Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.discursos, pues ningún arte ha sido más celebrada por los oradores, ni ninguna fue más útil: no ha habido jamás ninguna cuyo dominio se tratase más y más de conseguir por todos los medios. Para que puedas creer que los doctos y los que se entregan a las Musas también le dedican tiempo a esta disciplina, has de pensar que en ella la hermosura conseguida está en función del trabajo que se ponga; y como siempre adornó las ciudades, los templos de los dioses, los foros y los santuarios y permitió que, gracias a su colaboración particular, hubiese hermosos teatros, de igual manera este arte puede ofrecer su aportación de adornos al discurso en un momento dado[211].
En la segunda parte de su demostración se pone Arias mismo como ejemplo de orador a la rebusca de modelos y ornamentos en la pintura, los cuales hallará en la obra de un amigo, pero no en uno de los artífices cultivados que conoció personalmente en los Países Bajos (Frans Floris, Philipp Galle, Crispijn van den Broeck o Nicolaas Jonghelinck), sino en un pintor oriundo de Sevilla: Pedro de Villegas Marmolejo, «un hombre excelente y de gran pericia en la pintura», quien a la postre, y sin duda por razones de aprecio, resulta ser mucho más elocuente con sus pinceles que el humanista extremeño. Con esta hipérbole se invierte el que sería el sentido más común del tópico del doctus pictor en la tratadística del arte, que propugnará para el artista frecuentar la compañía de poetas y oradores, y no al revés:
Por cierto, a menudo (te lo aseguro), mientras estaba casi siempre preocupado por decir cosas hermosas y, en mi deseo de expresar lo que llevaba largo tiempo meditando, buscaba con avidez ejemplos de mis ideas pero condenaba los muchos que por doquier me salían al paso, me acuerdo que recurrí al elocuente Villegas, a quien los dioses le dieron la facultad de crear bellas pinturas con su docta mano: quisieron adornar su profundo talento con grandes virtudes y le otorgaron todos los dulces dones, y junto con ellos esa suave gravedad que su rostro posee. ¡Oh, qué gran cantidad de ejemplos de la vida he sacado siempre de ahí; cuántos encuadres de obras suyas he tomado y cuántos colores de sus pinturas, mientras con atención y emocionado sigo pendiente de su arte, y mientras veo a su persona hablando mucho y con brillante elocuencia![212]
Fray Diego de Estella, sobrino de san Francisco Javier y predicador de Felipe II, también apreciaba en su Modus concionandi (1576) lo necesario que era que el orador sagrado fuese «artista y teólogo» y supiera de historias[213]. Un clérigo sevillano, Francisco de Rioja, más conocido por su labor de poeta y cronista regio que por su obra teológica, escribió un aleccionamiento de la buena elocuencia del púlpito en 1616. Sus Avisos cerca algunas partes que ha de tener el predicador se conservan manuscritos en un volumen facticio titulado Tratados de erudición de varios autores que poseyó su amigo el pintor-teórico Pacheco, y en él afirmaba lo conveniente, para el orador sagrado, de tener noticia «de algunas artes como la escultura pintura i Arquitectura […] si quier de lo especulativo para tratar las cosas que dellas se ofrecieren atinadamente»[214]. Pero lo más parecido a una doctrina sistematizada sobre arte, escrita por un retórico del Barroco hispánico, se debe a uno de los memorialistas que actuaron a favor de los pintores en el ya citado «Pleito de Carducho»: el doctor Juan Rodríguez de León, predicador y hermano mayor de Antonio de León Pinelo, famoso cronista de la Corte, jurista y bibliógrafo. Actuó en Sevilla y en Madrid ante el rey y sus consejeros, con gran fama, y pasó largos años en América[215]. En 1638 publicó El predicador de las gentes, concebido como un itinerario a través de los pasajes que declaran el conocimiento que san Pablo, ejemplo para el orador moderno, poseía de las ciencias y técnicas humanas, de la poesía a la pintura, pasando por la historia, la geometría, la música, la milicia, la perspectiva, la arquitectura o el arte de hacer tabernáculos, «para ocupar los descansos de la predicacion en algún exercicio loable».
