Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville


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con los más curtidos bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso.

      Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía un tanto apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en conjunto evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó en seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto que pronto se convirtiera en compañero mío de tripulación (aunque sólo compañero de dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré aquí a una pequeña descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara vez he visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada, haciendo resplandecer por contraste sus blancos dientes, mientras que en las profundas sombras de sus ojos flotaban algunas reminiscencias que no parecían darle mucha alegría. Su voz anunciaba en seguida que era un sueño y, por su buena estatura, pensé que debía ser uno de esos altos montañeses del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la disipación de sus compañeros llegó a su cumbre, el hombre se deslizó fuera, inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue mi camarada en el mar. Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus compañeros le echaron de menos, y como al parecer no se sabe por qué, era su gran predilecto, empezaron a gritar:

      ¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? —y salieron de la casa como flechas en su seguimiento.

      Eran entonces alrededor de las nueve, y como la sala parecía casi sobrenaturalmente callada tras de esas orgías, empecé a felicitarme por un pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran los marineros.

      A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.

      Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más aborrecía la idea de dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus lanas o linos, según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego, de lo más delicado. Empecé a sentir picores por todas partes. Además, se iba haciendo tarde, y mi decente arponero debería estar en casa y yendo rumbo a la cama. Supongamos ahora que cayera sobre mí a medianoche, ¿cómo podría yo decir de qué vil agujero venía?

      —¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero. No voy a dormir con él. Probaré este banco.

      —Como quiera; siento no poder dejarle un mantel como colchón, y esta tabla de aquí es muy áspera y molesta… —tocando los nudos y bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo un cepillo de carpintero ahí en el bar; espere, digo, y le pondré bastante a gusto.

      Diciendo así, buscó el cepillo, y con su viejo pañuelo de seda desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a alisarme la cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas volaban a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó contra un nudo indestructible. El patrón estuvo a punto de dislocarse la muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba bastante blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo podía convertir en edredón una tabla de pino. Así que, reuniendo las virutas con otra mueca, y echándolas a la gran estufa de en medio de la sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en negras reflexiones.

      Tomé entonces medidas al banco, y encontré que le faltaba un pie de largo, aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado, de modo que no se podían emparejar. Entonces puse el primer banco a lo largo del único espacio libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio para poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré que venía hacia mí tal corriente de aire frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan no iba a servir en absoluto, sobre todo, dado que otra corriente, desde la desvencijada puerta, salía al encuentro de la de la ventana, y ambas juntas formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata proximidad al lugar donde había pensado pasar la noche.

      «El demonio se lleve a ese arponero —pensé—, pero, un momento, ¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché.

      Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?

      Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse».

      Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero.

      —¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es éste? ¿Siempre vuelve a tan altas horas? —Ya eran casi las doce.

      El patrón volvió a risotear con su mezquina risita, y pareció enormemente divertido por algo que escapaba a mi comprensión.

      —No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador: se acuesta pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el gusano. Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios le hace retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su cabeza.

      —¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase de embauco me cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme, patrón, que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o mejor dicho, esta mañana de domingo, a vender su cabeza por la ciudad?

      —Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya le dije que no la podría vender aquí; que hay demasiadas existencias en el mercado. —¿De qué? —grité.

      —De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas en este mundo? —Escuche lo que le digo, patrón —dije, con toda calma—: sería mejor que dejase de contarme esos cuentos; no estoy tan verde. —Es posible —y sacó un palo y se puso a afilarlo en mondadientes—, pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si lo oyera hablar mal de su cabeza.

      —Yo se la romperé —dije, volviendo a encolerizarme ante esa inexplicable cháchara del patrón.

      —Ya está rota —dijo.

      —Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está rota?

      —Claro, y ésa es la razón por la que no puede venderla, me parece.

      —Patrón —dije, levantándome hacia él, tan frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve—: patrón, deje de afilar. Tenemos que entendernos usted y yo, y sin perder un momento. Llego a su casa y quiero una cama, y usted me dice que sólo puede darme media, y que la otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese arponero, a quien todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más mixtificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo tenga una sensación incómoda hacia el hombre que me señala como compañero de cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial hasta el mayor extremo. Ahora le pido que me explique y me diga quién y qué es ese arponero, y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para empezar, tendrá la bondad de retirar esa historia de que vende su cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia


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