Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney


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la escuela por primera vez, y tuvo ocasión de observar los primeros modelos mecánicos, entre ellos las turbinas movidas por agua. Construyó muchas y siempre disfrutaba a la hora de ponerlas en marcha. Leyó también una descripción de las cataratas del Niágara que lo impresionó hondamente. En su imaginación, sólo veía una inmensa rueda, movida por aguas que se precipitaban al vacío. Incluso le dijo a un tío suyo que, algún día, iría a América y pondría en marcha tal idea. Treinta años más tarde, al contemplar su sueño hecho realidad, exultante, Tesla se maravillaba de “los insondables vericuetos de la mente”.

      A los diez años empezó a ir al instituto, un edificio de nueva construcción, dotado de un laboratorio de física bien pertrechado. Los experimentos que llevaban a cabo sus profesores lo dejaban boquiabierto. Aunque allí salieron a la luz sus increíbles dotes para las matemáticas, su padre “andaba de cabeza cambiándome de grupo”, porque no soportaba las clases de dibujo artístico.

      A lo largo del segundo curso, se obsesionó con la idea del movimiento continuo producido por una presión constante de aire, así como con las posibilidades del vacío. Aunque ardía en deseos de meter en cintura tales fuerzas, la verdad es que durante mucho tiempo sólo dio palos de ciego. Hasta que, como recordaría más adelante, “mis inquietudes se concretaron en un invento que me llevaría hasta donde ningún otro mortal había llegado”. Todo encajaba con su quimérico sueño de poder volar.

      “No había día en que no me desplazase por los aires hasta regiones remotas, sin llegar a entender cómo me las componía –recordaría más tarde–. Hasta que di con algo tangible: una máquina voladora, que consistía en un eje rotatorio, unas alas abatibles y […] un vacío que proporcionaba una energía inagotable”.[16]

      Lo que construyó en realidad fue un cilindro que giraba sobre dos cojinetes, rodeado de una especie de artesa rectangular en la que quedaba perfectamente encajado. Una plancha cerraba la cara diáfana del cajón y dividía el eje cilíndrico en dos secciones completamente estancas, gracias a unas juntas deslizantes que ajustaban herméticamente. Puesto que una de las secciones quedaba aislada y sin aire, mientras la otra seguía abierta, el resultado final, en opinión del inventor, sería el movimiento continuo del cilindro. Cuando lo hubo concluido, el eje giró levemente.

      A partir de aquel momento, realizaba mis cotidianas excursiones aéreas en un vehículo cómodo y lujoso, digno del rey Salomón –aseguraba–. Hubieron de pasar unos cuantos años antes de que cayese en la cuenta de la presión directa que la atmósfera ejercía sobre la superficie del cilindro y de que una rendija era la causante del leve movimiento giratorio que había observado. Aunque me llevó tiempo comprender lo que había sucedido en realidad, el choque fue muy doloroso.[17]

      Durante la época del instituto, lugar que probablemente no estaba a la altura de sus capacidades, se vio aquejado de “una grave dolencia o, más bien, de varias; tan malo me puse que los médicos me desahuciaron”. Pero mejoró y, durante la convalecencia, le permitieron leer. Pasado un tiempo, le pidieron que catalogase los libros de la biblioteca de la localidad, tarea que, como más tarde recordaría, le puso en contacto con las primeras obras de Mark Twain. Atribuía su milagrosa recuperación al profundo regocijo que le brindaron. Por desgracia, esta anécdota tiene todas las trazas de ser espuria porque, en aquella época, Twain no había escrito casi nada que fuera tan sobresaliente como para cruzar el océano y recalar en una biblioteca pública de Croacia. Sea verdad o no la anécdota, el caso es que a Tesla le hacía gracia y la daba por buena. Veinticinco años más tarde, tuvo la oportunidad de conocer al gran humorista en Nueva York, le habló de aquella experiencia y, según refería, se llevó la sorpresa de ver que el escritor se echaba a llorar.

      El chaval continuó los estudios en el instituto superior de la localidad croata de Karlstadt (Karlovac), un paraje llano y pantanoso donde, como era de esperar, sufrió repetidos ataques de paludismo. Gracias a su profesor de física, sin embargo, las fiebres no fueron un obstáculo para que desarrollase un enorme interés por la electricidad. Cada experimento que presenciaba despertaba “miles de ecos” en su cabeza, y soñaba con seguir una carrera que le permitiera investigar y experimentar.

