Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney


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y no tardaron en descubrir el motivo. El inventor pagaba veinticinco centavos a cada niño que le llevase perros y gatos que, más tarde, electrocutaba en crueles experimentos con corriente alterna. Al mismo tiempo, imprimía escalofriantes pasquines encabezados con la palabra ADVERTENCIA en caracteres rojos, y mensajes en los que se aseguraba que si el público no abría bien los ojos podía acabar fatalmente westinghousizado.

      Dos años le llevó a Edison preparar a conciencia el terreno para tomarse la revancha. En este sentido, había escrito a E. H. Johnson:

      Tenga por seguro que alguno de los clientes de Westinghouse morirá dentro de los seis primeros meses a contar desde el momento en que ponga en marcha una instalación, sea de la potencia que sea. Ha adquirido un nuevo sistema, y habrá de realizar experimentos sin número antes de ponerlo en funcionamiento. Aun así, siempre entrañará peligros…[8]

      Acusaba a Westinghouse de haber seguido las mismas pautas que él había utilizado contra las compañías de gas, cuando había enviado representantes por todo el país con el propósito de dar a conocer las ventajas de la corriente continua. “Sus planes no me inquietan lo más mínimo; lo único que me molesta es que W. es capaz de mandar a sus representantes y comerciales por todas partes. Tiene el don de la ubicuidad, y mucho me temo que creará un buen número de empresas antes de que nos demos cuenta siquiera…”.[9]

      Preocupado con los retos que se le venían encima, Westinghouse apenas prestaba atención a las insidias de Edison, pero acabó por dar el visto bueno a una campaña educativa con vistas a contrarrestarlas. Pronunciaría discursos, escribiría artículos, haría cualquier cosa, aseguraba, para que el público supiese la verdad. A Tesla le confesó que haría lo imposible por adquirir los derechos de explotación de las cataratas del Niágara.

      No perdía de vista, sin embargo, Chicago ni la Exposición Colombina, que se celebraría en aquella ciudad en 1893. Sus estrategas ya empezaban a referirse a aquel evento, conmemorativo del cuarto centenario del descubrimiento de América, como el Mundo del Mañana o la Ciudad Blanca, cuya luz irradiaría a lo largo y ancho de la nación. Jamás habría imaginado un decorado mejor para difundir la imagen que tenía en la cabeza.

      Por desgracia, lord Kelvin, el eminente científico inglés, había sido designado presidente de la Comisión Internacional sobre el Niágara, creada para buscar la mejor manera de explotar las cataratas. Y este físico y matemático, para entonces ya miembro de la nobleza, se había declarado partidario sin ambages de la vieja corriente continua.

      Cerca de veinte propuestas se presentaron al premio de tres mil dólares con que la Comisión había decidido dotar el proyecto que se juzgase más viable. Pero las tres compañías eléctricas por excelencia, a saber, Westinghouse, Edison General Electric y Thomson-Houston, se pusieron de acuerdo para no presentarse. La Comisión se había constituido a instancias de un grupo neoyorquino, la Cataract Construction Company, bajo la presidencia de Edward Dean Adams. En palabras de Westinghouse, “la antedicha compañía trataba de hacerse con una información que valía cien mil dólares al módico precio de tres mil”. Cuando estuvieran “dispuestos a hablar en serio de negocios”, añadió, presentaría sus propios planes.

      Como tantos otros en aquellos años de rápido crecimiento, George Westinghouse se encontró con problemas de financiación. La adaptación de sus centrales al sistema polifásico de Tesla le había salido mucho más cara de lo previsto. Y justo cuando necesitaba dinero para seguir creciendo como empresa, los banqueros se mostraban remisos.

      Su único consuelo era saber que Edison también pasaba dificultades. Por los rumores que le llegaban de Wall Street sabía que, a menos que se fusionase con otra compañía, se vería en una situación complicada. Para olvidarse de sus problemas, el inventor se dedicaba a bramar contra Westinghouse, diciendo que más le valía dedicarse de lleno al negocio de los frenos neumáticos, porque de electricidad no tenía ni idea.

