Tormento. Benito Pérez Galdós
Читать онлайн книгу.habrá sido de aquel bendito?».
Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmantelado establecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sin dejar sombra ni huella de sus pasadas glorias. Instálanse en una mesa y piden café y copas.
IDO DEL SAGRARIO.—(Con solemnidad, depositando sobre la mesa sus dos codos como objetos que habrían estorbado en otra parte.) Tan deseosos estamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta al relato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo la delantera o dejar que empieces tú.
ARISTO.—(Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada en una banqueta próxima a la suya.) Como usted quiera.
—Veo que tienes buena capa... Y corbata con alfiler como la de un señorito... Y ropa muy decente. Chico... tú has heredado. ¿Con quién andas? ¿Te ha salido algún tío de Indias?
—Es que tengo ahora, para decirlo de una vez, el mejor amo del mundo. Debajo del sol no hay otro, ni es posible que lo vuelva a haber.
—¡Bien, bravo! Un aplauso para ese espejo de los amos. ¿Pero es tan desordenado como aquel D. Alejandro Miquis?
—Todo lo contrario.
—¿Estudiante?
—(Con orgullo.) ¡Capitalista!
—Chico... me dejas con la boca abierta. ¿Es muy rico?
—Lo que tiene... (Expresando con voz y gesto la inmensidad.) no se acierta a contar.
—¡Otra que tal! ¿No te dije que Dios se había de acordar de ti algún día?.. Y dime ahora con franqueza: ¿cómo me encuentras?
—(Sin disimular sus ganas de reír.) Pues le encuentro a usted...
—(Con alborozo y soltando del inferior labio hilos de transparente baba.) Dilo, hombrecito, dilo.
—Pues le encuentro a usted... gordo.
—(Con inefable regocijo.) Sí, sí; otros me lo han dicho también. Nicanora asegura que aumento dos libras por mes... Es que la feliz mudanza de mi oficio, de mi carrera, de mi arte de vivir, ha de expresarse en estas míseras carnes. Ya no soy desbravador de chicos; ya no me ocupo en trocar las bestias en hombres, que es lo mismo que fabricar ingratos. ¿No te anuncié que pensaba cambiar aquel menguado trabajo por otro más honroso y lucrativo?... Tomome de escribiente un autor de novelas por entregas. Él dictaba, yo escribía... Mi mano un rayo... Hombre contentísimo... Cada reparto una onza. Cae mi autor enfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma, y ¡ras!, lo acabo y enjareto otro, y otro. Chico, yo mismo me asustaba. Mi principal dice: «Ido colaborador»... Emprendimos tres novelas a la vez. Él dictaba los comienzos; luego yo cogía la hebra, y allá te van capítulos y más capítulos. Todo es cosa de Felipe II, ya sabes, hombres embozados, alguaciles, caballeros flamencos, y unas damas, chico, más quebradizas que el vidrio y más combustibles que la yesca...; el Escorial, el Alcázar de Madrid, judíos, moriscos, renegados, el tal Antoñito Pérez, que para enredos se pinta solo, y la muy tunanta de la princesa de Éboli, que con un ojo solo ve más que cuatro; el Cardenal Granvela, la Inquisición, el príncipe D. Carlos, mucha falda, mucho hábito frailuno, mucho de arrojar bolsones de dinero por cualquier servicio, subterráneos, monjas levantadas de cascos, líos y trapisondas, chiquillos naturales a cada instante, y mi D. Felipe todo lleno de ungüentos... En fin, chico, allá salen pliegos y más pliegos... Ganancias partidas; mitad él, mitad yo... Capa nueva, hijos bien comidos, Nicanora curada (Deteniéndose sofocado...) yo harto y contentísimo, trabajando más que el obispo y cobrando mucha pecunia.
—¡Precioso oficio!
—(Tomando aliento.) No creas; se necesita cabeza, porque es una liornia de mil demonios la que armamos. El editor dice: «Ido, imaginación volcánica: tres cabezas en una». Y es verdad. Al acostarme, hijo, siento en mi cerebro ruidos como los de una olla puesta al fuego... Y por la calle cuando salgo a distraerme, voy pensando en mis escenas y en mis personajes. Todas las iglesias se me antojan Escoriales, y los serenos corchetes, y las capas esclavinas. Cuando me enfado, suelto de la boca los pardiezes sin saber lo que digo, y en vez de un carape, se me escapa aquello de ¡Con cien mil de a caballo! A lo mejor, a mi Nicanora la llamo Doña Sol o Doña Mencía. Me duermo tarde; despierto riéndome y digo: «Ya, ya sé por dónde va a salir el que se hundió en la trampa». (Con exaltación que pone en cuidado a Felipe.) Porque has de saber, amiguito, que hay una mina muy larga, hecha por los moros, la cual pone en comunicación la casa del Platero, vivienda de Antonio Pérez, con el convento de religiosas carmelitas calzadas de la Santísima Pasión de Pinto.