En paralelo a los consejos de Arias Montano para los oradores profanos y a los de Estella y Rioja para los sagrados, Rodríguez de León quiere que el predicador posea un razonable conocimiento del arte pictórico, aunque no necesariamente de su práctica: «La Pintura aunque no es necessario que el Predicador la exercite, parecerà bien que la entienda, vsando los términos del Arte, quando importase a la exornación de los lugares». Valiéndose de citas seguramente proporcionadas por su amigo Carducho, o leídas en sus Diálogos, considera la pintura arte liberal fundada en actos interiores del entendimiento o juzgados por la imaginativa. La define conforme a Lomazzo[216] y Zuccaro (en su Idea de 1607)[217], establece las diferencias entre diseño interno y diseño externo, y refuerza sus afirmaciones con la autoridad de Vasari[218]. Termina con un panorama que arranca de Tertuliano, san Basilio, Orígenes, Clemente de Alejandría, y vuelve a servirse de las Vite vasarianas para trazar un veloz repaso a la historia de la pintura desde la encáustica hasta Van Eyck y Antonello. Finalmente, recomienda la lectura de los Diálogos de Carducho, donde dice ampliar –como realmente hace– lo concentrado en este Predicador de las gentes: «Quien deseare mayores elogios de la Pintura lealos, que junto de grandes ingenios Vicencio Carduche [sic] en los Dialogos que ha escrito, adonde hallarà mi alabança mas dilatada»[219].
Aunque las recomendaciones de Arias Montano, Estella, Rioja y Rodríguez de León aluden a un saber teórico del arte del pincel, se registran algunos casos de predicadores con dotes prácticas para la pintura. Un ejemplo citado por Pacheco es fray Luis de León, de quien el tratadista dice que pintó su autorretrato[220]. También es muy probable que Pablo de Céspedes, racionero de la catedral de Córdoba aparte de pintor, predicara en la década de 1580 al menos un sermón inmaculista, que adornó con extractos del paragone entre la pintura y la escultura[221], si bien esta posibilidad se contradice con la biografía del Libro de retratos de Pacheco, donde se afirma taxativamente que «no dixo missa en su vida»[222]. Del Barroco temprano tenemos un caso: el dominico Adriano Alesio, también conocido como Adrián de Alesio († 1650), hijo del pintor italo-español Mateo Pérez de Alesio, emigrado a Lima en 1588. Compuso un poema dedicado a santo Tomás de Aquino en 1645 titulado El Angélico e iluminó algunos libros de coro del convento limeño de Santo Domingo, que a juicio de los maestros del arte eran «de grande valentía»[223].
Doctus pictor
Más que una realidad, el pintor cultivado a la manera de Villegas fue una idea creada por los críticos del Siglo de Oro español a su propia imagen, y no tanto basándose en los conocimientos efectivamente revelados por los pintores en sus obras. No obstante, hubo artistas que gozaron, incluso en vida en algunos casos, de fama de letrados e instruidos en disciplinas humanísticas, en latín y griego: Juan de Juanes conocía el latín hasta el punto de ser capaz de expresarse en esa lengua, y estaba versado en geometría, perspectiva, fisiognomía y anatomía[224]; Pere Serafí Lo Grech (fl. 1534-1567) en 1565 contrataba en Barcelona la publicación de tres libros por él escritos, entre ellos un Arte poética dedicada a Felipe II, de la que nada más se sabe[225]; Miguel Barroso, según Sigüenza –al tratar sobre el claustro grande bajo de El Escorial–, «sabía bien la lengua latina, y no sé si la griega, con otras vulgares, la arquitectura, perspectiva y música» y se formó con Gaspar Becerra[226]; Pablo de Céspedes, educado en Alcalá y discípulo de Ambrosio de Morales, «supo bien letras buenas, la lengua Griega, y Latina», si hacemos caso del tono de sus manuscritos, preñados de erudición lingüística grecorromana, y del Discurso XV de Butrón[227].
Junto con estos pintores-sophoi, también hubo maestros españoles que dominaron varias artes con igual pericia. Citemos, sin ir más lejos, a tres de las cuatro «águilas» enaltecidas por Francisco de Holanda