El capital odia a todo el mundo. Maurizio Lazzarato
Читать онлайн книгу.de las revoluciones, es una cáscara vacía que se presta a cualquier aventura. El sistema parlamentario y las elecciones le convienen perfectamente, porque en estas circunstancias le son favorables. Su racismo es “cultural”. No tiene nada del “conquistador” o imperialista, como en la época de la colonización: prefiere replegarse dentro de los límites del Estado-nación. Es más bien defensivo, temeroso, ansioso, consciente de que el futuro no está de su lado. El antisemitismo ha dado paso a la fobia del islam y el inmigrante.
El fascismo histórico fue una de las modalidades de actualización de la fuerza destructiva de las guerras totales; el fascismo que está creciendo ante nuestros ojos, por el contrario, es una de las modalidades de la guerra contra la población. El nuevo fascismo ni siquiera tiene que ser “violento”, paramilitar, como el fascismo histórico cuando trataba de destruir militarmente a las organizaciones de trabajadores y campesinos, porque los movimientos políticos contemporáneos, a diferencia del “comunismo” de entreguerras, están muy lejos de amenazar la existencia del capital y de su sociedad: en las últimas décadas no ha habido movimientos políticos revolucionarios en Estados Unidos, Europa o América Latina, ni en Asia.
El fascismo histórico, una vez eliminadas las fuerzas revolucionarias, fue el agente de un proceso de “modernización” (Gramsci) que, “integrando” el socialismo, reprimió con violencia toda manifestación de conflictividad. En Italia, reestructuró la industria tradicional y creó la industria del cine, reformó la escuela y el código civil (todavía vigente) y estableció un estado de bienestar (que, con los nazis, fue todavía más “radical” que el de Estados Unidos). Con los nuevos fascismos, la agenda sigue siendo la del neoliberalismo, con un toque de nacionalismo.
La recomposición del pueblo en torno a su unidad fantasmática se ve fuertemente perturbada por la acción de las subjetividades gay, lesbianas y transgénero que escapan del modelo mayoritario que la nostalgia de los neofascistas quisiera reconstruir en torno a la heterosexualidad. El ascenso de las fuerzas neofascistas está siempre acompañado de feroces campañas de “odio” contra la llamada “teoría de género”. La reconstrucción de la familia y el orden heterosexual constituye el otro vector poderoso de la subjetivación fascista.
Lo que comparten el viejo y el nuevo fascismo es un fondo de autodestrucción y un deseo suicida que el capital les ha transmitido: un capital que no es “producción” sin ser al mismo tiempo “destrucción” y “autodestrucción”. Después del suicidio de Europa en la primera mitad del siglo XX, cuando el capitalismo alcanzó el grado más alto de desarrollo de sus fuerzas productivas, ¿estamos presenciando el de Estados Unidos, donde las fuerzas productivas han superado otro umbral de crecimiento? En cualquier caso, hay una continuidad, un aire de familia que atraviesa el capital y el fascismo, que el siglo XX ha sacado a la luz y que el siglo XXI propone nuevamente, bajo nuevas formas.
La evolución de esta ola fascista es difícil de prever: se caracteriza por notables diferencias internas –Erdogan y Bolsonaro por un lado, el neofascismo europeo por el otro, y Trump en el medio–. Lo que puede afirmarse con certeza es que los fascismos históricos no han resuelto las contradicciones y los impasses del capital. Por el contrario, los exasperaron y, por lo tanto, llevaron al mundo hacia la Segunda Guerra Mundial. Trump está desestabilizando al capitalismo neoliberal al querer acelerar la desregulación de las finanzas, fortalecer los monopolios de las empresas estadounidenses (especialmente las digitales), reducir los impuestos en beneficio de una “plutocracia”, mientras pretende proteger a las víctimas de estas mismas desregulaciones y monopolios (la clase trabajadora blanca). Por no mencionar su política exterior.
El renacer del fascismo en Europa no data de hoy. Es simultáneo al comienzo del neoliberalismo (mientras que en América Latina, el fascismo fue su condición de posibilidad), debido a que la denuncia de la solución fordista de los “Treinta Gloriosos” requería nuevas modalidades de división, de control y de represión. Incitada, solicitada, organizada por el Estado, la gestión del racismo, el sexismo y el nacionalismo pasó a estar en manos de los nuevos fascismos.
