patéticos» del movere producían un sentimiento capaz de trascender la distinción entre lo agradable y lo desagradable, una emoción que podía llevar al espectador más allá de su facultad para razonar. Esta clase de discurso, que no buscaba simplemente complacer, sino que intentaba inflamar las conciencias, caracteriza al estilo sublime de la predicación.

      En la España del Siglo de Oro resurgió con la predicación aquel genus grande de los antiguos, gracias a la sabia conjunción de los contenidos sagrados con una pasión y unos «afectos» purificados. Existía el reconocimiento general de que la oratoria sacra era el único lugar en el que la praxis retórica aún podía desarrollarse en estilo elevado, pues el género deliberativo había quedado reducido a ejercicios académicos y el epidíctico se centraba en apologías de príncipes y discursos elegiacos[120]. Como sabemos, el género judicial fue el más importante en la época clásica, ya que en él nació y se desarrolló el arte de la persuasión. Ahora bien, puesto que los juicios ya no se guiaban, como en los comienzos, por el valor predominante de la argumentación retórica, sino por la aplicación casi mecánica de las leyes y la jurisprudencia ad casum, pasaron a ocupar en las preceptivas el último lugar y la menor consideración dentro de la tríada genérica. Apreciamos esto ya en la primera retórica de autor español que vio la luz a comienzos del siglo XVI, la Compendiosa coaptatio de Antonio de Nebrija (1515). La antología nebrisense tenía una finalidad específicamente docente y recopilaba –y reordenaba– la tradición clásica para ofrecérsela al aprendiz de orador del modo más asequible y placentero posible. Cuando era necesario, añadía partes de su cosecha, como en un capítulo donde recordaba que en sus días el género judicial había sido sustituido por la predicación y que, de no haber sido por ésta, el arte de la retórica casi habría desaparecido[121]. El género judicial también figuraba en último lugar en el tratado de Matamoros (1548) y con una atención menor que el deliberativo y el demostrativo. El autor añadía incluso una nota histórica que avalaba este sentimiento:

      El género judicial ha caído ya totalmente en desuso porque, incluso en tiempos de Cicerón, transformada en gran parte la república, su situación comenzó a languidecer. De lo cual se queja Cicerón en más de una ocasión, de que el foro había sido cerrado sin duda a los oradores, habiéndose sembrado la carrera de la elocuencia de la herrumbre del desuso, suprimiéndose finalmente el escenario de la gloria del debate. Y fue importante, sin duda, mientras duró aquel teatro de los juicios, adonde se refugiaban las naciones vecinas y extranjeras que buscaban derecho. Pero, usurpada por el dominio único del César, la república quedó privada de esta gloria y forma de gobierno[122].

      El fenómeno no es privativo de la Universidad de Alcalá de Henares, sino afín a otros territorios hispánicos. Andrés Sempere –médico, pedagogo, poeta latino y catedrático de retórica en la Universidad de Valencia desde 1553, además de amigo de Palmireno–, editó, aparte de numerosos discursos de Cicerón, un tratado de oratoria compuesto por él mismo donde postulaba la utilidad del género judicial para los teólogos en sus sermones[123]. Francisco de Medina lo afirmaba sin rodeos en el prólogo a las Obras de Garcilaso anotadas por Fernando de Herrera: «Los predicadores […] [han] en cierta manera sucedido en el oficio a los oradores antiguos»[124], y Pedro Simón Abril (1589), catedrático de retórica en la Universidad de Zaragoza, reconocía en la instrumentalización de los preceptos de la oratoria clásica por parte de la predicación el campo exclusivo e irreversible de aplicación del ars: «la Retorica no sirue ya sino para solas aquellas esortaciones, que en los templos se hazen, con que el pueblo es esortado à la virtud y verdadera religion»[125].

      La remisa conformidad de los humanistas de que la predicación había venido a suceder al genus grande de los antiguos se vio arrollada por la reasignación de facto de los elementos denotativos de dicho estilo señalados por Cicerón y Quintiliano, aplicada por los religiosos contemporáneos en pro de la oratoria sacra. El teólogo y tratadista de arquitectura Lázaro de Velasco citaba expresamente el capítulo sobre los genera dicendi de Quintiliano para recordar que las «imágines que representan cosas sanctas» tenían que labrarse con la autoridad religiosa que requería su gravedad[126]. Un testimonio complementario es el de un escritor de espiritualidad, san Alonso de Orozco, quien en la Epístola X «para un predicador» de su Epistolario cristiano para todos los estados (1567) asegura que «el triunfo y la gloria se gana cuando mueve el que predica. Éste es el oficio propio del Orador, según dice Quintiliano, y en este negocio ha de poner todos sus nervios y fuerzas: sin afectos, todo lo que se dice es enfermo y flaco»[127]. Los últimos ejemplos atañen a predicadores stricto sensu: los jesuitas Cipriano Suárez (1569) –que, parafraseando a Cicerón, creía elocuente y excelente en el hablar a quien lo hacía para demostrar, deleitar y conmover, sabiendo que «demostrar es propio de la necesidad; deleitar, de la suavidad; emocionar, de la victoria»[128]– y Juan Bonifacio (1589)[129]; el franciscano Diego Valadés (1579), para quien el oficio del orador[130] y el del predicador[131] coincidían en la triple división ciceroniana[132], y el trinitario Paravicino, según el cual la tragedia sagrada era lo más apropiado para lo sublime: «las tristezas suelen ser más a propósito para el estilo grande»[133].

      En lo correcto de nuestro parangón entre géneros pictóricos y estilos retóricos también abundan los resultados de analizar la teoría española del arte en la primera mitad del siglo XVII. Sus autores elucidan la pintura religiosa en términos casi siempre arrebatadores y emotivos. Así, Gutiérrez de los Ríos se preguntaba quién no siente pavor viendo el Juicio Final de Miguel Ángel, con su variedad de almas temerosas de Dios y de demonios, y no se conmueve por dentro para apartarse de sus vicios; o cómo no desear la virtud ante una pintura de la gloria celestial, poblada de sus santos y coros angélicos[134]. Tal clase de contenidos escatológicos estaban presentes en el monasterio de El Escorial, literalmente repleto de frescos y cuadros dotados de un carácter más devocional y dogmático que artístico. Dicha distribución se guiaba estrictamente por el decoro, de manera que, donde quiera que se mirase, uno encontrara objetos piadosos sobre los que meditar[135]. El P. Sigüenza, para quien los artífices españoles vinculados a la orden jerónima tenían una gran preponderancia, encontró un paradigma de decoro y estilo grave en la pintura de tema sacro de Navarrete[136]. Al describir los ocho lienzos compuestos por él y colgados en el claustro


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