Análisis del discurso en las disputas públicas. Giohanny Olave
Читать онлайн книгу.los usan, pero tienen la esperanza de que, si los desacreditan, harán más estimables los suyos propios [...] No dejaré de acordarme un poco de ellos, sobre todo porque nos aludieron, y también para que conozcáis con más claridad su poder y nos consideréis a cada uno según es justo [...] También para dejar claro que nosotros nos dedicamos a los discursos políticos, que aquellos tildan de provocadores de odio, aunque somos mucho más dulces que ellos. Pues dicen siempre algo malo de nosotros, pero yo no voy a decir nada semejante, sino que me serviré de la verdad (Isócrates, Antídosis, págs. 258-261).
De nuevo aparece el tópico de la desacreditación y de su denuncia, como base de la defensa. En este caso, se devuelve la ofensa enfatizando en la movida erística de Platón, realizada con alevosía, contra los discursos «comunes y útiles» de Isócrates. El paralelismo entre argumento y contrargumento es evidente en lo que respecta a la función de la desacreditación del otro para autolegitimarse. Pero la mayor fuerza persuasiva reside en la justificación indirecta de la decisión de no disputar, lo que al mismo tiempo confirma la crítica contra los dialécticos como erísticos; los que se dedican al discurso político no provocan odios, pero quienes los critican evidentemente sí lo hacen; sobre la base de esta aserción que Isócrates se encarga de remarcar, son invocadas la justicia y la verdad para que el auditorio sea, finalmente, el que juzgue a los involucrados en la polémica.
En suma, la visión isocrática de la erística está unida a la platónica por la decidida proscripción que acometen, pero se aleja de ella al igualarla a la dialéctica socrática y al presentarla no solo como una práctica inútil, sino además nociva para lo que Isócrates concibe como el ideal de la filosofía de los discursos y de sus maestros: enseñar el dominio práctico de un logos que garantice la convivencia en la polis.
Habrá que esperar hasta la primera mitad del siglo xix para que la erística vuelva a llamar la atención en el campo filosófico, en este caso, desde la mirada singular de Arthur Schopenhauer. En 1830, el pensador de Danzig habría escrito en notas de borrador lo que se conocería póstumamente, a partir de 1864, como «Dialéctica erística», título acompañado del subtítulo «El arte de tener razón» (Eristische Dialektik oder Die Kunst, Recht zu behalten), a partir de las reediciones de la segunda mitad del siglo xx (Moreno, 1997, introducción).
En el tratado se recopilan 38 Kunstgriffe, usualmente traducidas como «estratagemas» (desde la metáfora de la guerra) o «trucos» (desde la metáfora del juego) utilizados en las discusiones con el fin de imponer la opinión propia sobre la del adversario. La palabra behalten refiere literalmente esa imposición como un «retener» o «confiscar» la razón, aunque se traduzca más a menudo con el verbo ‘tener’19; la razón puede ser obtenida y retenida utilizando cualquier tipo de medio, lícito o ilícito, por lo cual el conocimiento de esos medios forma parte del arte de discutir, esto es, de una dialéctica erística. Schopenhauer insistirá en que se trata de un proyecto renovador de la dialéctica, con el cual introduce críticas a la tradición aristotélica y se opone al uso del término dialéctica en la filosofía hegeliana, dominante en el momento de su propuesta.
En el primer sentido, Schopenhauer plantea que Aristóteles no diferencia suficientemente la lógica de la dialéctica, pues a la primera debe dejarse el problema de la «verdad objetiva», mientas que la segunda debe referirse al problema de retener la razón, aun si no se cuenta con ella «objetivamente». Evidentemente, la separación entre razón objetiva (como verdad) y subjetiva (como voluntad) es fundamental para comprender que la validez dada a una tesis o a una prueba puede no coincidir necesariamente con su aprobación desde el estatuto lógico formal e interno que la sostiene. Así, el arte de tener razón es «el arte de conseguir que algo pase por verdadero, sin preocuparse de si en realidad lo es» (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 47, nota 2). En este sentido, el esfuerzo de Aristóteles por separar los razonamientos erísticos de los sofísticos choca contra la incertidumbre acerca de la verdad objetiva del mundo, sobre la cual es posible alcanzar algún grado de certeza desde la lógica, pero no desde la dialéctica: «Se dice fácilmente que en la discusión no existe otro fin más que el de sacar a relucir la verdad; el hecho es que no se sabe dónde reside, ya que tanto quiere desviársela mediante los argumentos del adversario como mediante los propios» (Dialéctica erística, 2007, pág. 50, nota 5).
