Camino al colapso. Julián Zícari

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Camino al colapso - Julián Zícari


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le permitiría a este tener cierto dominio de la cámara baja si lograra establecer acuerdos con otras fuerzas. En este sentido, el partido de Domingo Cavallo había logrado un bloque de diputados modesto (11 escaños), pero que podía resultar decisivo en ciertas votaciones y que, por ende, le podría dar capacidad de árbitro entre las propuestas de la Alianza y el PJ (los partidos provinciales, dispersos en varias provincias, podrían ocupar un rol similar con las 25 bancas que tenían). De modo todavía más desventajoso, el Senado dejaba a la Alianza en una situación complicada. Aquí el peronismo contaba con mayoría y quórum propios (39 senadores), un poder que casi duplicaba al aliancista, que guardaba solo 21 bancas (20 por la UCR y una sola por el Frepaso)38. Con lo cual, la Alianza debía encontrar la forma de lograr atravesar esta debilidad si deseaba hacer aprobar sus leyes, por lo menos hasta las elecciones de octubre de 2001, cuando toda la cámara Alta se renovara y se eligieran por primera vez en forma directa los senadores (ya que caducaría la designación de estos por las cámaras legislativas provinciales, dado el cambio de la Constitución de 1994). En este escenario, el vicepresidente Álvarez, en su cargo simultáneo de presidente del Senado, debería actuar en un ambiente en que se encontraba en minoría y en el cual el peronismo podría utilizar para presionarlo y dificultar las funciones de gobierno (Serrafero, 2008a). Además, varios senadores del PJ demostrarían tener mucha independencia de lo que decidieran los gobernadores de sus propias provincias, encontrándose en más de una ocasión enfrentados a ellos, por lo cual no era fácil lograr acuerdos o negociaciones por parte del gobierno o del PJ con estos39. Con respecto al poder judicial, desde el nuevo gobierno no elaboraron ningún plan de remoción para los jueces de la Corte Suprema o la introducción de cambios. La idea de proyectar continuidad republicana y evitar conflictos amainó todo esbozo de desarmar la “mayoría automática” menemista allí, lo que sumaba un nuevo elemento de negociación política con un poder del Estado. En fin, como podemos ver, si bien la Alianza había ganado la presidencia del país, detrás de sí no contaba con los recursos acordes para gobernar con holgura o con autonomía suficiente, sino que se encontraba atrapada en una suerte de cerco y en situación que apenas la alejaban del “empate institucional”. De allí que la multiplicidad de factores de veto con los poderes institucionales implicara un peligro cierto de atasco que empantanara o directamente hiciera imposible ciertas acciones de gobierno, volviéndolas lentas o muy modestas.

      CUADRO 2.3. RESULTADOS DE LAS ELECCIONES DE 1999 A NIVEL NACIONAL (PRESIDENTE, DIPUTADOS Y GOBERNADORES)

PresidenteDiputadosGobernadores
Alianza48,37 %43,7 %42,03 %
PJ38,27 %32,69 %43,28 %

      Fuente: (Cheresky, 2003: 40).

