El Protocolo. Robert Villesdin

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El Protocolo - Robert Villesdin


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en los negocios familiares y...

      —¿Y qué?

      —¡Coño! ¡Que no podemos esperar a que tengamos setenta años para ser ricos!

      —Tampoco vivís tan mal.

      —¡Joder que no! ¿Tú crees que es lógico que a mi edad cada vez que cambio de deportivo tenga que pedirle permiso a papá y, lo que es más grave, oír a mi madre opinar sobre su color?

      —Evitarías estos problemas si te lo compraras con tu dinero.

      —¡Mi dinero, mi dinero...! ¿Tú crees que con los miserables ciento cincuenta mil euros que mi padre nos paga al año podemos vivir decentemente? ¡Vaya mierda! Además, te imaginas que primero se muere mi padre y que tenemos que tirarnos diez o quince años bajo su dirección ¡Y más con lo mandona que es!

      A medida que avanzaba la conversación, la incomodidad de Modesto iba en aumento, si bien la prudencia y la curiosidad de ver hasta dónde podían llegar los desvaríos de Ton le decidieron a no interrumpir su alucinante perorata.

      —¡Ya! ¡Un matriarcado! ¡En pleno siglo veintiuno! Antes hago como papá y me apunto a la Legión. ¡O la mato!

      Llegados a este extremo, la paciencia e indignación del abogado alcanzaron su límite de saturación, pero no logró dar con la fórmula para acabar con tamaño despropósito sin producir una ruptura que tampoco era conveniente por su bien y por el de la familia.

      —¿Y qué piensas hacer? —preguntó, obviando el último exabrupto del niñato.

      —En primer lugar, hablaré con papá e intentaré que entre en razón. Si no lo conseguimos, ¡pasaremos a la acción! En esto creo que estaremos de acuerdo, por primera vez en la vida, todos los hermanos y confío en que tú también.

      —¿Tú crees que Lucy estará de vuestro lado? —preguntó Modesto, desoyendo el intento de reclutarle para su bando.

      —Creemos que sí; a pesar de que es una sentimental, también le gusta el dinero y, además, en estos momentos depende económicamente de mí.

      —Yo de vosotros, me lo pensaría bien. Además, debo añadir que, llegados a este punto, consideraré que esta conversación no ha tenido lugar.

      —Ya veremos —replicó Ton ingratamente—. Por cierto, hablando de Lucy. ¿Qué tal es?

      —¿Qué quieres decir?

      —Si es tan ninfómana como dicen.

      —¡Cómo voy yo a saberlo! Y tú, ¿por qué lo dices?

      —Porque de pequeña ya le gustaba jugar conmigo a médicos y enfermeras.

      Una idea banal

      A Lucy no le satisfacía el bien remunerado empleo que le había facilitado su hermano, dado que sus obligaciones consistían básicamente en ir a buscar todos los días el correo y los periódicos para, después, pasarle a Ton un resumen de las noticias sobre el sector mientras atendía las pocas llamadas telefónicas que recibían. La principal ventaja del puesto era que le eximía de la obligación de atender la, ahora, aburrida tienda de animales domésticos que, por omisión de la titular principal, regentaba—aunque a distan- cia— su progenitora. Además, Ton no le comentaba casi nada de lo que se traía entre manos por lo que tenía la creciente sensación de sentirse utilizada.

      Cuando Modesto llegó a su despacho se encontró a Lucy bien acicalada, esperándole impaciente para hacerle partícipe de sus reflexiones y, principalmente, para ver su reacción sobre lo sucedido en su apartamento hacía unas noches.

      Todavía no había tenido la oportunidad de encarar el principal móvil de su inesperada visita cuando la llamó su amiga Pepa, a quien Lucy conocía desde su estancia común en lo que denominaba como «el reformatorio de Suiza» y que, además, era la esposa de Cornelio, el nuevo miembro del Consejo de Administración recién incorporado.

