La Sombra Del Campanile. Stefano Vignaroli
Читать онлайн книгу.los últimos tiempos lo hacía incluso antes de abandonar la cama. Luego llegaba hasta el baño con el palito humeante en la boca, se dedicaba a asearse y a maquillarse aspirando de vez en cuando una calada de humo, echaba la colilla al váter y se iba a la cocina para prepararse el café, después del cual se encendía otro cigarrillo, concentrándose sobre el nuevo día de trabajo que le esperaba. En el puesto de trabajo no se permitía fumar de ninguna manera por lo que, si ocasionalmente le pasaba por la cabeza que aquel vicio a la larga sería muy nocivo, consideraba superado cualquier reparo mientras miraba la punta roja iluminarse cada vez que inhalaba.
¡Mi cuerpo necesita su dosis de nicotina, diga lo que diga ese puritano del decano de la fundación!, se encontraba a menudo pensando Lucia, encendiéndose el tercer cigarrillo del día, el que le permitía la satisfacción de llegar a una hora decente antes de la pausa prevista para el desayuno. En el año 2017 la primavera había sido muy lluviosa y, a pesar de que era a finales del mes de mayo, la temperatura todavía no había alcanzado la media estival; así que, sobre todo por la mañana a la hora de salir, todavía hacía fresco y era difícil decidir cuán fuese el vestido más adecuado para ponerse. Una rápida ojeada al guardarropa, mientras se ponía unos leotardos ligeros, color carne, casi invisibles, la decisión cayó ese día sobre un vestido rojo de manga larga pero no invernal, de la largura adecuada para dejar descubiertas las piernas poco más arriba de las rodillas. Un poco de carmín, un cepillado a los cabellos castaños naturalmente ondulados, un poco de lápiz de ojos para resaltar el color avellana de sus ojos, una última calada al cigarrillo, cuya colilla estaba perfectamente puesta en el cenicero, y Lucia Balleani, veintiocho años, un metro y setenta y cinco centímetros de belleza austera, además de inalcanzable para el común de los mortales, licenciada en Lettere Antiche7 , especializada en historia medieval, estaba lista para enfrentarse al impacto con el ambiente exterior. Era la última descendiente de una noble familia de Jesi, los Baldeschi-Balleani y, por ironías del destino, a pesar de su nacimiento nunca había conseguido vivir y habitar en la suntuosa residencia de la familia en la Piazza Federico II, ni tampoco en la estupenda villa en las afueras de Jesi, ahora se encontraba trabajando en aquel palacio. Había aceptado de buena gana el encargo que le había hecho la Fundación Hoenstaufen, que había encontrado allí su sede natural, justo en la plaza en que la tradición dice que, en el año 1194, había nacido Federico II de Svevia, príncipe y más tarde Emperador de la casa Hoenstaufen. Como todas las familias nobles, a partir de los años 50 del siglo pasado, con el final de la aparcería, con el fin de los inmensos latifundios agrarios heredados desde tiempos inmemoriales, ni siquiera los Baldeschi-Balleani fueron inmunes a jugarse la mayor parte de los bienes familiares, vendiéndolos o mal vendiéndolos al mejor postor, con tal de mantener el estilo de vida al que estaban habituados. La rama de los Baldeschi, un poco más sabia, se había mudado en parte a Milano, donde habían puesto en pie una pequeña pero rentable empresa de diseño y arquitectura, en parte a Umbria, donde gestionaba una soleada casa rural en medio de las verdes colinas de Paciano. A la rama de los Balleani le habían caído las migajas y el padre de Lucia continuaba con tenacidad y poco provecho a sacar adelante la hacienda agrícola que consistía en trozos de terreno esparcidos entre las campiñas de Jesi y Osimo. Lucia era una muchacha, además de hermosa, realmente inteligente. Gracias a los sacrificios del padre había podido hacer el bachillerato en Bologna y licenciarse con muy buenas notas. Su pasión era la historia, en especial la medieval, quizás porque sentía fuertemente, dentro de ella, por un lado la pertenencia a la ciudad que había visto nacer a uno de los más ilustres emperadores de la historia y por otro a la familia que, por primera vez, había dado un Signore8 a Jesi. De hecho, había sido la gibelina familia Baligani (el apellido se había transformado con el tiempo en Balleani) la que en el año 1271 había instituido la primera Signoria en Jesi. Con muchos contratiempos, Tano Baligani, a veces con el bando de los güelfos, otras con el bando de los gibelinos, según de donde soplase el viento, había intentado conservar el dominio de la ciudad, contra otras familias nobles, en particular contra los Simonetti, los cuales también habían tomados las riendas del mando de la ciudad en ciertas épocas. En los dos siglos siguientes los Balleani se emparentarían con la familia Baldeschi, que había dado a la ciudad algunos Obispos y Cardenales, con el fin de sellar un tácito acuerdo entre güelfos y gibelinos, sobre todo para hacer frente al enemigo exterior y contener las miras expansionistas de los Concejos9 limítrofes, en particular de Ancona pero también de Senigallia y Urbino. Y es por esta pasión suya que el decano de la fundación Hoenstaufen había querido contratar a Lucia para la reorganización de la biblioteca del palacio que había pertenecido a la noble familia. Biblioteca que se enorgullecía de piezas realmente raras, como una copia original del Códice Germánico de Tácito, pero que nunca se habían clasificado correctamente. Aparte de la clasificación de los libros allí presentes, Lucia tenía otros intereses, de los que había intentado hablar con el decano, como el de recopilar todas las fuentes históricas sobre la ciudad de Jesi presentes tanto en éstas como en otras bibliotecas de la zona, con el fin de imprimir una muy interesante publicación. O también la de cartografiar el subsuelo del centro histórico, rico de vestigios pertenecientes a la época romana, con el fin de conseguir una reconstrucción de la antigua ciudad de Aesis lo más parecida a la realidad.