Es desde el punto de vista de la voluntad humana que la distinción aristotélica entre dialéctica, sofística y erística pierde su sentido. Schopenhauer considera necesario emprender una renovación de la dialéctica que incluya la voluntad individual como la principal variable de la ecuación, de manera que no eluda la condición humana, tal como la entiende el filósofo alemán, inclinada hacia los vicios naturales del hombre; el listado se despliega ampliamente a lo largo de la obra: maldad, vanidad, charlatanería, improbidad, astucia, deslealtad y prepotencia, todas innatas. Dado que en Schopenhauer la voluntad y el deseo se confunden y equiparan, la búsqueda de satisfacción individual no tiene finalidad ética ni ideal trascendental alguno (el «querer» humano no tiene nunca fin); todos pretenden poseer y someter todo para sí mismos, a través de cualquier medio (Muñoz-Alonso, 1989, págs. 22-23).
La discusión, por supuesto, no escapa de ese dominio volitivo, preso del egoísmo natural del hombre. Como propone Pedroso (2016), la dialéctica de Schopenhauer no es marginal a su visión de conjunto en esta filosofía del pesimismo, de la tragedia humana y de la resignación20, como suele interpretársele, pues se trata de una de las formas de expresión o de manifestación que encuentra la voluntad para someter al conocimiento racional. Este último, naturalmente al servicio de la voluntad, sucumbe ante la necesidad de realización del deseo y desplaza el interés en la verdad objetiva por el placer de la victoria sobre el otro. La crítica a la dialéctica racional y normativa de Aristóteles, así como a la esperanza de la superación de las contradicciones en el idealismo hegeliano, se basa en la profunda desconfianza de Schopenhauer sobre el hombre mismo, de la cual deriva su sospecha sobre la desviación del intelecto hacia la elaboración de estratagemas, cuando tiene que buscar la verdad en medio de una disputa; de ahí que la discusión no pueda ser el terreno del encuentro de la verdad, sino el del sometimiento del otro a través de ardides y apariencias. Esta desconfianza es extensiva al género humano, pero se centra más en el individuo y en el pobre dominio que tiene de sí mismo, excepto cuando se trata del genio artístico o del asceta, quienes tratan de someter la voluntad negándose como individuos en la universalidad del hecho estético o en la renuncia al deseo. En ambos casos se llega a la pura nada, sustrato de la anulación de la voluntad y, por tanto, abdicación de toda lucha cuyo fin sea la victoria suprema, en función de otra lucha más severa: vencerse a sí mismo.
El combate entre los hombres, entonces, como parte del camino casi irrenunciable de la voluntad, reproduce el combate de las cosas de la naturaleza en el universo, que están en lucha para nada. Las pasiones y violencias desplegadas en las disputas humanas no hacen más que reproducir el absurdo esencial de la lucha en el universo, cuyo móvil ignora el hombre, pero cuyas impresiones y sentimientos atizan su violencia. El espectáculo natural de la disputa es ejemplificado así por Schopenhauer:
Cuando se corta en dos a la hormiga bulldog de Australia, se desencadena una lucha entre la cabeza y la cola; aquella empieza a morder a esta, que se defiende valerosamente con el aguijón contra los mordiscos de la otra; el combate puede durar una media hora hasta la muerte completa (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, i, 27, pág. 202).
El conflicto que mueve a la naturaleza es del mismo tenor que aquel que mueve al hombre contra sus congéneres: una lucha sin vencedores. Tanto en el insecto como en el hombre, la voluntad de vivir implica la voluntad de matar (Philonenko, 1989, pág. 143), aun cuando la muerte del otro signifique también el final de uno mismo. ¿Tiene sentido alguno, entonces, la victoria? La respuesta de Schopenhauer es negativa, en tanto que la única fuente y motor de ese deseo es la voluntad, para la cual toda lucha debe ser ganada, aun si eso exige ganarla en el nivel del simulacro. La razón humana termina doblegada al servicio de la voluntad y, para obtenerla y retenerla, se hará cualquier cosa que desborde la razón misma. El papel de la verdad, aquí, es absolutamente lateral: «Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo general no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis, como a la astucia y habilidad con que la defendió» (Schopenhauer, Dialéctica erística,