      Habían fichado a Cornelio por recomendación de la pía escuela de negocios con la que colaboraban habitualmente las empresas de Sam, porque disponía de un currículum envidiable y, finalmente, por la antigua amistad de su mujer, Pepa, con Lucy. Su soberbia y presuntuosidad le habían impedido congeniar con una familia que no se distinguía, precisamente, por su refinamiento; además, el hecho añadido de que tuviera exaltadas convicciones religiosas no ayudaba a corregir esta situación. Era alto, moreno, pelo corto, relativamente joven —recién iniciada la madurez— y lucía siempre la sonrisa de satisfacción de los que están encantados de haberse conocido a sí mismos. Se había doctorado en Harvard y especializado en relaciones comerciales internacionales, por lo que aportaba un cierto contrapeso a las posiciones más conservadoras de los otros dos consejeros independientes. Su esposa, Pepa, era bastante más joven que él y constituía un hermoso ejemplar de hembra autóctona con la que compartía relaciones sociales y creencias. Cornelio, como todos los arrogantes, también era un poco incauto, lo que se demostró cuando se atrevió a exhibir a Pepa en los dominios de GR durante una cena de fin de año organizada por la familia.

      Debido a la proximidad física a la que se había colocado su visita, Modesto no pudo evitar oír la conversación telefónica con la, para él, en aquellos momentos, desconocida compinche de Lucy.

      —Lucy, ¿cómo estás, cielo?

      —Aburrida y perdiendo mi juventud y lozanía en un trabajo tedioso.

      —Peor lo tengo yo, que trabajo todos los días como una burra con los jodidos diseños.

      Pepa era una diseñadora de moda de reconocido prestigio internacional, actividad que había iniciado hacía pocos años y cuyo éxito servía de ejemplo a muchos psicólogos para demostrar la teoría de las inteligencias múltiples, según la cual, además de lo que se ha considerado tradicionalmente como inteligencia —la lógico-matemática y la lingüística— existen otras menos reconocidas como la cultural, la corporal cinestésica, la naturalista etcétera, hasta contar un total de nueve.

      —Esto es cierto, pero tú no tienes que estar ocho horas en una oficina haciendo de florero magníficamente retribuido ni dormir cada noche sola como si fueras una monja.

      —Bueno; tengo otras cargas que ahora no voy a detallarte por conocidas y patéticas; en cuanto a lo de dormir sola o acompañada, en mi caso, no hay mucha diferencia, excepto si solamente tomamos en consideración los aspectos menos románticos de la cohabitación nocturna. He pensado que a ambas nos convendría darnos un homenaje que nos resarza de tantos sinsabores —propuso malévolamente la camarada de internado.

      —¡Guau! ¡Esto empieza a ponerse interesante!

      —¿Qué te parece si nos vamos unos días de compras a Londres?

      —¡Fascinante! Llevo varios meses sin pasarme por allí; la última vez fue con el escapista y poco añorado de mi exmarido.

      —Estupendo. ¿Qué te parece dentro de tres semanas? ¡Yo me encargo de todo!

      Así fue cómo, sin saberlo ellas ni tampoco Modesto, Lucy y Pepa iban a estar en Londres el mismo fin de semana en que jugaba el equipo de fútbol de la familia y en cuyo evento y sus derivaciones los siempre imprevisibles caprichos del destino les llevarían a participar.

      Al finalizar tan sugestiva conversación, Lucy cerró el móvil, miró fijamente a Modesto mientras se le escapaba una sonrisa bobalicona y, continuó callada, como si, de golpe, su mente se hubiera trasladado a otra dimensión.

      —¿De qué querías hablar? —le preguntó su paciente interlocutor.

      Lucy, se levantó atropelladamente, mientras murmuraba, como si hablara con sí misma:

      —Nada, nada, se me ha hecho tarde. ¡Mejor nos vemos otro día y te lo cuento todo!

      La evasión (1ª parte)

      —Sam, ¿no estás un poco harto de hacer este viaje cada pocos meses? —preguntó Susy interrumpiendo el largo silencio que mantenían durante todo el desplazamiento.

      —La


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