―Tienes unas ideas muy buenas, eres joven y estás llena de entusiasmo, y te entiendo, pero la mayor parte de los accesos a los subterráneos está prohibido, dado que se debe pasar por los sótanos de palacios privados, cuyos propietarios la mayoría de las veces no dan su consentimiento.
El anciano decano escudriñaba a la muchacha con sus ojos gris verdoso desde detrás de las lentes de las gafas. La barba gris no lograba ocultar el sentimiento de desaprobación que sentía con respecto al cigarrillo electrónico, del que, de vez en cuando, Lucia aspiraba una calada de vapor denso y blanquecino, que en el transcurso de unos segundos se diluía en el aire de la habitación.
―No es necesaria la exploración física de los subterráneos. Se podría hacer que sobrevolase la ciudad un helicóptero para obtener registros con el radar. La técnica ahora es esta y da óptimos resultados ―intentaba insistir Lucia para ver realizados uno de sus más grandes sueños.
―Quién sabe cuánto dinero sería necesario para un proyecto de ese tipo. Tenemos fondos pero son bastante limitados. Italia todavía no ha salido de la crisis económica que la aflige desde hace años ¿y tú me quieres proponer unos proyectos faraónicos? La cultura es hermosa, soy el primero en afirmarlo, pero debemos mantener los pies en la tierra. Mira lo que puedes hacer explorando los subterráneos de este palacio. Comunican directamente con la cripta del Duomo, quién sabe si no podrás sacar a la luz algo interesante. Pero hazlo fuera de las horas por las que se te paga. Tu misión aquí está bien definida: ¡reorganizar la biblioteca! ―el decano estaba a punto de dejar a la muchacha cuando se dio la vuelta ―¡Una última cosa! Electrónico o no, aquí dentro no se fuma. Te agradecería que evitases usar ese chisme mientras trabajas.
Con un gesto teatral Lucia se sacó el cigarrillo del cuello al que estaba colgado con el cordoncito correspondiente, apagó el interruptor y lo volvió a poner en el estuche que metió dentro del bolso. Del mismo sacó un paquete de cigarrillos y el encendedor y llegó hasta el vestíbulo para ir a fumar en paz un auténtico cigarrillo en el exterior.
El martes 30 de mayo de 2017 se presentaba, desde primeras horas de la mañana, como una mañana tranquila, clara, de finales de primavera. El cielo estaba azul y, a pesar de que el sol estuviese todavía bajo, Lucia fue deslumbrada por la luz en cuanto cerró a sus espaldas el portal de su casa. Había encontrado un óptimo alojamiento, alquilando un apartamento reestructurado en Via Pergolesi, en el centro histórico, a unos cien metros de su puesto de trabajo. Pero lo que era más interesante para ella era el hecho de encontrarse justo en el palacio que había albergado, en la planta baja, una de las primeras imprentas de Jesi, la de Manuzi. El enorme salón destinado a tipografía había sido utilizado a través del tiempo para otros fines, incluso como gimnasio y sala de reuniones de algunos partidos políticos. Pero esto no le quitaba la fascinación a aquel sitio. Después de salir por el portón y haber atravesado un pequeño patio, Lucia habitualmente se demoraba mirando el arco por el que se salía a la antigua calle adoquinada, Via Pergolesi, en otro tiempo el Cardo Massimo de la época romana, luego renombrada Via delle Botteghe o Via degli Orefici, por las actividades prioritarias que se habían