Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney


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pancartas en las que se leía: “Tranvías traicioneros”. Más tarde, cuando el barrio contó con un equipo propio de béisbol, lo bautizaron Brooklyn Dodgers.

      Tesla dedicó casi todo un año al rediseño de los generadores de Edison. Una vez concluida la tarea, informó a su jefe de que había culminado con éxito su empeño y le reclamó, por supuesto, los cincuenta mil dólares prometidos.

      Edison retiró sus enormes zapatos negros de encima de la mesa y se lo quedó mirando, boquiabierto.

      –Tesla –le espetó–, ¡qué poco ha aprendido usted del humor americano![10]

      Una vez más, la Edison Company se reía de él. Enfurecido, Tesla presentó la dimisión. Edison trató de arreglar las cosas, ofreciéndole una subida de diez dólares sobre el magnífico salario que percibía, dieciocho dólares a la semana. Tesla se caló el sombrero hongo y se marchó (muy distinta es la versión del bando de Edison: Tesla le ofreció a Edison sus patentes de corriente alterna por cincuenta mil dólares, y éste las rechazó pensando que se trataba de una broma).

      Al decir de Edison, Tesla era un “bardo de la ciencia”, capaz de concebir “grandiosas ideas, carentes de toda utilidad”. Advirtió al joven ingeniero de que estaba cometiendo un error y, durante cierto tiempo, las circunstancias acabaron por darle la razón. Sumido como estaba el país en desalentadoras turbulencias financieras, no era fácil encontrar trabajo en Estados Unidos.

      Hasta el propio Edison, atrapado en las redes de Morgan, hubo de sufrir las consecuencias de la escasez de fondos: mientras el inventor era partidario de una expansión rápida, el banquero se atrincheraba en una política de contención, negándole incluso préstamos de baja cuantía, mientras la casa Morgan invertía sumas ingentes en el ferrocarril.

      Morgan aplicaba la misma forma de hacer negocios en todas sus empresas. El financiero no tardaba en controlar el 51% de las sociedades en donde invertía, y reclamaba un puesto en el consejo de administración, aunque apenas ejercía el poder. Esa política se concretó en la compra continuada de compañías que perseguían objetivos parecidos, en la emisión de acciones de bajo valor nominal, y en la constitución de un centro único de poder mediante la eliminación de la “competencia desleal”.

      Cuarentón y a punto de llegar al cénit de su carrera, Morgan era un hombre hosco y estirado que inspiraba temor, un personaje solitario a quien sus socios, sus subordinados y el público en general le traían sin cuidado. De uno ochenta de estatura y cien kilos de peso, por culpa de una rara enfermedad de la piel, tenía una nariz tan resplandeciente como las bombillas que Edison acababa de inventar. Aun así, el poder actuaba como imán, convirtiéndole en un casanova que se jactaba de sus conquistas sin el menor rubor.[11]

      Sus aficiones de hombre cultivado le llevaban a realizar frecuentes viajes a Europa para adquirir obras de arte, en lo que tenía mejor ojo que otros advenedizos que acaparaban tesoros artísticos del Viejo Continente sin ton ni son. Como pilar de la confesión episcopaliana que era, muchas tardes abandonaba su despacho de Wall Street y se pasaba una hora, acompañado por su organista preferido, cantando himnos bajo los cabrios de la iglesia episcopaliana de St. George.

      Atosigado por cuestiones como la guerra de tarifas entre compañías ferroviarias o las huelgas que ponían en peligro sus inversiones rodantes, Morgan agradecía cualquier oportunidad de escaparse de la oficina. Cuando viajaba por Estados Unidos, lo hacía a bordo de un “principesco vagón” de cien mil dólares, que enganchaba al tren que elegía en cada ocasión. Los otros convoyes, más humildes, se detenían para dejarlo pasar.

      Como Edison, también era famoso por sus frases lapidarias. Una que Tesla nunca olvidaría, y con razón, decía: “Un hombre siempre hace las cosas guiado por dos motivos: uno bueno, y otro, que es el verdadero”.

      El terremoto financiero de 1884 ocasionó un clima tal de incertidumbre que cientos de miles de pequeños accionistas se arruinaron. Buscando un clavo ardiendo al que agarrarse, más que al Gobierno, los empresarios de la época volvieron los ojos a la poderosa casa Morgan, en el preciso momento en que el financiero pensaba que la conflictividad laboral y la guerra de tarifas desencadenada por la rápida expansión del ferrocarril podían dar al traste con los planes que había puesto en marcha para mantener el control sobre su emporio económico.