Desde la perspectiva de Foucault, no hay ninguna dificultad para comprender su proliferación global: en cierto modo, los fascismos siempre han estado allí, son parte de la organización del Estado y del capital. Foucault los llama “excrecencias del poder”, que existen virtualmente “de manera permanente en las sociedades occidentales”, que son “en cierto modo estructurales, intrínsecos a nuestros sistemas y pueden revelarse a la menor oportunidad, lo que los vuelve perpetuamente posibles”.11 Cita, a modo de “ejemplos ineludibles”, “el sistema mussolinista, hitlerista, estalinista”, pero también Chile y Camboya. El fascismo no hizo más que prolongar “una serie de mecanismos que ya existían en el sistema social y político de Occidente”. Pero si Foucault captó bien la relación entre Estado y fascismo, no vio su vínculo con el capital, que los vuelve componentes de su máquina de guerra.
No es solo una cuestión de decir como Primo Levi que si el fascismo y el nazismo ocurrieron una vez, pueden volver a suceder, sino afirmar que los fascismos, el racismo, el sexismo y las jerarquías que producen se inscriben de manera estructural en los mecanismos de acumulación del capital y de los Estados.
LOS FASCISTAS Y LA ECONOMÍA
Los liberales “progresistas” y “democráticos” no pueden creer en la alianza de ciertos sectores del mundo de los negocios, y en primer lugar el sector financiero, con los nuevos fascismos. No podemos sorprendernos por el “retorno” del fascismo con el neoliberalismo a menos que hagamos del fascismo una excepción y omitamos su certificado de nacimiento político. No puede sorprendernos el “retorno” de la guerra que conlleva la financiarización a menos que sigamos concibiendo al capital como un simple “modo de producción”.
No hay ninguna incompatibilidad entre las dictaduras y el neoliberalismo. Los neoliberales no tienen ninguna duda acerca de esto. El libertario Ludwig von Mises declaró que el fascismo y las dictaduras salvaron la “civilización europea” (entendida como la propiedad privada), mérito que, según él, quedaría grabado en la historia para siempre. En cuanto al inefable Hayek, prefería una “dictadura liberal” a una “democracia sin liberalismo”, en nombre de una propiedad privada sinónimo de libertad. Pinochet la garantizaba; con Allende, no estaba tan seguro.
Contrariamente a una opinión ampliamente compartida, difícil de erradicar, el fascismo no constituye un obstáculo para la economía, el comercio y las finanzas. En los debates del Parlamento francés previos a 1914 se escuchaban los mismos argumentos que hoy: la guerra es imposible porque la interdependencia de las economías nacionales es demasiado fuerte; la globalización penetró profundamente en la producción y el comercio como para que la guerra fuera posible. ¡Conocemos el resto! Después de la Primera Guerra Mundial, el fascismo italiano mantuvo buenas relaciones con Wall Street, a pesar de la “autarquía” económica que reivindicaba, y aunque Estados Unidos, bajo la presión de una xenofobia creciente, hubiera impuesto cuotas de inmigración que afectaban particularmente al régimen mussoliniano.
“Nacionalismo”, autarquía, xenofobia no conciernen más que a la gestión interna de las diferentes poblaciones de los diferentes países e intervienen solo marginalmente en los asuntos económicos a escala planetaria. Incluso si las coyunturas son diferentes, la lección del período de entreguerras puede seguir siendo útil.
Las políticas nacionales de desarrollo económico están lejos de ser incompatibles con la promoción del comercio internacional y las redes financieras. Hay que tomar en serio lo “nacional” en lo “internacional”. Las elites empresariales de Italia nunca consideraron el desarrollo de su país separado de la economía global. El efecto inmediato de la Primera Guerra Mundial no es tanto habilitar la desmundialización como reconfigurar los intercambios económicos internacionales.12
Hoover y Roosevelt, como por lo demás Churchill, hablan muy favorablemente de Mussolini, quien restaura el orden, “moderniza” la industria y el país, y aleja el peligro bolchevique, el único problema real para todas las elites capitalistas.
“El acuerdo sobre las deudas de guerra negociado