Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós


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todo a lo profundo. Así el polvo vuelve a la tierra después de haber usurpado en los aires el imperio de la luz; pero, ¡ay!, la tierra le envía de nuevo desafiando las energías poderosas que le persiguen, y esta alternativa de infección y purificación es emblema del combate humano contra el mal y de los avances invasores de la materia sobre el hombre, eterna y elemental batalla en que el espíritu sucumbe sin morir o triunfa sin rematar su enemigo.

      Por inveterada costumbre de dar órdenes, Rosalía no cerraba el pico durante el trabajo, aunque el de las otras dos mujeres fuera tal que no necesitase ninguna suerte de estímulo. La diligente amiga que la ayudaba oía su nombre cada medio minuto.

      «Amparo, ¿pero qué haces? Te tengo dicho que no empieces una cosa antes de acabar otra. Más fuerza, hija, más fuerza. Parece que no tienes alma... Vamos, vivo... Yo quisiera que todas tuvieran este genio mío... ¿Pero qué haces, criatura? ¿No tienes ojos?».

      A la criada, mujer seca y musculosa, no la dejaba tampoco en paz ni un solo momento.

      «Por Dios, Prudencia, mueve esos remos... ¡qué posma!... Es una desesperación... ¡Que siempre he de estar yo rodeada de gente así!».

      En tanto, el gran Thiers... digo, Bringas, allá en otra región de la descompuesta casa, no paraba ni callaba un solo instante.

      «Felipe, el martillo... Pero hombre, te quedas como un bobo mirando los retratos y no atiendes a lo que te digo... Dame la tuerca... Mira, allí está. Todo lo pierdes, todo se te olvida... ¡Qué cabeza, hijo, te ha dado Dios! Se lo contaré todo a tu amo para que te tire de las orejas y te despabile... ¿Qué se te ha perdido en la cómoda para que mires tanto a ella? ¡Ah!, las figuritas de porcelana... Vamos, hijo, formalidad. Aguanta ahora la escalera... ¡Eh!, chiquillo, trae las tenazas, el destornillador... pronto, menéate».

      Un viejo, protegido de la casa, ayudaba también; pero a este no se le permitía poner sus manos en nada, como no fuera para levantar grandes pesos, porque era muy torpe y en todas partes dejaba huella tristísima de su inhabilidad destructora.

      Muy a menudo uno de los consortes necesitaba del autorizado dictamen del otro para colocar cualquier objeto, y se oían a lo largo de aquel pasillo gritos y llamamientos como de quien pide socorro. «Bringas, ven, ven acá. No podemos colocar esta percha». O bien entraba Amparo sofocadísima en la sala, diciendo:

      «Don Francisco, que a estos clavos se le han torcido las puntas».

      —Hija, yo no puedo estar en todo. Esperar un poco.

      A pesar de ser tan supino el criterio decorativo de Bringas, este no se fiaba de sí mismo, y quería consultar con su mujer peliagudos problemas.

      «Rosalía... ven acá, hija... A ver dónde te parece que coloque estos cuadros. Creo que el Cristo de la Caña debe ir al centro».

      —Poco a poco; al centro va el retrato de Su Majestad...

      —Es verdad. Vamos a ello.

      —Se me figura que Su Majestad está muy caída. Levántala un poquito, un par de dedos. ¿Así?

      —Bien.

      —¿En dónde pongo a O'Donnell?

      —A ese le pondría yo en otra parte... por indecente.

      —¡Mujer...!

      —Ponle donde quieras.

      —Ahora colgaremos a Narváez... Por este lado irá el retrato de D. Juan de Pipaón. ¡Felipe!... ¿En dónde está ese condenado chico?

      Un momento después:

      «Bringas, Bringas, acude acá».

      —¿Qué hay?

      —¡Que se nos viene encima la percha!

      —Allá voy.

      —Bringas, entre las tres no podemos con la piedra del lavabo.

      —Que vaya el señor Canencia. Cuidado, cuidado... Canencia, eche usted allá una mano con mil demonios... ¡Cómo me rompan la piedra...!

      En presencia de estas dificultades, Bringas decía como Napoleón cuando supo que se había perdido la batalla de Trafalgar: «Yo no puedo estar en todas partes».

