El Protocolo. Robert Villesdin

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El Protocolo - Robert Villesdin


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que se habían nutrido a lo largo de los años con las comisiones que, a través de una empresa creada por Sam en Hong Kong, le pagaban sus clientes chinos por los envíos de materiales reciclados.

      —Lástima que no haya un vuelo directo a Vaduz —insistió Susy—. ¡Son tan pesadas estas peregrinaciones!

      —Lo sé Susy, lo sé; pero no hay otro remedio si no queremos que nos pillen. Además, nos permite pasar unos días los dos solos y gastar unos dinerillos lejos del control de nuestros hijos.

      —Ya sabes que no me gusta gastar; el gasto es lo que hunde a las familias. Además, nunca se sabe si el dinero gastado lo vas a necesitar en el futuro —puntualizó la esposa.

      —No te preocupes, tenemos de sobra y además no le diremos a nadie que, de vez en cuando, nos damos un pequeño capricho.

      El viaje, para evitar dejar rastro, consistía en un vuelo lowcost a Milán, donde, en el aeropuerto de Malpensa, les recogería Alberto, el chófer privado de Sam, y les trasladaría por carretera a Vaduz. El único obstáculo era pasar la frontera entre Italia y Suiza, cerca de la ciudad de Como, pero hay que decir que cuando se viaja con un buen coche, con matrícula suiza y con un chófer de la misma nacionalidad, las posibilidades de tener problemas fronterizos son ínfimas.

      El matrimonio se había acostumbrado a hacerse confidencias sin que la presencia de Modesto les importunara. Una de las idiosincrasias de los ricos, generalmente más acentuada cuando no lo son de estirpe, es que consideran que la discreción y la lealtad de sus servidores van incluidas en la factura.

      —Es increíble tener que hacer todos estos cambalaches para que no descubran un dinero que, a fin de cuentas, hemos ganado nosotros —prosiguió Susy.

      —Es lo que hay; no somos los únicos que tenemos estos problemas.

      —En esto tienes razón, a casi todas mis amigas de bridge les ocurre algo parecido, aunque ¿puedes creer que Tita reconoció hace unos días que su marido no tiene cuentas en Suiza?

      —Su marido siempre me ha parecido un pelacañas... Cambiando de tema, ¿estás segura de que tus hijos no saben nada de esto?

      —Puede ser que algo sospechen, pero no saben nada a ciencia cierta ni mucho menos los importes. El único que lo conoce eres tú, Modesto —apuntó, haciendo partícipe de la conversación al, hasta ahora, ausente abogado.

      A pesar de haberle dado Susy entrada en la conversación, el interpelado prefirió abstenerse de intervenir y continuó en silencio.

      —Me parece bien; si nos ocurriera cualquier cosa alguien debe estar informado —este alguien era el abogado, sentado en el asiento de detrás—. Además —continuó el marido—, si nuestros hijos lo descubrieran, nos exigirían inmediatamente que les diéramos una parte. ¡Están ansioso por recibir nuestra herencia!

      —Están ansioso de todo menos de espabilarse por su cuenta; además se lo gastarían rápidamente en fruslerías con ruedas —remachó Susy.

      —¡No sabes el consejo de guerra que me montaron cuando les dije que tú serias mi heredera!

      —No sé de qué se extrañan, al fin y al cabo, todo lo que tenemos es gracias a nuestro esfuerzo: el tuyo, sí, pero también el mío.

      —Dicen que les he desheredado —añadió Sam.

      —No sé qué se han creído; se han pasado toda la vida medrando alrededor de tu fortuna y, a pesar de las ayudas económicas que les hemos ofrecido, han sido incapaces de crear algo propio para ganarse la vida.

      —Ya lo sé, pero son nuestros hijos y debemos reconocer que hacen todo lo que pueden para ayudar en los negocios de la familia.

      —Es verdad, pero desde que les comunicaste que me habías nombrado heredera tengo la impresión de que me tratan con menos cariño e, incluso, con cierto desapego.

