Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville


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capté su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos sobre las diferentes vistas que pueden observarse en esta famosa ciudad. En seguida propuse yo fumar una pipa en sociedad; y él, sacando su tabaquera y su tomahawk, serenamente me ofreció una bocanada. Y entonces nos sentamos, intercambiando bocanadas de esa extraña pipa suya, y pasándola puntualmente entre nosotros.

      Si en el pecho del pagano todavía acechaba algo del hielo de la indiferencia hacia mí, esta agradable y afectuosa pipa que nos fumamos pronto lo derritió, y nos hizo compadres. Él pareció aceptarme con la misma naturalidad y espontaneidad que yo a él; y cuando terminamos de fumar apretó su frente contra la mía, me agarró alrededor de la cintura, y dijo que a partir de entonces estábamos casados; queriendo decir, a la manera de su país, que éramos amigos del alma: gustosamente moriría por mí si era necesario. En alguien del país, esta repentina llama de amistad hubiera parecido excesivamente prematura, algo de lo que desconfiar en alto grado; pero en este simple salvaje esas antiguas reglas no se aplicaban.

      Tras la cena, y otra charla y otra pipa en sociedad, fuimos juntos a nuestra habitación. Me obsequió su cabeza embalsamada; sacó su enorme bolsa de tabaco y, hurgando bajo el tabaco, sacó unos treinta dólares de plata; los extendió entonces sobre la mesa, y dividiéndolos mecánicamente en dos porciones iguales, empujó una de ellas hacia mí, y dijo que era mía. Yo iba a protestar; pero él me silenció echándolos en los bolsillos de mi pantalón. Dejé que allí quedaran. Entonces él procedió a sus oraciones vespertinas, sacó su ídolo y quitó la pantalla de papel de la chimenea. De ciertos gestos e indicaciones deduje que parecía deseoso de que yo me uniera; mas sabiendo bien lo que seguía a continuación, deliberé durante un momento si, caso que me invitara, debía aceptar o no.

      Yo era un buen cristiano; nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo podía, entonces, unirme a este salvaje idólatra en la adoración de su pedazo de madera? Aunque ¿qué es el culto?, pensé yo. ¿Acaso supones, Ismael, que el Dios magnánimo del Cielo y la tierra –incluyendo a los paganos también– puede en realidad estar celoso de un insignificante pedazo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué es el culto?... Hacer la voluntad de Dios... Eso es el culto. ¿Y cuál es la voluntad de Dios?... Hacer por mi hermano lo que quisiera que mi hermano hiciera por mí... Ésa es la voluntad de Dios. Ahora bien, Queequeg es mi hermano. ¿Y qué es lo que este Queequeg haría para mí? Pues unirse a mí en mi particular forma de culto presbiteriano. Consecuentemente, debo unirme a él en el suyo; luego debo volverme idólatra. Así que prendí las virutas; ayudé a erguir el inocente pequeño ídolo; le ofrecí bizcocho quemado junto a Queequeg; salamaneé ante él dos o tres veces; le besé la nariz; hecho lo cual, nos desvestimos y nos fuimos a la cama, en paz con nuestras conciencias y con el mundo entero. Pero no nos dormimos sin charlar un poco.

      No sé por qué es así; pero no hay lugar como una cama para revelaciones confidenciales entre amigos. El esposo y la esposa, dicen, allí abren el más profundo fondo de sus almas el uno al otro; y algunas viejas parejas a menudo están tumbadas y charlan sobre los viejos tiempos casi hasta la mañana. Así, entonces, en la luna de miel de nuestros corazones, estuvimos tumbados Queequeg y yo... Una pareja íntima y cariñosa.

      Capítulo 11

      Camisón

      Habíamos estado de esta manera tumbados en la cama, charlando y dormitando a cortos intervalos, y Queequeg de vez en cuando echando afectivamente sus tostadas piernas tatuadas sobre las mías, y retirándolas entonces de nuevo; así de enteramente sociables y cómodos estábamos; cuando finalmente, a causa de nuestras charlas, la poca somnolencia que quedaba en nosotros desapareció completamente, y nos entraron ganas de levantarnos de nuevo, aunque el despuntar del día todavía estaba algo lejos en el futuro.

