Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.dos notables excepciones en Florencia y Venecia, respectivamente. Varchi trató el tema no con idea de hablar del decoro sino para propugnar la imitación de la naturaleza, eludida en este punto por unos pinceles incapaces de emular los afectos de Agamenón[153]. Igual que Varchi se remontó a una fuente atípica (Valerio Máximo[154]) para poner de relieve los límites del arte, Dolce –que había traducido y adaptado al italiano la Iphigeneia in Aulis de Eurípides en 1551– hizo lo propio acudiendo a Cicerón para afirmar que, a diferencia de lo argumentado por Plinio y Quintiliano (que Timante ocultó las facciones de Agamenón con miras a preservar su dignidad), el artista hubo de adoptar este recurso por no confiar en sus propias habilidades para trasladar la realidad al arte[155].
En España, la fuente principal del tópico también procedería de Quintiliano y, en menor medida, de Cicerón (aunque a través de Dolce). De Quintiliano la toma Villalón en su Scholástico: «Comouio en su morir y palabras a tantas lagrimas y tristeza al pueblo griego que queriendo le mostrar en su pintura Timas famoso pintor: y no hallando manera en que por su injeniosa arte de colores la pudiesse dar a entender la estremada tristeza que estaba en el rostro de Agamenon: tuuo por mejor de se le cubrir con vn velo (fingiendo que se limpiaua las lagrimas) y dexarlo a la consideraçion de cada cual»[156], y de Plinio, Alonso de Villegas en su Fructus Sanctorum (1594)[157]. El jurista Gutiérrez de los Ríos dedicó el capítulo XIII del tercer libro de su Noticia general (1600) a la competencia de la pintura y las artes del dibujo con la retórica y la dialéctica, y allí tradujo, de seguido y al pie de la letra, varios párrafos de Quintiliano sobre la amplitud de la retórica[158], entre ellos el dedicado al Sacrificio de Ifigenia[159]. Probablemente en su caso la referencia quintilianea fuera de primera mano, pues poseía en su biblioteca «profesional» sus Instituciones, junto con las Epístolas de Cicerón, De copia verborum et rerum de Erasmo (Alcalá de Henares, 1525) y el De ratione dicendi, libri duo de Alfonso García Matamoros (Alcalá de Henares, 1561)[160]. Huelga, por tanto, enfatizar la importancia de la preceptiva retórica en la teoría del arte de Gutiérrez de los Ríos. Igual sucede con Pablo de Céspedes, cuya Comparación de la Antigua y Moderna Pintura y Escultura (1605) comenta el pasaje de Ifigenia del mismo modo que se hacía en la exposición de los sermones temáticos, amplificando el thema pliniano en latín con una glosa castellana, según repetirá a lo largo de todo su discurso[161]. De hecho, el conjunto de la obra literaria de Céspedes refleja la importancia por él concedida al modelo retórico clásico. Así lo demuestra su biblioteca, en la que encontramos a su maestro, Arias Montano, junto con otros preceptistas de oratoria como Bartolomé Bravo, Diego de Estella o Martín de Roa[162].
La Noticia general para la estimación de las artes y los Discursos apologéticos de Butrón son dos de los impresos recomendados por Pacheco para aquellos lectores interesados en la ingenuidad de la pintura y su competencia y emulación con las artes liberales[163]. Así, en los aspectos más teóricos referentes al decoro, Pacheco apenas cita directamente a Cicerón o Quintiliano si no es de segundas, por vía de Gutiérrez de los Ríos[164], de Dolce o de Paleotti. El capítulo del Arte de la pintura que dedica a «la orden, decencia y decoro que se debe guardar en la invención», parte de una abultada cita de Cicerón («el padre de la elocuencia romana») sobre el decorum/prepon procedente de De Officis[165]. Como no le sirve prácticamente más que como argumento de autoridad, tiene que recurrir a Dolce para acercarse al concepto en lo que a la pintura corresponde, pero lo que toma del teórico italiano son, sobre todo, ejemplos que tratan de partes del decoro, como la historicidad y verosimilitud de lo figurado, la fisiognomía tratada con propiedad, la correcta sucesión cronológica o la adecuación al lugar geográfico[166]. Más útil le resulta el typos del Sacrificio de Ifigenia[167] –donde igualmente sigue a Dolce–, que le permite apuntar una virtud ligada al decoro: el suceso de la historia tratada debe disponerse con tanta propiedad, «que los que la vieren jusguen que no pudo suceder de otra manera de como él la pintó»[168].
Ajustes entre gestus y público. La adecuación de la pronuntiatio al espectador o al lugar y la teoría contrarreformista del decoro
Pacheco se revela en apreciaciones del cariz sobredicho como uno de los más tenaces adalides de lo que podemos considerar una «teoría contrarreformista del decoro». Esta línea subrayaba la base que supeditaba el decoro a «lo digno» con el fin de juzgar el peso de los géneros pictóricos en razón de su valor moral y de su capacidad conmovedora. Para actuar sobre el oyente en una determinada dirección, la oratio había de combinar res y verba de una manera «decorosamente» emotiva. De ahí que el tercer y último nivel de la teoría del decoro dependa del ensamblaje perfecto de palabras y cosas con respecto a un auditorio concreto y sus circunstancias.
La retórica de las emociones arranca de Aristóteles. Aunque se basó en Platón para esta visión «afectiva» de la oratoria –a la cual dedicó casi todo el Libro II de su Retórica–, su acopio de argumentos y clarividencia analítica es muy superior[169]. La formulación aristotélica resultaría crucial para justificar la apelación del orador a las pasiones, pues instituía la premisa de que los recursos emocionales no eran auxiliares o secundarios respecto del asunto del discurso (gr. pragma) sino tan importantes como el contenido mismo[170].
Una vez dada por supuesta la existencia de un contenido, lo propio del orador era el movimiento de las pasiones, ya que en ello se distinguía de los demás hablantes. La susceptibilidad emocional del auditorio, a quien a veces hay que convencer de cosas «que en cierto modo se miden con balanzas corrientes, no con las de precisión de un joyero»[171], era proporcional a la eficacia de la persuasión[172]. Impresionar así, como pedía Cicerón, entrañaba adecuar el estilo al tema y a la manifestación de las emociones apropiadas. Esta clase de pruebas que el público recibía de la conmoción de sus sentimientos se llamaban «patéticas»[173], y en ellas estribaba el poder de la elocuencia, según Quintiliano[174]. El estilo, en definitiva, terminaba siendo producto de la adaptación del orador al espectador, y los diferentes tipos de discurso surgían de las distintas naturalezas tanto de hablantes como de oyentes, en cada lugar y tiempo[175].
Resulta innecesario ponderar la trascendencia que el tercer nivel del decorum revestiría para la predicación desde tiempos medievales. Santo Tomás de Aquino identificaba decoro con «acomodación», un vocablo contemplado en términos tanto sociales como intelectuales. No sólo todos los estados y condiciones debían ser tenidos en cuenta por el orador, sino que éste tenía que asegurarse de «manifestar convenientemente al auditorio las cosas que concibe»[176]. Aquellas cosas medidas «con balanzas corrientes» de las que a veces había que convencer a un público indocto –o, al menos, localista o de formación parcial–, que considerara Cicerón, también preocuparían, inevitablemente, en el Renacimiento hispánico. En un largo capítulo dedicado al decoro de su De ratione dicendi, Vives aconsejaba como uno de los mejores modos para llegar a captar al auditorio que se le hablara con palabras usuales para ellos y de los asuntos de su interés[177]. Antes y después de él, apenas hay preceptista de oratoria en España, sea sacra o profana, que no dedique