      Cuando volvió a casa de sus padres, se había declarado una epidemia de cólera en la región y contrajo la enfermedad. Obligado a guardar cama, casi sin fuerzas para moverse durante nueve meses, por segunda vez se temió por su vida. Recordaba cómo su padre se sentaba junto a su lecho para darle ánimos, mientras él aún sacaba fuerzas de flaqueza para insistirle: “Si me dejases estudiar ingeniería, a lo mejor me ponía bueno”. El reverendo Tesla, que siempre se había obstinado en que Nikola siguiera la carrera eclesiástica, movido a compasión en circunstancias tales, cedió.

      Lo que sucediera a continuación no deja de ser un poco confuso. Tesla fue llamado a filas para un servicio militar de tres años, panorama que le disgustaba más si cabe que la vida religiosa. Más adelante, nunca volvió a referirse a ese periodo, salvo para recordar que su padre le había aconsejado que se pasara un año vagando y durmiendo en las montañas para restablecerse por completo. El caso es que anduvo durante ese año perdido en el monte y no hizo el servicio militar. Algunos de sus familiares, por línea paterna, eran oficiales de alta graduación. Es muy probable que movieran los hilos precisos para eximirle de sus obligaciones militares por razones de salud.[18]

      Ni siquiera el año que pasó en tan agrestes parajes bastó para doblegar su imaginación desbocada. Así, se le ocurrió la idea de construir un túnel bajo el océano Atlántico para despachar el correo entre Europa y América. Incluso realizó los cálculos matemáticos de la instalación que había de bombear el agua por la tubería y arrastrar los contenedores esféricos que guardaban la correspondencia; no calculó bien, sin embargo, la resistencia del rozamiento del agua contra las paredes del túnel, de magnitud tan considerable que se vio obligado a renunciar al proyecto. No obstante, gracias a esta experiencia, adquirió una serie de conocimientos que le vendrían muy bien para posteriores inventos.

      Poco inclinado a perder el tiempo en menudencias, no se le ocurrió nada mejor que poner en pie un gigantesco anillo alrededor del ecuador. Al principio tendría andamios. Una vez desmontado, el anillo rotaría libremente a la misma velocidad que la Tierra. Dicho así, no difiere demasiado de los satélites con trayectorias sincronizadas que, sólo a finales del siglo XX, llegarían a estar operativos. El proyecto de Tesla iba más allá, sin embargo: proponía la aplicación de una fuerza de signo contrario que fijase la posición del anillo respecto al planeta, de forma que los futuros viajeros pudieran subirse al anillo y trasladarse alrededor del globo terráqueo a la vertiginosa velocidad de mil seiscientos kilómetros por hora o, más bien, que la Tierra se desplazase bajo sus pies a esa velocidad, permitiéndoles circunvalar el planeta en un solo día sin moverse del sitio.

      Tras concluir aquel año de caminatas y fantasías, tan enjundioso como ayuno de resultados prácticos, en 1875 se matriculó en la Escuela Politécnica Austriaca de Graz. Durante el primer curso, disfrutó de una beca concedida por las autoridades militares de fronteras y no pasó ningún apuro económico. No obstante, clavaba los codos desde las tres de la mañana hasta las once de la noche con la intención de sacar adelante dos cursos en un solo año. Física, matemáticas y mecánica fueron las materias a las que con más ahínco se dedicó.

      Dejó dicho por escrito que, en su afán por concluir todo lo que empezaba, a punto estuvo de perder la vida cuando se dio a la lectura de las obras de Voltaire, casi cien volúmenes, en letra pequeña para mayor desesperación, “que aquel monstruo había escrito al ritmo de setenta y dos tazas diarias de café negro”. Sabía que no se quedaría tranquilo hasta que no los hubiera leído todos.

      Al finalizar el curso, aprobó sin dificultad nueve materias. Pero, cuando regresó al año siguiente, descubrió que ya no gozaba de la cómoda situación financiera del curso anterior. La unidad militar de fronteras se había disuelto y no tenía beca. El salario de un clérigo tampoco daba para costear las elevadas tasas académicas, y Tesla tuvo que abandonar los estudios antes de que concluyese el año lectivo. Aprovechó al máximo aquel tiempo libre que le había llovido del cielo, y fue durante ese segundo año, precisamente, cuando comenzó a acariciar la idea de buscar una solución alternativa a los motores eléctricos de corriente


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