      Para entonces, todo el mundo daba por sentado que el inmenso desarrollo del ferrocarril respondía a intereses meramente especulativos y que muchas de esas compañías irían a la quiebra. Sólo quedaba, pues, el camino de las fusiones. Pero Morgan no era un hombre fácil de convencer, ni que tomase decisiones a la ligera. Mientras sus competidores sudaban tinta, él se daba una vuelta por algunos balnearios europeos adquiriendo obras de arte.

      Mediado el verano del mismo año en que Tesla había llegado a tierras americanas, los placenteros viajes de Morgan le habían llevado a recalar en Inglaterra, donde recibió nuevas y descorazonadoras informaciones sobre el “desastre del ferrocarril” y el pánico que se había adueñado del país. Tomó, por fin, la determinación de regresar y poner su privilegiada inteligencia al servicio de la nación.

      La solución de Morgan consistió sencillamente en convocar a todos los empresarios enfrentados a una conferencia de paz que se celebró a bordo del Corsair.[12] El barco se pasó todo un día surcando a lo largo y a lo ancho la bahía y el East River, con Morgan ejerciendo de anfitrión de los barones de la industria allí reunidos. No hubo que lamentar enfrentamientos personales: se trataba de un conflicto limitado a los intereses oligárquicos de un puñado de magnates del petróleo, del acero y de los ferrocarriles. Antes de que la noche se les hubiese echado encima, Morgan había “recompuesto” los intereses de unos y otros con notable maestría, de modo que, a través de fusiones realizadas con cabeza, la “competencia desleal” quedó reducida al mínimo. En eso radicaba la verdadera grandeza de Morgan, en una visión que no tardaría mucho en aplicar al novedoso y prometedor campo de la electricidad.

      Entretanto, Tesla, cuya reputación como ingeniero iba en aumento, había recibido de un grupo de inversores la oferta de crear una empresa que llevase su nombre. No se lo pensó dos veces: todo el mundo se daría cuenta de la trascendencia del descubrimiento de la corriente alterna, un hallazgo que, según él, liberaría al género humano de innumerables ataduras. Por desgracia, sus socios tenían ideas mucho más modestas y prácticas en la cabeza: comenzaba a emerger un enorme mercado, que reclamaba lámparas de arco más avanzadas para la iluminación de calles y fábricas. Ése era su objetivo primordial.

      Se constituyó, pues, la Tesla Electric Light Company, con sede en Rahway, Nueva Jersey, y una sucursal en Nueva York. Entre los implicados en el proyecto estaba James D. Carmen, fiel aliado de Tesla entre bambalinas durante veinte años o más. Tanto Carmen como Joseph H. Hoadley trabajaron como ejecutivos de algunas de las empresas de Tesla.

      En el primer laboratorio que tuvo en Grand Street, el serbio desarrolló la lámpara de arco de Tesla, más sencilla, eficiente, segura y económica que las de uso corriente entonces.[13] Patentó su invento, y las primeras de aquellas lámparas alumbraron las calles de Rahway.[14]

      Habían acordado que su salario consistiría en acciones de la empresa. Pero las formas estadounidenses de hacer negocio le depararían una nueva y desagradable sorpresa. De la noche a la mañana, se vio de patitas en la calle, con unos preciosos valores impresos que, para su desgracia, debido al poco tiempo que la empresa llevaba en funcionamiento y a las sucesivas crisis económicas, apenas tenían valor.

      Tesla abandonaba la escena por tercera vez.

      El declive económico se convirtió en depresión, y ya no encontró trabajo como ingeniero. Desde la primavera de 1886 hasta el año siguiente, pasó por uno de los periodos más sombríos de su vida. Como un obrero más de las cuadrillas que deambulaban por las calles de Nueva York, apenas conseguía llegar al día siguiente. Más tarde, sólo en raras ocasiones se referiría a la experiencia de aquella terrible temporada.

      Algo había avanzado, cuando menos. Sus innovaciones en la lámpara de arco le convirtieron en titular de siete patentes, además de obtener otras concesiones relacionadas con la iluminación.


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