Nikola Tesla. Margaret Cheney
Читать онлайн книгу.no habría de serlo? La ingeniería, bien eléctrica o mecánica, es una ciencia experimental. Con las variables teóricas y prácticas de que dispongamos, pocos son los problemas que no puedan abordarse de forma matemática, calcular el efecto que producirán o determinar los resultados de antemano…[13]
Sin embargo, Tesla solía realizar sucintos esbozos, generales o parciales, de sus inventos. Con el paso del tiempo, sus métodos de investigación se asemejarían bastante al enfoque empírico propugnado por Edison.
Dado que no está claro cómo fue el desarrollo de Tesla durante la niñez, ni hasta qué punto la férrea disciplina mental que adoptó modificó para bien sus talentos naturales, no hay forma de separar sus cualidades innatas de las adquiridas. Hay quien piensa, por ejemplo, que la prodigiosa memoria de Tesla no era nada fuera lo común, sino el resultado de ejercitar un don natural. En cualquier caso, la capacidad de memorizar de un vistazo una página mecanografiada o las proporciones exactas entre el tamaño de los miles de caracteres impresos en dicha página, llamémoslo memoria fotográfica, eidética o de cualquier otro modo, es algo que está al alcance de muy pocos. Es más, este tipo de memoria tiende a desaparecer a lo largo de la adolescencia, lo que pone de manifiesto que depende de las variaciones químicas que experimenta nuestro cuerpo.
Debido al especial aprendizaje a que fue sometido desde muy pequeño y a la rigurosa disciplina a que se aplicó después, Tesla conservó su prodigiosa memoria durante casi toda su vida. Que recurriese al método de ensayo y error a la hora de calibrar los equipos que utilizaba en Colorado, cuando ya era un hombre de mediana edad, apunta a que su capacidad memorística comenzaba a debilitarse.
Con todo, solía decir que su método visual de invención tenía un fallo: que no le permitía hacerse rico, en el sentido crematístico del término, aunque sí sobrado de delirantes quimeras, pues dejaba de lado invenciones que podían resultar muy rentables, sin darles tiempo a madurar lo suficiente para comercializarlas con éxito. Edison, por el contrario, jamás se habría permitido un desliz semejante, y contrataba tantos ayudantes como hiciera falta para evitarlo. Tan es así que se comentaba la buena maña que se daba a la hora de hacerse con las ideas de otros inventores y presentarlas a toda prisa en la oficina de patentes. Al revés que Tesla, al que se le ocurrían las cosas con tanta rapidez que no era capaz de pararse a pensarlas. Una vez que desentrañaba (en su cabeza) el funcionamiento exacto de uno de sus inventos, solía desentenderse del asunto: ya atisbaba nuevos y remotos desafíos.
Su memoria fotográfica puede ayudarnos a entender, en cierto modo, las dificultades que encontró durante toda su vida a la hora de trabajar con otros ingenieros. Mientras los demás querían ver planos, él trabajaba mentalmente. A pesar de sus dotes excepcionales para las matemáticas, estuvo a punto de repetir curso en primaria porque aborrecía las inevitables clases de dibujo.
Hubo de esperar hasta los doce años antes de apartar de su mente, con gran esfuerzo, las imágenes que tanto lo perturbaban, si bien nunca llegó a dominar por completo los inexplicables fogonazos de luz que veía, tanto en situaciones de peligro o de dificultad como cuando se sentía eufórico. Incluso a veces, tenía la sensación de que lo rodeaban unas flamígeras lenguas dotadas de vida propia. Con el paso de los años, en lugar de disminuir, la intensidad de los destellos fue a más, hasta alcanzar un pico máximo cuando andaba por los veinticinco.
