La Sombra Del Campanile. Stefano Vignaroli

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La Sombra Del Campanile - Stefano Vignaroli


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mastondónticas sin el mínimo esfuerzo. Observa los romanos, cuando llegaron para conquistar Egipto, no se podían explicar cómo habían hecho los egipcios, mucho tiempo antes de su llegada, para construir obras colosales, como las pirámides y la esfinge. Los enormes bloques de piedra con los que habían sido construidos no podían ser movidos ni siquiera por un centenar de esclavos que trabajasen juntos.

      ―¿Quieres decir que...?

      ―No quiero decir nada: extrae tus propias conclusiones.

      Lucia cada día estaba más fascinada por los discursos de la abuela. Las disquisiciones sobre el cerebro la habían entusiasmado, pero incluso estaba más interesada por la curación de enfermedades con las hierbas medicinales. Durante la primavera, muchas veces con la abuela había ido de nuevo hasta Colle del Giogo, pero también en la campiña y en los bosques en torno a Jesi, para la recolección de hierbas medicinales. Cada vez la abuela le explicaba las propiedades y el uso de una determinada hierba: el beleño, la trementina, el regaliz, la peligrosa belladona. Elena había prometido a Lucia que, a partir del final del verano y durante todo el otoño siguiente, le enseñaría a reconocer las setas, a distinguir las comestibles de las venenosas, a prevenir y curar las intoxicaciones debidas a éstas últimas, y cómo utilizar las esporas de determinados hongos sobre las heridas infectadas. Pero en esos últimos días de primavera, el curso de la historia había dado un giro por lo que, en aquel momento, se encontraba asistiendo al joven Franciolini, herido por los enemigos de la ciudad.

      Ya hacía más de diez días que Lucia estaba atareada junto a la cabecera de la cama de Andrea cuando el muchacho recuperó el conocimiento. Cuando éste abrió los ojos Lucia se sintió observada de manera extraña. Leía en aquellos ojos el desconcierto del joven que, quizás, creía que ya estaba muerto, que había llegado al paraíso y tenía un ángel que le cuidaba. Es verdad, era un noble y, como tenía servidores en la Tierra, seguramente su cabeza lo llevaba a pensar que tendría sirvientes allí, en el Paraíso. Pero luego, poco a poco, Lucia comprendió que Andrea estaban comenzando a reconocer las paredes, los muebles y los adornos de su habitación.

      ―¿Quién eres, que me cuidas, sin que yo te conozca? ¿Qué le ha ocurrido al resto de mi familia? ¿Y mis siervos? ¿Dónde está Alí? ¡Que te parta un rayo, miserable turco! Cuando lo necesito siempre se las ingenia para desaparecer, a lo mejor lo encuentras con el culo hacia arriba rezando a su dios… ―comenzó a decir Andrea, con las mejillas enrojecidas por la fiebre, agitándose de tal manera que un acceso convulso de tos consiguió interrumpir la mitad de su discurso. Lucia cogió la mano del joven entre las suyas, intentando tranquilizarlo y, al mismo tiempo, gozando de su contacto físico.

      ―Debéis estar tranquilo o caeréis de nuevo en la inconsciencia y en el delirio febril. Y no debéis despotricar contra Alí. ¡Si no fuese por él estaríais bajo tierra! En cuanto a mi… bueno, yo soy Lucia Baldeschi, vuestra prometida ―al pronunciar estas palabras un leve enrojecimiento se apoderó de los pómulos de la muchacha, que pudo en ese momento hundir sus ojos color avellana en los azules del muchacho, ojos magnéticos, que atraían su rostro, sus labios y todo su cuerpo hacia él.

      ―No imaginaba que el Cardenal me tuviese reservado un regalo semejante. ¿No me estáis mintiendo? El enemigo nos ha arrollado antes de llegar al palacio del Cardenal, ¡y creo que esto no es ajeno a la emboscada!

      Con la ayuda de la rabia que sentía se levantó un poco y Lucia se apresuró a colocarle las almohadas detrás de la espalda para ayudarle a sostenerse.

