Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville


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nieve, todo relucientes en el claro aire frío. Colinas y montañas enormes de toneles estaban apiladas sobre sus muelles y, unos al lado de otros, los barcos balleneros que recorren el mundo descansaban silenciosos, por fin fondeados a salvo; mientras, de otros aún llegaba un ruido de carpinteros y toneleros, con sonidos mezclados de fogatas y forjas para fundir la brea, todo ello indicando que había nuevos viajes en sus inicios; que una vez terminada una muy peligrosa y larga expedición, sólo comienza una segunda; y, concluida una segunda, sólo comienza una tercera, y así por siempre jamás. Tal es la interminabilidad, sí, la intolerabilidad, de todo terrenal esfuerzo.

      Ganando aguas más abiertas, el viento moderado aumentó a fresco; el pequeño paquebote lanzó al aire la vivaz espuma desde su proa, lo mismo que un joven potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo inhalé aquel aire tártaro!... ¡Cómo desdeñé aquella tierra sujeta a peaje!... Ese común camino, todo él mellado con las marcas de serviles talones y pezuñas; y me volteé a admirar la magnanimidad del mar, que no admite registros.

      En la misma fuente de la espuma, Queequeg parecía beber y balancearse junto a mí. Sus sombreadas aletas nasales se expandían; mostraba sus afilados y puntiagudos dientes. Volamos y volamos; y al alcanzar nuestra salida a mar abierto, el paquebote hizo honor a la ventada: inclinó y sumergió su proa como el esclavo ante el sultán. Tumbándose lateralmente, lateralmente nos lanzamos: cada filástica tirante como un alambre, los dos grandes mástiles combándose como caña índica en terrestres tornados. Tan inmersos estábamos en esta mareante escena, mientras permanecíamos en el bauprés que se zambullía, que durante cierto tiempo no nos fijamos en las miradas de burla de los pasajeros, un grupo de palurda apariencia que se maravillaba de que dos semejantes pudieran portarse tan amigablemente; como si un hombre blanco fuera en cuestión de dignidad algo más que un negro blanqueado. Pero había allí algunos majaderos y paletos que, dado lo muy verdes que estaban, debían haber venido desde el corazón de todo verdor. Queequeg sorprendió a uno de estos jóvenes retoños haciéndole burla a sus espaldas. Creí que había llegado la hora del Juicio para el paleto. Soltando su arpón, el oscuro salvaje lo tomó en sus brazos y, con una destreza y fortaleza casi milagrosas, lo lanzó físicamente a lo alto en el aire. Golpeando entonces levemente su trasero en mitad de una vuelta de campana, el tipo aterrizó con restallantes pulmones sobre sus pies, mientras Queequeg, dándole la espalda, encendía su pipa tomahawk y me la pasaba para que echara una bocanada.

      —¡Mi capitán! ¡Mi capitán! –gritó el paleto, corriendo hacia el oficial–. ¡Mi capitán, mi capitán, es el diablo!

      —Oiga, usted, señor –gritó el capitán, un famélico hijo del mar, avanzando hacia Queequeg–, ¿qué truenos intenta con eso? ¿No se da cuenta de que podría haber matado a ese tipo?

      —¿Qué decir él? –dijo Queequeg mientras se volvía suavemente hacia mí.

      —Él decir –dije yo– que tú estar cerca de matar-i a ese hombre –señalando al todavía temblante pipiolo.

      —¡Matar-i! –gritó Queequeg, contrayendo su rostro tatuado en una sobrenatural expresión de desdén–, ¡ah!, él mucho pequeño-i pez-i; Queequeg no matar-i pequeño-i pez-i; ¡Queequeg matar-i gran ballena!

      —Mire usted –bramó el capitán–, yo mataré-i usted, usted, caníbal, si intenta hacer otra exhibición aquí a bordo; así que ándese con ojo.