      Aunque sin dudas, si las limitaciones institucionales eran un problema, todavía lo eran más los condicionamientos políticos y económicos que afloraban. Con respecto a estos últimos, respetar el compromiso electoral de sostener la convertibilidad se presentaba como una carga demasiado compleja hacia el futuro para sortearla sin problemas. Hacia el momento en que la Alianza asumió el gobierno el país ya llevaba un año y medio de recesión, el Estado debía hacerse cargo de un pesado endeudamiento sobre sus espaldas, el déficit público era agobiante e impedía hacer políticas activas o de expansión, el desempleo estaba otra vez en niveles muy elevados y se hallaba en aumento, mientras que existía un déficit externo agudo (con un promedio anual de 10.000 millones de rojo) que sería difícil equilibrar con los precios de los productos argentinos cayendo, sin devaluar o sin tomar nueva deuda. La estrategia del “piloto automático” aplicada durante el segundo gobierno de Menem para mantener la convertibilidad ya se mostraba insostenible: la situación social debía ser atendida urgentemente para garantizar la gobernabilidad y asegurar la paz social, los créditos externos se estaban agotando y encareciendo mucho, la opción de establecer “devaluaciones fiscales” era imposible de continuar para el fisco, mientras que el lento y doloroso camino de la deflación para recuperar competitividad exportadora estrangulaba la economía sin darle respiro, volviéndola un valle de lágrimas. Del mismo modo, un horizonte próximo de sobreacumulación de vencimientos de pagos de deuda asfixiaría todavía más al fisco durante todos los años de gobierno de la Alianza (vencerían 11.000 millones en 2000, 9.200 millones en 2001, 12.200 en 2002 y 16.300 en 2003) (BCRA), lo que volvía al país más dependiente de los volátiles capitales internacionales, que ya estaban en retirada y comenzando a desconfiar de una economía con indicadores financieros en deterioro creciente. En suma, sostener los esquemas económicos vigentes empujaba al gobierno a andar por un delicado desfiladero que parecía no tener una salida clara en el horizonte y lo hacía caer en el duro dilema sobre cómo sostener la convertibilidad y todo lo que ella implicaba, pero con la obligación de hacer cambios de peso urgentes si se deseaba estar alejado del abismo, como también que estos cambios –de producirse– tuvieran el signo “progresista” que la coalición se había comprometido a darle. No obstante esto último y frente a este escenario, la transformación en el discurso aliancista arribó pronto y en él comenzó a relegarse el tono esperanzador con respecto a la economía que había aflorado durante la campaña para abrazar un espíritu más bien de cautela y moderación, lindante con la resignación y el pesimismo de la austeridad. Como afirmó Fernández Meijide, un mes después de haber asumido como ministra de Desarrollo Social, “No sé cuánto tiempo tiene esta sociedad de tolerancia y paciencia. Ni cuánto demorará la recuperación […] [pero] comparto con Chacho Álvarez que no se puede ser epopéyico y decir que este es un nuevo ciclo”, presentando otro tipo de expectativas a las anteriores y terminar por sincerar que, ante un clima incierto, la pobreza y el desempleo se iban a quedar por mucho tiempo en el país (Clarín 24/01/2000)40.

      En un escenario como este, no era fácil augurar entonces una buena relación con el sindicalismo. En este caso, porque la central sindical mayoritaria del país, la CGT, era un actor con una vinculación política indeleble con el peronismo y solía ser fuertemente impiadosa con las autoridades de otro signo partidario cuando estos gobernaban, con propensión fácil a las huelgas, paros y movilizaciones, además de poco proclive al diálogo o la paciencia, lo que hacía recordar la repetición del ciclo de conflictos de los años 80 con Alfonsín. La cuestión todavía podría volverse más grave si se considera que durante su último mes de mandato, Menem le transfirió por decreto a la CGT el Fondo Solidario de Obras Sociales –el cual contaba con 360 millones de pesos/dólares–, una medida que desde la Alianza inmediatamente buscaron anular y que despertó los primeros enfrentamientos. Del mismo modo, las diferencias internas en la CGT también agrietaron el panorama, puesto que la central terminó por dividirse en dos apenas se produjo el cambio de gobierno: un sector mayoritario y denominado CGT “oficial” o “dialoguista” a cargo de Rodolfo Daer y otro más combativo a cargo de Hugo Moyano, denominado CGT “rebelde” o “intransigente”. Esta separación le impediría al gobierno contar con un interlocutor único en el ámbito gremial y le daba incentivos a las diferentes centrales para la competencia entre sí con el fin de ver cuál sería la más dura con el gobierno, embarrando las perspectivas de paz social. La opción con la que contó inicialmente el gobierno para sobrellevar sus inevitables duelos con la CGT fue recostarse en la CTA, ya que varios de los principales líderes de esta o bien eran parte del Frepaso o bien simpatizaban públicamente con la Alianza. Por ejemplo, Víctor De Gennaro, secretario general de la CTA, había asistido a la presentación de la “Carta a los argentinos” y coqueteó en más de una oportunidad con que su central se convirtiera en “la pata sindical” de la Alianza; sin embargo, esta última opción fue apenas contemplada41.

      De igual modo, la oposición política estaba en camino a la fragmentación, puesto que el peronismo al dejar el gobierno perdió su verticalidad, sin contar con un liderazgo unificado, lo que lo hizo tender a la multiplicación de actores y estrategias para actuar. El partido no solo mantenía la clásica rivalidad entre Menem y Duhalde que había caracterizado la segunda mitad de la década del 90, sino que el nuevo gobierno fue también protagonista de espacios emergentes. El más importante de ellos fue la conformación del “Frente Federal y Solidario”, el cual buscó darle articulación orgánica a los once gobernadores de las provincias denominadas “chicas” que deseaban un lugar equidistante entre los demás líderes y facciones del partido –para evitar así quedar devorados


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