      Sí, llegamos a sentirnos muy despiertos; tanto que nuestra postura yacente empezó a resultar agotadora, y poco a poco nos encontramos sentados; la ropa bien recogida a nuestro alrededor, apoyados contra el cabecero, con nuestras cuatro rodillas recogidas juntas, y nuestras dos narices inclinadas sobre ellas, como si nuestras rótulas fueran calientacamas. Nos sentíamos muy bien, muy a gusto, más aún al hacer tanto frío en el exterior de la casa; también, de hecho, en el exterior de la ropa de cama, dado que no había fuego en la habitación. Más aún, digo, porque para disfrutar en verdad del calor corporal alguna pequeña parte tuya debe estar fría, pues no hay cualidad en este mundo que no sea lo que es sino por contraste. Nada existe en sí mismo. Si te persuades a ti mismo de que estás enteramente cómodo, y lo has estado durante mucho tiempo, entonces no se puede decir que sigas estando cómodo. Pero si, como Queequeg y yo en la cama, la punta de tu nariz, o tu coronilla, está ligeramente fría, bueno, entonces, efectivamente, en la conciencia integral te sientes de lo más deliciosa e inequívocamente cálido. Por esta razón, una estancia para dormir nunca debe estar provista de un fuego, que es una de las lujosas incomodidades de los ricos. Pues la cumbre de esta clase de exquisitez es no tener nada excepto la manta entre tú y tu bienestar y el frío del aire exterior. Entonces allí descansas como la única chispa cálida en el corazón de un cristal ártico.

      Habíamos estado sentados de esta agazapada manera durante cierto tiempo, cuando de pronto pensé en abrir los ojos; puesto que entre las sábanas, sea de día o de noche, y esté dormido o despierto, tengo la costumbre de mantener siempre los ojos cerrados, con objeto de concentrar lo más posible el bienestar de estar en cama. Y es que ningún hombre puede sentir alguna vez cabalmente su propia identidad a no ser que sus ojos estén cerrados; como si la oscuridad fuera, de hecho, el genuino elemento de nuestras esencias, aunque la luz sea más del gusto de nuestra parte arcillosa. Al abrir los ojos, por tanto, y salir fuera de mi propia agradable y autocreada oscuridad, hacia la impuesta y tosca lobreguez exterior de las no iluminadas doce de la noche, experimenté una desagradable revulsión. Y no me opuse en absoluto a la insinuación de Queequeg de que, dado que estábamos tan despiertos, quizá fuera mejor encender una luz; siendo que, además, él sentía un fuerte deseo de echar unas plácidas bocanadas en su tomahawk. Sea dicho que a pesar de que yo había sentido tan intensa repugnancia a su fumar en cama de la noche anterior, ved, no obstante, qué elásticos se toman nuestros rígidos prejuicios una vez que el amor llega a combarlos. Pues ahora nada me gustaba más que tener a Queequeg fumando junto a mí, incluso en la cama: tal era la serena dicha doméstica de que él en esos momentos parecía estar colmado. No me sentía ya indebidamente inquieto por la póliza de seguros del posadero. Sólo estaba atento a la concentrada y confidencial confortabilidad de compartir una pipa y una manta con un verdadero amigo. Con nuestras peludas cazadoras echadas sobre los hombros, pasamos ahora el tomahawk del uno al otro, hasta que lentamente se formó sobre nosotros un suspendido dosel de humo azul, iluminado por la llama de la lámpara nuevamente encendida.

      No sé si fue este undulante dosel el que hizo al salvaje trasladarse hacia sucesos muy lejanos, pero ahora habló de su isla nativa; y, deseando escuchar su historia, le rogué que continuara y la narrara. Aceptó de buen grado. A pesar de que en aquel entonces yo apenas comprendía malamente no pocas de sus palabras, no obstante, posteriores revelaciones, cuando ya me hube familiarizado más con su quebrada fraseología, me permiten presentar ahora la historia completa, tal como puede verificarse en el mero esqueleto que aporto.

      Capítulo 12

      Biográfico

      Queequeg era nativo de Kokovoko, una isla muy lejos al oeste y al sur. No está recogida en ningún mapa; los lugares auténticos nunca lo están.

      Siendo un salvaje recién incubado, que correteaba montaraz por sus bosques nativos con un taparrabos de hierbas, seguido por cabras rumiantes como si fuera un verde brote; incluso entonces, en la ambiciosa alma de Queequeg se ocultaba el intenso deseo de ver algo más de la cristiandad que uno o dos especímenes de ballenero. Su padre era un gran jefe, un rey; su


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