      Pero justo entonces sucedió que al capitán le llegó el momento de andarse con ojo propio. La enorme tensión sobre la vela mayor había roto la escota de barlovento, y la tremenda botavara estaba ahora volando de lado a lado, barriendo enteramente toda la parte posterior de la cubierta. El pobre tipo al que Queequeg había tratado con tanta rudeza fue arrojado por la borda, toda la tripulación estaba presa del pánico, e intentar agarrar la botavara para fijarla parecía una locura. Volaba de derecha a izquierda, y de nuevo de vuelta, casi en un tictac de reloj, y cada instante parecía estar a punto de troncharse en astillas. Nada se hacía y nada parecía poder hacerse; los que estaban en cubierta se desplazaron apresuradamente hacia proa, y se quedaron observando el botalón como si fuera la mandíbula inferior de una ballena exasperada. En medio de esta conmoción, Queequeg se dejó caer hábilmente de rodillas y, gateando bajo el recorrido de la botavara, se hizo con un cabo, aseguró un extremo a la amurada, y lanzando el otro como un lazo, lo pasó alrededor de la botavara cuando ésta pasaba sobre su cabeza, y en el siguiente tirón la percha quedó de esta forma sujeta, y todo quedó a salvo. La goleta se metió en viento, y mientras los tripulantes estaban preparando el bote de popa, Queequeg, desnudo de cintura para arriba, se lanzó desde el costado haciendo un arco largo y ágil en el salto. Durante tres minutos o más se le vio nadando como un perro, echando sus largos brazos directamente ante él, y sacando a intervalos sus morenos hombros por entre la gélida espuma. Yo observaba al magnífico y glorioso individuo, pero no veía a nadie a quien salvar. El paleto se había sumergido. Alzándose a sí mismo perpendicularmente en el agua, Queequeg echó ahora una instantánea ojeada a su alrededor, y viendo aparentemente cuál era la situación exacta, se zambulló y desapareció. Unos minutos más y volvió a surgir, batiendo todavía un brazo, y arrastrando con el otro un bulto sin vida. La lancha pronto los recogió. El pobre palurdo fue revivido. Toda la tripulación decidió que Queequeg era un noble camarada; el capitán le pidió perdón. Desde ese momento yo me pegué a Queequeg como una lapa; sí, señor, hasta que el pobre Queequeg se dio su última larga zambullida.

      ¿Hubo alguna vez tanta llaneza? Él no pareció pensar que en modo alguno mereciera una medalla de las humanas y magnánimas sociedades. Sólo pidió agua... agua dulce... algo con lo que enjuagarse la salmuera; hecho lo cual, se puso ropa seca, encendió su pipa y, reclinándose contra la amurada y observando apaciblemente a los que le rodeaban, parecía estar diciéndose a sí mismo... «Es un mun­do de mutua sociedad anónima en todos los meridianos. Nosotros caníbales debemos ayudar a estos cristianos.»

      Capítulo 14

      Nantucket

      Nada adicional digno de mención ocurrió en el trayecto; así que, tras una buena travesía, arribamos sin novedad a Nantucket.

      ¡Nantucket! Sacad vuestro mapa y observadlo. Ved qué verdadero rincón del mundo ocupa; cómo está ahí, en alta mar, más solitario que el faro de Eddystone. Observadlo... Un mero montículo, un brazo de arena; todo playa, sin ningún soporte. Hay allí más arena de la que utilizaríais durante veinte años como substitutivo del papel secante. Algunos graciosos os dirán que allí tienen que plantar la maleza, que no crece de forma natural, que importan cardos del Canadá; que para taponar un derrame en un tonel de aceite tienen que mandar buscar un bitoque por mar; que en Nantucket los trozos de madera se llevan en procesión como los fragmentos de la Vera Cruz en Roma; que la gente planta allí hongos delante de las casas para meterse bajo su sombra en verano; que una hoja de hierba hace un oasis, tres hojas en un día de camino, una pradera; que llevan zapatos para arenas movedizas, algo parecido a las raquetas de nieve de los lapones; que están tan encerrados, enmurallados, en todo modo aislados, rodeados, y convertidos en una absoluta isla por el océano, que a veces, lo mismo que en las conchas de las tortugas marinas, se encuentran pequeñas almejas adheridas a las propias sillas y mesas. Pero estas extravagancias sólo demuestran que Nantucket no es Illinois.

      Atended ahora a la maravillosa historia tradicional de cómo esta isla fue colonizada por los pieles rojas. Así dice la leyenda. En tiempos ancestrales un águila descendió sobre la costa de Nueva Inglaterra, y se llevó en sus garras a un bebé indio. Con sonoros lamentos los padres observaron a su hijo transportado sobre las anchas aguas hasta perderse de vista. Decidieron seguir en la misma dirección. Partiendo en sus canoas, tras una peligrosa travesía, descubrieron la isla, y allí encontraron un pequeño cofre de marfil vacío... El esqueleto del pobre pequeño indio.


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