Frisando los sesenta, escribió:
De vez en cuando, todavía aparecen esos molestos fogonazos, como cuando se me ocurre algo que abre paso a nuevas posibilidades, pero, como son de una intensidad relativamente baja, ya no me resultan tan perturbadores. Cuando cierro los ojos, lo primero que observo, invariablemente, es un fondo uniforme de un azul muy oscuro, como cielo de una noche despejada y sin estrellas. A los pocos segundos, ese fondo se ve poblado de innumerables y brillantes puntos verdes, distribuidos en diferentes capas que avanzan hacia mí. A continuación, a la derecha, aparece una maravillosa estructura formada por dos sistemas de líneas paralelas, que discurren muy juntas y en perpendicular, y muestran diversos colores, aunque los que más destacan son el amarillo verdoso y el dorado. Inmediatamente después, esas líneas se tornan más brillantes, y el conjunto aparece profusamente moteado de parpadeantes puntos de luz. La imagen se desplaza lentamente por mi campo de visión y, al cabo de unos diez segundos, desaparece por el lado izquierdo, dando entrada a un desagradable y desvaído tono gris que enseguida deja paso a un agitado mar de nubes con forma de seres vivos. Lo curioso es que no puedo proyectar nada sobre ese fondo gris hasta llegar a la segunda fase. Antes de quedarme dormido, siempre pasan ante mí imágenes de personas u objetos. Cuando las contemplo, sé que no tardaré en perder la consciencia. Su ausencia y el empecinamiento en no aparecer suponen siempre el preludio de una noche en vela.[14]
Como estudiante, destacaba en los idiomas. Llegó a aprender francés, inglés, alemán e italiano, así como los diferentes dialectos eslavos. Pero su fuerte, sin ningún género de dudas, eran las matemáticas. Fue el típico alumno irritante que se queda a la expectativa a espaldas del profesor mientras plantea los problemas en el encerado y da la respuesta en cuanto éste ha terminado. En un primer momento, sospecharon que hacía trampa, pero pronto cayeron en la cuenta de que se trataba de otra de las facetas de su increíble capacidad para visualizar y retener imágenes. La pantalla óptica que era su mente almacenaba tablas enteras de logaritmos de las que podía echar mano a placer. Sin embargo, siendo ya un inventor de renombre, podía sucederle que un problema científico de índole menor le obligara a devanarse los sesos.
Señalaba, por otra parte, un curioso fenómeno muy común entre personas de mente creativa, a saber, que aun sin estar concentrado en algo, en un momento dado, sabía que había encontrado la respuesta, aunque ésta no hubiera tomado cuerpo aún. “Lo más maravilloso –escribía– es que cuando tengo esa sensación, sé que he resuelto el problema, que daré con lo que voy buscando”.
Los resultados prácticos, en términos generales, confirmaban su intuición. De hecho, las máquinas diseñadas luego por Tesla casi siempre funcionaron. Podía equivocarse en la aplicación de un postulado científico, incluso errar a la hora de elegir los materiales, pero las máquinas que había visto en su cabeza, una vez trocadas en objetos metálicos, normalmente desempeñaban la función para la que estaban pensadas.
De haber existido en su niñez las escuelas de psicología que hoy conocemos, las endiabladas imágenes que contendían con su percepción de la realidad le habrían valido, sin lugar a dudas, un diagnóstico de esquizofrenia, sesiones de terapia y medicamentos incluidos, capaces quizá de “sanar” el núcleo mismo del que brotaba su creatividad.
Cuando, por fin, descubrió que las imágenes que tenía en la cabeza guardaban siempre relación con escenas reales que había contemplado previamente, pensó que había realizado un descubrimiento de capital importancia, y puso todo su empeño en identificar el estímulo externo que las había provocado. En otras palabras, antes de que los métodos de Freud alcanzasen notoriedad, practicaba una especie de análisis introspectivo que, al cabo del tiempo, llegó a ser casi reflexivo.
“No tenía que hacer ningún esfuerzo para encontrar una relación entre causa y efecto –señalaba– y, para mi sorpresa, no tardé en darme cuenta de que cuanto se me pasaba por la cabeza no era sino resultado de un estímulo externo”.[15]
La conclusión que extrajo de aquella experiencia no fue del todo alentadora, sin embargo. Si hasta entonces había considerado que sus afanes eran consecuencia de su libre albedrío, ahora no tenía otra salida que reconocer la influencia determinante de las circunstancias y los acontecimientos reales. De ser así, estaba claro que era poco más que un autómata, y siempre sería posible construir una máquina que funcionase como un ser humano, que actuase con la misma capacidad de juicio que nos procura la experiencia.
El joven Tesla desarrolló así dos conceptos que, si bien muy diferentes, resultarían cruciales para su futuro. El primero, que los seres humanos podían ser abordados como “máquinas revestidas de carne”. El segundo, que era posible humanizar las máquinas a efectos prácticos. Si, desde el punto de vista de las relaciones sociales, la primera hipótesis le haría muy pocos favores, la segunda lo zambulliría de cabeza en el enigmático mundo de los “autómatas