      La primera ofensiva de Edison en esta guerra de las corrientes consistió en ganarse a unos cuantos congresistas de Albany para que votasen a favor de una ley que limitase a 800 voltios el potencial para el transporte de energía eléctrica. De ese modo, pensaba, cortaría de raíz cualquier iniciativa relacionada con la corriente alterna. Westinghouse amenazó entonces con demandar a la Edison y a otras compañías por connivencia, según las leyes del Estado de Nueva York, y los legisladores le dieron la espalda a Edison.

      “Ese hombre está loco de remate –despotricaba Edison acerca de su homólogo de Pittsburgh–; está volando una cometa que, tarde o temprano, acabará por caer sobre él y lo tumbará de bruces en el suelo”.[10]

      Aparte de la virulenta campaña que orquestó en periódicos, folletos y boca a boca, Edison puso en marcha las reuniones de los sábados, sólo aptas para informadores de buen temple: allí presenciaban cómo los aterrados perros y gatos, que los niños habían retirado de la circulación, eran arrastrados hasta una placa de metal unida por unos cables a un generador de una corriente alterna de mil voltios.[11]

      A veces, el propio Batchelor le echó una mano en tales experimentos, cuyo objetivo era denunciar los peligros de la corriente alterna. En una ocasión, cuando trataba de sujetar a un perrito que se le escapaba, recibió una fuerte descarga, que después describiría como “un espantoso recuerdo de que el cuerpo y el alma se iban cada uno por su lado […], la sensación de haber recibido un descomunal tajo que había estremecido todas las fibras de mi cuerpo”. Pero la matanza de animales continuó.

      Para Edison se trataba de un combate a muerte, aunque a él no le fuera la vida en la contienda. Con la ayuda de Samuel Insull y de un ex ayudante de laboratorio, un tal Harold P. Brown, ideó un plan para acabar con Westinghouse de una vez por todas, o al menos eso pensaba, con el concurso de un tercer invitado.

      Brown se las compuso para adquirir los derechos de utilización de tres de las patentes de corriente alterna de Tesla, sin que Westinghouse tuviera conocimiento del uso que pretendía hacer de ellas. A continuación, se trasladó a la cárcel de Sing Sing. Poco después, las autoridades de la prisión anunciaron que, en adelante y por cortesía de la firma Westinghouse, las ejecuciones no serían por ahorcamiento, sino por electrocución mediante corriente alterna.

      Antes de que tuviese lugar el primer ajusticiamiento por este método, el profesor Brown se unió al espectáculo itinerante de Edison. Subido en una tarima, electrocutaba con corriente alterna unos cuantos terneros y perros grandes, y se los mostraba a los asistentes diciendo que habían sido westinghousizados. El mensaje era: “¿Acaso elegirían ustedes un invento así para que sus esposas les tuvieran la cena preparada?”.

      Con la opinión pública aleccionada en este sentido, las autoridades penitenciarias de la cárcel del estado de Nueva York anunciaron la primera ejecución por electrocución de un asesino convicto condenado a muerte, un tal William Kemmler, que sería westinghousizado el 6 de agosto de 1890.

      Ataron a Kemmler a la silla eléctrica y accionaron el conmutador. Como los ingenieros de Edison habían llevado a cabo sus experimentos con animales más pequeños, resultó que se habían equivocado en los cálculos. La descarga eléctrica no fue lo bastante intensa, y hubo que repetir la escalofriante operación, que un periodista describiría como un “espectáculo tremebundo, mucho más desagradable que un ahorcamiento”.[12]

      A pesar de esta prolongada y sórdida campaña en su contra, Westinghouse no cejó en su empeño de ganarse la confianza del público para la causa de la corriente alterna, recurriendo a hechos y cifras que demostraban la fiabilidad de ese tipo de energía eléctrica, y apoyándose en personalidades como el profesor Anthony, de Cornell, el profesor Pupin, de Columbia, y otros renombrados científicos.

      En un momento dado, los socios de Edison dieron en pensar que las tornas estaban cambiando y trataron de convencer al gran inventor de que, si se paraba a pensar en su futuro como industrial del sector, caería en la cuenta de que estaba cometiendo un error colosal. Testarudo por naturaleza, Edison se negó a escuchar sus argumentos. Habrían de pasar veinte años antes de que admitiera que aquél había sido el mayor patinazo de su vida. A fin de cuentas, una de sus frases preferidas era: “No me preocupa tanto el dinero…


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