      —Eso son manías tuyas; siempre te han querido mucho, Susy. ¡Eres una buena madre y una excelente esposa!

      Una vez llegados a Vaduz, se instalaron en el Park Hotel Son-nenhof, regentado por una amable familia apellidada Real, y que se caracteriza por un ambiente hogareño y de gran calidez, incluyendo el excelente restaurante con vistas a los Alpes en el que podían degustarse especialidades tan conseguidas como el beetroot-wasabi-pumpkin. El hotel se vanagloria de combinar las artes de la hospitalidad, de la buena mesa, del alojamiento y, lo mejor de todo, el arte de la propiedad.

      Cuando estaban terminando de comer se unió a la mesa el señor Barry Gastón, que era el apoderado y fiduciario de la familia en el Principado y que actuaba de pantalla para que las inversiones de Sam fueran totalmente opacas a las indiscretas miradas de cualquier persona y, en especial, del fisco de su país de residencia.

      —Susy, Sam, es para mí un gran placer volver a veros.

      —El placer es nuestro, Barry—se adelantó Susy, siempre socialmente más despierta—. Mira, Barry, te presento a Modesto, nuestro abogado.

      —Hola, Modesto, creo que hemos hablado por teléfono varias veces, pero no tenía el placer de conocerte personalmente.

      —El placer es mío, Barry —se limitó a decir el letrado.

      —¿Habéis tenido un buen viaje?

      —Horroroso, como siempre —volvió a adelantarse Susy.

      —Bien, Barry, ya sabes que a Susy no le gustan los viajes largos, aunque sean a través de un país tan bonito como el tuyo —intentó arreglar Sam—. ¿Cómo está tu esposa?

      —Bien, aunque hoy con un poco de jaqueca; me ha pedido que la disculpéis por no poder venir a saludaros.

      —Dale un fuerte abrazo de nuestra parte. ¿Tenemos mucho trabajo mañana? —preguntó Sam—. A Susy le gustaría regresar pronto. Sam se mostraba siempre impaciente cuando se trataba de hablar de cosas legales, que generalmente se le escapaban.

      —¡Mucho trabajo! —exageró Barry—. Primero nos reuniremos en mi despacho, donde debemos comentar algunas cosas de vital importancia y después iremos al banco para revisar el contenido de la caja fuerte. ¿Habéis traído vuestra llave?

      —Sí, por descontado. Y ¿qué es esto tan importante que quieres contarnos? preguntó desconfiadamente Sam—. ¡Seguro que me cuesta dinero!

      —Bueno, algo sí, pero es mejor que lo comentemos mañana.

      —Y ¿no podrías hacernos un pequeño adelanto?

      —Si insistes... Mirad, lo he pensado bien y creo que deberías poner todo el dinero a nombre de una fundación.

      —¡Coño! ¿Y esto para qué sirve? —exclamó Sam, con evidente desconfianza, mientras Susy le clavaba una patada por debajo de la mesa como represalia por su soez expresión.

      —En primer lugar, para dar mayor opacidad fiscal a vuestras inversiones aquí, ya que Liechtenstein recibe cada vez más requerimientos de información por parte de las autoridades fiscales de vuestro país. En una fundación vuestro nombre no aparecería en ningún lado —solamente constaría en mis documentos privados— y yo figuraría como único representante legal de la misma. Estoy seguro de que Modesto estará de acuerdo con mi consejo.

      El requerido se limitó, sabiamente, a poner cara de circunstancias, por lo que se hizo un incómodo silencio hasta que intervino Susy, visiblemente nerviosa por verse obligada a tratar sobre un tema que también escapaba a sus conocimientos.

      —¿Y en segundo lugar? —inquirió ésta, intentando retomar el mando de la conversación.

      —Es una magnífica fórmula para evitar que vuestros hijos se peleen por la herencia; si falleciera uno de vosotros, el otro seguiría controlando la fundación sin que nadie se enterara del cambio de titular.

      —¿Y una vez muertos los dos? —se interesó la esposa, siempre tan práctica.

      —Entonces mi despacho o yo mismo se pondría en contacto con


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