El capital odia a todo el mundo. Maurizio Lazzarato

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El capital odia a todo el mundo - Maurizio Lazzarato


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cambios subjetivos seguramente continuarán produciendo efectos políticos. A condición de no caer en la ilusión de que una “revolución social” pueda producirse sin “revolución política”, es decir, sin superación del capitalismo.3 El pos-68 ha demostrado que cuando la revolución social se separa de la revolución política, puede integrarse a la máquina capitalista sin ninguna dificultad como un nuevo recurso para la acumulación de capital. El “devenir revolucionario” inaugurado por estas transformaciones subjetivas no puede separarse de la “revolución”, bajo pena de convertirse en un componente del capital, por lo tanto de su poder de destrucción y autodestrucción, que se manifiesta hoy en el neofascismo.

      1 Wendy Brown, “Le néolibéralisme sape la démocratie”, AOC, 5 de enero de 2019. Disponible en: https://aoc.media/entretien/2019/01/05/wendy-brown-neoliberalisme-sape-democratie-2.

      2 Alain Duhamel, “Le triomphe de la haine en politique”, Libération,9 de enero de 2019.

      3 Tal como Samuel Hayat explica en relación con los chalecos amarillos: “Se trata de un movimiento revolucionario, pero sin revolución en el sentido político del término: es más bien una revolución social, al menos en ciernes” (Samuel Hayat, “Les mouvements d’émancipation doivent s’adapter aux circonstances”, Ballast, 20 de febrero de 2019. Disponible en: https://www.revue-ballast.fr/samuel-hayat-les-mouvements-demancipation).

      1. CUANDO EL CAPITAL SE VA A LA GUERRA

      El poder de una clase dominante no es simplemente el resultado de su fuerza económica y política, o de la distribución de la propiedad, o de la transformación del sistema productivo: siempre implica un triunfo histórico en el combate contra las clases subalternas.

      MICHAEL LÖWY

      DE PINOCHET A BOLSONARO Y VICEVERSA

      La elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil marca una radicalización de la ola neofascista, racista y sexista que barre el planeta, cuyo único mérito es el de aclarar su sentido político de manera definitiva –eso es lo que esperamos–. Llamarla “populista” o “neoliberal-autoritaria” es una forma de mirar para otro lado.

      Si la victoria de Bolsonaro es escalofriante, es porque reenvía directamente al acto de nacimiento político del neoliberalismo: el Chile de Augusto Pinochet. El gobierno de Brasil, con generales en puestos clave y un ministro de Economía y Finanzas ultraliberal, alumno de los Chicago Boys, es una mutación de la experimentación neoliberal construida sobre los cadáveres de miles de militantes comunistas y socialistas en Chile y en toda América Latina. Milton Friedman, líder de los Chicago Boys, conoce a Pinochet en 1975; Friedrich Hayek, el adalid de la “libertad”, es recibido en Chile en 1977. Declara que “la dictadura puede ser necesaria” y que “con Pinochet, la libertad personal es mayor que con Allende”. Según se infiere de estas afirmaciones, en los “períodos de transición”, en los que se tiene el derecho de matar a todo aquel que no se someta a la libertad del mercado, es “inevitable que alguien detente poderes absolutos para evitar y limitar el poder absoluto en el futuro”. Sobre estas bases, durante una década (1975-1986), los economistas neoliberales gozaron de las condiciones “ideales” para experimentar con sus recetas, y la sangrienta represión de la revolución eliminó todo conflicto, toda oposición, toda crítica.

      Otros países latinoamericanos han seguido estas políticas “innovadoras”. Los Chicago Boys han ocupado cargos clave en Uruguay, Brasil y Argentina. A partir de la toma del poder por parte de Jorge Rafael Videla, responsable con la Junta Militar de otra masacre, tal vez más atroz aún, los neoliberales se incorporan al gobierno de los militares y tratan de replicar las políticas chilenas de reducciones masivas de los salarios, recortes del gasto social, puesta en marcha de la privatización de la educación, la salud, las jubilaciones, etc. Estas políticas fueron inmediatamente reconocidas y adoptadas por el Banco Mundial con el nombre que sigue identificándolas: “ajustes estructurales”. Luego se aplicarán en África, el sur de Asia y llegarán mucho más tarde al Norte.