      ―¡Debía haber imaginado que era un truco, además de un matrimonio político! Vuestro tío se ha puesto de acuerdo con los enemigos para matar a mi padre, a mí, dispersar mi familia y centralizar en él los poderes civil y religioso, después de haber pagado con dinero a los invasores. Pero ¿qué invasores? ¡El Duca de Montacuto y el Archiduque de Urbino seguro que estaban de acuerdo con él! Apuesto a que tampoco se sabe dónde está mi madre, quizás ha sido raptada, o quizás también ha sido asesinada por el enemigo. ¿Y tú? ―después e haber usado el usted de cortesía había vuelto a tutear a Lucia, como se hacía con los siervos. ―No eres la sobrina del Cardenal Baldeschi, no puedes serlo, él no permitiría nunca que su sobrina estuviese a mi lado. Tú eres una sirvienta, una mujerzuela enviada por el Cardenal porque todavía no estoy muerto y debes elegir la ocasión adecuada para acabar conmigo. ¡Venga, coraje! ¿Dónde escondes el puñal? Clávalo en mi pecho y acabemos de una vez por todas, de todas formas estas heridas me llevarán a la muerte en pocos días. Será mejor acortar el sufrimiento.

      Mientras hablaba de esta manera cogió el brazo de Lucia y lo atrajo hacia sí. Se encontraron con sus respectivos rostros a poquísima distancia el uno del otro, cada uno sentía el respiro jadeante del otro acariciar sus mejillas. Lucia leyó en los ojos del joven Franciolini el miedo a morir no la maldad. El instinto hubiera sido el de retirarse, en cambio reaccionó al contrario, apoyó con cuidado sus labios sobre los de él. No tuvo tiempo ni de sentir la aspereza de la barba no afeitada desde hacía días que fue abrumada por un torbellino de lenguas que se entrelazaban, manos que buscaban la piel desnuda bajo los vestidos, caricias que la aislarían de la realidad para alcanzar alturas celestiales y luego sensaciones nunca sentidas, hasta alcanzar un inmenso placer, acompañado, sin embargo, de un profundo dolor. Ahora era su sangre y provenía de las partes íntimas violadas por aquel dulce encuentro; nunca había sentido nada igual en su vida pero se sentía satisfecha.

      ―¿Cómo se os ha podido siquiera ocurrir que yo estuviese aquí para mataros? Os amo, os he amado desde el primer momento en que os he visto, hace algunos días, cuando salíais de este palacio montado en vuestro caballo. Os he salvado la vida, os he curado y ahora me habéis convertido en mujer y yo os estoy agradecida.

      Acabó de librarse de los vestidos y, completamente desnuda, se metió en la cama al lado de su amor. Le abrió el camisón, comenzó a acariciarle el pecho, a besárselo, luego cogió su mano y la guió para acariciar sus túrgidos senos. Y hubo besos y caricias y suspiros durante interminables y mágicos minutos. Luego ella se puso a horcajadas sobre su vientre y, guiada por su instinto que le decía que actuase de esa manera, comenzó a balancearse arriba y abajo, al principio lentamente, para luego aumentar el ritmo de forma progresiva, hasta llegar de nuevo al orgasmo.

      El orgasmo provocó que Andrea se sumergiese de nuevo en la inconsciencia. La muchacha habría querido hablarle con dulzura pero con el claro objetivo en su mente de llevar el tema hasta los símbolos ligados al extraño pentáculo de siete puntas, visto en los subterráneos de la catedral, vuelto a ver sobre el portal de Palazzo Franciolini y nombrado por Andrea en sus delirios. Había tantos temas de los que hubiera querido hablar con él, ahora que había vuelto en sí, pero en ese momento era imposible.

      Mientras Lucia recuperaba sus vestidos del suelo y se volvía a arreglar, sintiendo todavía en sus entrañas sensaciones que estimulaban la palpitación de su zona íntima, a sus orejas llegaron voces excitadas desde la entrada del palacio.

      ―¡No podéis entrar en esta mansión, no tenéis permiso! ―estaba gritando Alí. Luego su voz se debilitó hasta apagarse.

      ―Arrestad al moro, matadlo si opone resistencia. Y registrad el edificio. El Cardenal quiere enseguida a la condesita Lucia en palacio. En cuanto al joven Franciolini, si todavía está vivo, arrestadlo sin hacerle daño. Deberá ser procesado por alta traición y herejía. No lo mataremos nosotros sino la justicia, aquella divina y la de los hombres. Y el castigo será ejemplar para hacer comprender al pueblo a quien debe someterse: ¡a Dios y a su Santidad el Papa!

      Lucia había reconocido la voz de quien había pronunciado estas últimas palabras, el dominico Padre Ignazio Amici, que junto con su tío presidía el tribunal local de la Inquisición, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par y en su arco se dibujaron las sonrisas desdeñosas y satisfechas de dos guardias armados.

      La cultura es la única cosa que nos hace felices

      (Arnoldo Foà)

      El sonido insistente del despertador consiguió catapultar de nuevo a Lucia a la realidad cotidiana. Con la misma mano con la que había logrado


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