      Felipe Centeno, que servía a un pariente de D. Francisco, estaba allí aquel día como prestado para ayudar a los señores en su grande faena. Ni un momento de respiro le daban aquel señor tan activo y aquella dama, que era la misma pólvora. Si hubiera tenido tres cuerpos, no le bastaran para atender a todo: «Felipe, coge con mucho cuidado el florero y ponlo sobre el entredós. Ahora vamos a colocar los guardabrisas... Felipe, vete a la cocina y trae agua... Eh, Juanenreda, ven aquí; lleva la escalera a la alcoba, que vamos a emprenderla con la corona de la colgadura de la cama».

      ¡Qué fatigas!, pero al mismo tiempo, ¡qué triunfos!... Llegada la noche, satisfechos y envanecidos los dos esposos de su obra, se sentaban estropeadísimos, y la contemplaban lisonjeándose mutuamente con encomiásticas apreciaciones. «La sala ha quedado muy bien. ¡Lástima que no cupiera el árbol genealógico de los Pipaones y el Santo Tomás Apóstol, copia de Mengs!.. ¿No estará un poco alta la lámpara?... Para mañana quedarán algunos perfiles. La verdad es, hija, que tenemos una casa magnífica. ¡Vaya un golpe de gabinete! Mirado desde aquí, con toda la puerta abierta, tiene algo de regio. ¿No te parece que estás viendo la sala de Gasparini? Será ilusión, pero se podría jurar que está más guapo tu abuelo, y que luce más aquí con su uniforme de alabardero, haciendo juego con el manto rojo del Cristo de la Caña. La alfombra no tiene nada que pedir. Yo empalmé tan bien el pedazo que te dieron hace dos años en Palacio con el que lograste hace un mes, y casé con tanto cuidado las piezas, que no se conoce la diferencia de dibujo... Ya te podían haber dado la pareja completa de los candelabros de bronce... pero en aquella casa todo se hace con el mayor desorden... Las velas de colores dentro de los guarda-brisas hacen un efecto mágico. Si se encendieran parecería cosa de las Mil y una noches».

      La comida se trajo aquel día, por ser de mucho tráfago, de la fonda más cercana, y los niños, que habían pasado todo el día en la casa de Caballero, vinieron por la noche a acostarse. Enredaban tanto con la novedad de la casa y de su cuarto, que Rosalía tuvo que administrarles algunos azotes para que entraran en razón, y de esta suerte no concluyó sin lágrimas un día de tantas satisfacciones.

      En los sucesivos, el gozo, el orgullo, la hinchazón de los Bringas por las ventajas de su nuevo domicilio se manifestaban en el acto de enseñarlo y ofrecerlo a los amigos que les visitaban. D. Francisco y su señora acompañaban las visitas por toda la casa, mostrando pieza por pieza sin omitir ninguna, y encareciendo la holgura, la capacidad y adecuada aplicación de cada una.

      «Es la mejor casa de Madrid—decía con la nariz ahuecada Rosalía, guiando por aquellos laberintos a la señora de García Grande, su amiga cariñosa—. Yo digo que si la hubiéramos fabricado nosotros no habríamos repartido mejor todas las piezas».

      Uno y otro consorte se quitaban alternativamente la palabra de la boca para encomiar su casa, que era única y sin segundo, al decir de ambos; pues en este matrimonio, y particularmente en ella, se había arraigado la creencia de que los bienes propios eran siempre muy superiores a los que disfrutaban los demás tristes mortales.

      «Vea usted la alcoba, Cándida... ¡qué hermosa pieza y qué abrigadita! No entra aquí el aire por ninguna parte».

      —Note usted... rara vez se ve un estucado más bien puesto.

      —En este otro cuartito es donde yo me lavo. ¿Ve usted qué mono? Es pequeñín, pero sobra espacio.

      —Ya lo creo que sobra. Note usted estos pasillos. Si esto parece la Plaza de Toros... Lo menos tienen vara y media de ancho.

      —Aquí podrán correr caballos. En este cuarto es donde tengo mi costura, y aquí estaremos todo el día Amparo y yo. Sigue la habitación de Paquito, con luces al patio. Ahí tiene él sus libros tan bien puestitos, su mesa para escribir los apuntes de clase,


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