      ¿Cómo pensar estos fenómenos? La tradición de análisis que domina hoy, iniciada por Michel Foucault, ignora por completo la genealogía oscura, sucia y violenta del neoliberalismo, donde los torturadores militares se codean con los delincuentes de la teoría económica. El problema que esto plantea no es “moral” (la indignación con respecto al aniquilamiento armado de los procesos revolucionarios en América Latina), sino ante todo teórico y político. La gubernamentalidad, el empresario de sí mismo, la competencia, la libertad, la “racionalidad” del mercado, etc., todos estos bellos conceptos que Foucault encontró en los libros y que jamás cotejó con procesos políticos reales (¡una elección metodológica deliberada!) poseen un presupuesto que nunca se explicita y que, por el contrario, resulta cuidadosamente omitido: la subjetividad de los “gobernados” solo puede construirse en condiciones de una derrota, más o menos sangrienta, que la haga pasar del estado de adversario político al de “vencido”.

      América Latina constituye en este sentido un caso de manual. Sus luchas fueron parte del ciclo de la revolución mundial de posguerra contra el colonialismo y el imperialismo, un ciclo que ha desestabilizado profundamente al capitalismo y a su economía-mundo. Se produjeron, en intensidad y extensión, niveles de organización y de lucha incomparables con los de Occidente. A estas subjetividades revolucionarias comprometidas en la superación del capitalismo y sus formas de dominación hubiera sido imposible imponerles o solo proponerles que se conciban como “capital humano”, que se involucren en la competencia de todos contra todos, cultiven el egoísmo y codicien los “logros” y el “éxito” individual. Jamás se les podría haber hecho creer que si aceptaban el mercado, el Estado, la empresa, el individualismo, gozarían de “un control de su propia vida”, jamás hubiera sido posible controlarlas y conducirlas individualmente hacia la “realización de uno mismo”.

      Después de que Salvador Allende ganara las elecciones y tomara el poder por la vía democrática, los estadounidenses decidieron destruir militarmente este proceso y eliminar físicamente a los revolucionarios que lo llevaron adelante. Fue esta tabula rasa subjetiva, a costa de miles de muertes, la que hizo que los experimentos neoliberales pudieran implantarse y que los “vencidos” quedaran “disponibles” para un imposible devenir empresario de sí mismo.

      El neoliberalismo no cree, como su antecesor, en el funcionamiento “natural” del mercado; sabe que, por el contrario, hay que intervenir continuamente y respaldarlo a través de marcos legales, estímulos fiscales, económicos, etc. Pero hay un “intervencionismo” previo llamado “guerra civil”, que es el único que puede crear las condiciones para “disciplinar” a los “gobernados” que tienen la osadía de querer la revolución y el comunismo. Por eso los Chicago Boys se abalanzaron como buitres sobre América Latina. Había allí una subjetividad devastada por la represión militar, cuyo proyecto político había sido derrotado y sobre el cual podían operar “libremente”. Esta historia, que desapareció rápidamente de la memoria del pensamiento crítico, no es específica del neoliberalismo: antes, el ordoliberalismo solo había podido desplegar sus recetas sobre las subjetividades alemanas aniquiladas por la experiencia nazi.

      En el Occidente de la posguerra, la lucha revolucionaria nunca alcanzó la intensidad y extensión que tuvo en América Latina y en el “Sur global” (de Vietnam a Argelia, de Cuba al Congo, de Yemen a Angola, Mozambique, etc.). Las organizaciones del movimiento obrero estaban plenamente integradas a la gubernamentalidad keynesiana, y los nuevos sujetos políticos surgidos durante la Guerra Fría resultaron incapaces de pensar y organizar un proceso de ruptura con el capitalismo, de manera que la derrota se produce de forma diferente. Más que en el Sur, la “revolución imposible del 68” fue anticapitalista tanto como antisocialista. Criticó enérgicamente la acción política codificada por las revoluciones rusa y china, pero también las estrategias de la socialdemocracia y los partidos comunistas. Atrapada


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