—Vaya que es larga de veras... (Disimulando la risa.) ¡Qué cosas! ¡En qué enredos se ha metido usted! Pero lo que importa es ganar dinero.
—¡Moneda! Toda la que quiero. Ahora me sale a ocho duros por reparto. Despabilo mi parte en dos días. Pronto trabajaré por mi cuenta, luego que despachemos la nueva tarea que se nos ha encargado ahora. El editor es hombre que conoce el paño, y nos dice: «Quiero una obra de mucho sentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien cargada de moralidad». Oír esto yo y sentir que mi cerebro arde es todo uno. Mi compañero me consulta... le contesto leyéndole el primer capítulo que compuse la noche antes en casa... ¡Hombre entusiasmado! Francamente, la cosa es buena. Figuro que rebuscando en unas ruinas me encuentro una arqueta. Ábrola con cuidado, y ¿qué creerás que hallo? Un manuscrito. Leo y ¿qué es?, una historia tiernísima, un libro de memorias, un diario. Porque o se tiene chispa o no se tiene... Puestos los dos en el telar, ya llevamos catorce repartos, y la cosa no acabará hasta que el editor nos diga: «¡ras, a cortar!». (Apurando la copa de coñac.) Francamente, este licor da la vida.
—(Mirando el reloj del café.) Es un poco tarde, y aunque mi amo es muy bueno, no quiero que me riña por entretenerme cuando llevo un recado.
—(Excitadísimo y sin atender a lo que habla Felipe.) Como te decía, he puesto en la tal obra dos niñas bonitas, pobres, se entiende, muy pobres, y que viven siempre con más apuro que el último día de mes... Pero son más honradas que el Cordero Pascual. Ahí está la moralidad, ahí está, porque esas pollas huerfanitas que solicitadas de tanto goloso, resisten valientes y son tan ariscas con todo el que les hable de pecar, sirven de ejemplo a las mozas del día. Mis heroínas tienen los dedos pelados de tanto coser, y mientras más les aprieta el hambre, más se encastillan ellas en su virtud. El cuartito en que viven es una tacita de plata. Allí flores vivas y de trapo, porque la una riega los tiestos de minutisa, y la otra se dedica a claveles artificiales. Por las mañanas, cuando abren la ventanita que da al tejado... Quisiera leértelo... Dice: «Era una hermosa mañana del mes de Mayo. Parecía que la Naturaleza...». (Con desvarío.) En esto tocan a la puerta. Es un lacayo con una carta llena de billetes de Banco. Las dos niñas bonitas se ponen furiosas, le escriben al marqués en perfumado pliego... y me le ponen que no hay por donde cogerlo. Total, que ellas quieren más la palma que el dinero. ¡Ah!, me olvidaba de decirte que hay una duquesa más mala que la mala landre, la cual quiere perder a las chicas por la envidia que tiene de lo guapas que son... También hay un banquero que no repara en nada. Él cree que todo se arregla con puñados de billetes. ¡Patarata! Yo me inspiro en la realidad. ¿Dónde está la honradez? En el pobre, en el obrero, en el mendigo. ¿Dónde está la picardía? En el rico, en el noble, en el ministro, en el general, en el cortesano... Aquellos trabajan, estos gastan. Aquellos pagan, estos chupan. Nosotros lloramos y ellos maman. Es preciso que el mundo... Pero ¿qué haces, Felipe, te duermes?
—(Despabilándose y sacudiéndose.) Perdone usted, Sr. D. José querido. No es falta de respeto; es que con lo poco que bebí de ese maldito aguardiente parece que la cabeza se me ha llenado de piedras.
—(Con creciente desazón febril, que rompe el último dique puesto a su locuacidad.) Si esto da la vida... si con este calorcillo que corre por mi cuerpo, tengo yo numen para toda la noche, y ahora