Nikola Tesla. Margaret Cheney

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Nikola Tesla - Margaret Cheney


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parecía medir algo más de dos metros gracias a las elevadas suelas de corcho de los zapatos que calzaba durante sus azarosas exhibiciones. A medida que se iba animando, alzaba el tono de su voz, atiplado de natural, hasta llegar al falsete, mientras la audiencia, arrobada por la cadencia de sus frases, el juego de luces y la magia de que se rodeaba, lo escuchaba en éxtasis.

      Como aún no se había acuñado el lenguaje científico pertinente, Tesla describía los efectos visuales como un poeta inspirado por el intrigante retozo entre la llama y la luz. Tan arrebatado se mostraba que parecía exudar fuerza vital por los poros. No obstante, ningún científico hubiera podido censurar sus disertaciones como carentes de sustancia técnica.

      A pesar de los fuegos artificiales, de la filosofía y de la poesía con que las acompañaba, todas sus aserciones científicas contaban con el respaldo de experimentos que él mismo había realizado no menos de veinte veces. Todos los artilugios que presentaba eran nuevos, diseñados por él y, por lo general, fabricados en su propio taller. Y muy pocas veces repetía un experimento en una charla.

      En cuanto a la inapropiada terminología científica de su tiempo, hay que aclarar que la leve descarga de electricidad en el interior de un tubo en el que se había hecho el vacío, lo que él describía como una pincelada, no era sino un haz de electrones y de moléculas de gas ionizadas. Jamás se le habría ocurrido decir algo como “y ahora paso a describirles el ciclotrón”, porque aún no se había acuñado el término. Pero, según los entendidos, a partir de las palabras y experimentos con que las acompañaba, bien podría pensarse que se refería a un antepasado del acelerador de partículas.

      Tampoco hablaba de “microscopios electrónicos, rayos cósmicos, radio de tubos de vacío o rayos X”. Cuando describía una de esas lámparas de vacío que en el futuro se considerarían como precursoras del audión, en lugar de radio, se hablaba de receptores de radiofonía, una técnica aún recién nacida. Cuando comentaba las embarulladas imágenes de placas fotográficas que había obtenido en el laboratorio, o se refería a la luz visible, o invisible, ni siquiera Roentgen sabía qué eran los rayos X y cuál habría de ser su utilidad. Y cuando Tesla consiguió una llama que, según sus propias palabras, “ardía sin combustible y no provocaba reacciones químicas”, probablemente estaba presentando un antecedente de lo que hoy conocemos como física del plasma.

      “Presento un nuevo enfoque para fenómenos que, hasta el momento, considerábamos como maravillosos y carentes de explicación”, aseguraría en el American Institute of American Engineers.

      La chispa de una bobina de inducción, la luminosidad de una lámpara incandescente, los efectos mecánicos atribuibles a imanes y fuerzas de corrientes han dejado de ser fenómenos que superan los límites de nuestro entendimiento; en lugar de considerarlos incomprensibles como antes, su observación nos indica que responden a un sencillo mecanismo y, si bien sólo caben conjeturas en cuanto a su esencia, tenemos la corazonada de que la verdad no tardará en salir a la luz y, casi de forma instintiva, sabemos que tenemos la explicación al alcance de la mano. Admiramos esos maravillosos fenómenos, esas extrañas fuerzas, pero ya no nos dejan boquiabiertos…[1]

      Hablaba de la misteriosa fascinación de la electricidad y el magnetismo, que “con su comportamiento en apariencia dual, único entre las fuerzas de la naturaleza con sus fenómenos de atracción, repulsión y rotación, parecen ignotas manifestaciones de agentes misteriosos”, que estimulan y avivan nuestras ansias de saber.

      Pero, ¿cómo explicarlos?:

      Creo que la explicación más probable y plausible para la mayoría de estos fenómenos reside en el mundo microscópico de las moléculas y los átomos que giran y saltan de órbita en órbita, tan parecido por otra parte a los cuerpos celestes que contemplamos, portadores y, muy probablemente, agitadores del éter o, en otras palabras, portadores de cargas estáticas. La rotación de tales moléculas y del éter genera esfuerzos o tensiones electrostáticas. El equilibrio de esas tensiones del éter desencadena otros movimientos o corrientes eléctricas a su vez, y la trayectoria orbital que siguen es la causa del magnetismo eléctrico y permanente.

      Sólo habían pasado tres años desde que, ante los mismos profesionales, presentara el sistema generador de energía que habría de revolucionar la industria y llevar la luz eléctrica hasta los hogares más remotos. Ante una audiencia entregada, mediante juegos de luz y efectos luminosos, explicaba las investigaciones que había realizado sobre la electricidad.

      La iluminación de la tarima desde la que disertaba la producían unos espléndidos tubos de luz llenos de gas, algunos de los cuales, de cristal de uranio, eran fosforescentes para dar más brillo aún: parientes lejanos de las luces fluorescentes que ahora conocemos. Tesla nunca las patentó ni las comercializó. Habrían de pasar cincuenta años antes de que saliesen a la venta. Para sus conferencias, solía curvar los tubos y escribir los nombres no sólo de otros renombrados científicos, sino los de sus poetas serbios preferidos.

      Vuelto hacia una de las mesas, el orador seleccionaba uno de los muchos y delicados objetos que había a su alrededor.

      Aquí tienen un tubo de cristal normal, del que hemos extraído el aire en parte –decía–. Lo sostengo en la mano, pongo mi cuerpo en contacto con un cable por el que circula una corriente alterna de alto voltaje, y verán que el tubo resplandece. Sea cual sea la posición en que lo mantenga, lo mueva hacia donde lo mueva, por mucho que me aleje, su suave y agradable resplandor persistirá sin perder luminosidad.[2]

      En el momento en que el tubo comenzó a brillar, enviando de paso un mensaje tranquilizador acerca de la corriente alterna, el “profesor” Brown, un infiltrado de Edison, se levantó con sigilo y se escabulló de la sala. Cuando le contase lo que acababa de ver, su jefe se pondría fuera de sí. George Westinghouse, que había llegado desde Pittsburgh para asistir a la conferencia, inclinó la cabeza haciendo un gesto de aprobación y sonrió.

      Tesla mostró a continuación sus lámparas sin cables o sin electrodos, alimentadas por inducción cuando se acoplaban a un generador de alta frecuencia inventado por él, uno más de sus hallazgos tras constatar que, a presión reducida, los gases se convertían en magníficos conductores. Como observaron los asistentes, aunque las trasladase a cualquier parte del recinto, las lámparas seguían funcionando como por arte de magia. Nunca exploró las posibilidades comerciales, pero se trata de un campo que, ochenta años después, seguía siendo objeto de investigación, como atestiguan algunas patentes recientes.

      Roland J. Morin, ingeniero jefe de Sylvania GTE International, de Nueva York, escribiría más adelante: “Estoy convencido de que las demostraciones que (Tesla) llevó a cabo de estas fuentes de luz durante la Exposición de Chicago en 1893 representaron el punto de partida para que el Dr. McFarlan Moore pusiese a punto y anunciase la comercialización de las lámparas fluorescentes…”.

      Siempre generoso hacia los científicos que habían allanado el camino, Tesla reconoció la deuda que tenía contraída con sir William Crookes, quien, en la década de 1870, había ideado una válvula de vacío con dos electrodos en su interior. En alusión a “ese mundo inexplorado” (que, más tarde, se identificaría como un flujo de electrones), se extendió sobre los resultados conseguidos con corrientes alternas de altos voltajes y frecuencias.

      Con sorpresa, hemos observado que la energía eléctrica de la corriente alterna que circula por un cable se nos revela no tanto en el propio tendido como en el espacio que lo rodea, manifestándose en forma de calor, luz, energía mecánica y, lo más llamativo, como afinidad química.

      Luego posó sus dedos largos en otro objeto.

      Aquí tenemos una lámpara vacía que pende de un solo hilo… Si la tomo en mis manos y coloco una lenteja de platino sobre ella, veremos que el metal se torna incandescente.

      Veamos ahora esta bombilla conectada a un cable; si toco el casquillo de metal, observaremos las espléndidas tonalidades de la luz fosforescente que se producirá en su interior.

      Reparen en cómo, aislado encima de esta tarima, pongo mi cuerpo en contacto con uno de los bornes por los que circula la corriente que produce esta bobina secundaria de inducción


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