Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville


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—dijo el patrón, dando un amplio respiro—, es un sermón bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo acaba de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (estupendas curiosidades, ya sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender cabezas humanas por las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo quería hacer el domingo pasado, pero yo se lo impedí en el momento en que salía por la puerta con cuatro cabezas en ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas.

      Esta explicación aclaró el misterio, inexplicable de otro modo, y demostró que el patrón, después de todo, no había tenido intención de burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un arponero que se quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el mismísimo santo día del Señor, ocupado en un asunto tan canibalesco como vender las cabezas de unos idólatras muertos?

      —Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero es hombre peligroso.

      —Paga con toda puntualidad —fue la réplica—. Pero vamos, se está haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la aleta de cola: es una buena cama. Sally y yo dormimos en esa cama la noche que nos juntamos. Hay sitio de sobra para que dos den patadas por esa cama; es una cama grande y todopoderosa. Bueno, antes de que la dejáramos, Sally solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero una noche tuve una pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam cayó al suelo y casi se rompió el brazo. Después de eso, Sally dijo que no estaba bien. Venga por aquí, le daré luz en un periquete. —Y diciendo así encendió una vela y me la alargó, disponiéndose a mostrarme el camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él exclamó, mirando el reloj del rincón—: Ya veo que es domingo; esta noche no verá al arponero: habrá echado el ancla en cualquier sitio; vamos allá, entonces: vamos, ¿no quiere?

      Consideré el asunto un momento, y luego subimos las escaleras, y me hizo entrar en un cuartito, frío como una almeja, y amueblado, desde luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante grande como para que durmieran cuatro arponeros en fila.

      —Ahí —dijo el patrón, poniendo la vela en un absurdo cofre de marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de centro—: ahí tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches.

      Aparté los ojos de la cama para mirarle, pero había desaparecido.

      Echando atrás la colcha, me incliné sobre la cama. Aunque no de lo más elegante, resistía bastante bien la inspección. Luego miré el cuarto alrededor; y además de la cama y la mesa del centro, no pude ver más mobiliario en aquel sitio si no una basta estantería, las cuatro paredes, y una pantalla de chimenea forrada de papel, representando a un hombre que arponeaba una ballena. De cosas que no pertenecieran propiamente al lugar, había una hamaca amarrada y tirada en un rincón por el suelo; y asimismo un gran saco de marinero, que contenía el guardarropa del arponero, en lugar de baúl de los de tierra adentro. Igualmente, había un paquete de anzuelos exóticos, de hueso de pez, en la estantería sobre la chimenea, y un largo arpón erguido a la cabecera de la cama.

      Pero ¿qué es eso que hay sobre el cofre? Lo levanté, lo acerqué a la luz, lo toqué, lo olí, y probé todos los modos posibles de llegar a alguna conclusión satisfactoria referente a ello. No puedo compararlo más que con un amplio felpudo de puerta, adornado en los bordes con pequeños colgajos tintineantes, algo así como las púas teñidas de puerco espín alrededor de un mocasín indio. En medio de esa estera había un agujero o hendidura, como se ve en los ponchos sudamericanos. Pero ¿sería posible que ningún arponero sobrio se metiese en una estera de puerta, y desfilase con esa clase de disfraz por las calles de una ciudad cristiana? Me lo puse para probármelo, y me pesó como un cuévano, por ser extraordinariamente erizado y espeso, y me pareció que también un poco mojado, como si el misterioso arponero lo hubiera llevado puesto un día de lluvia. Me acerqué con él a un pedazo de espejo pegado a la pared, y nunca vi tal espectáculo en mi vida. Me despojé de él con tanta prisa que me disloqué el cuello.

      Sentado en el borde de la cama, empecé a pensar en ese arponero vendedor de cabezas y en su estera de puerta. Después de pensar un rato en el borde de la cama, me incorporé, me quité el chaquetón, y me quedé entonces parado en medio del cuarto, pensando. Luego me quité la chaqueta, y volví a pensar un poco más en mangas de camisa. Pero como ya empezaba a sentir mucho frío, medio desnudo como estaba, y recordando lo que había dicho el patrón de que el arponero no volvería a casa en toda la noche por ser tan tarde, no enredé más, sino que me salí de un salto de los pantalones y las botas, y luego, soplando la vela, me eché de un tumbo en la cama, encomendándome al cuidado del cielo.

      No es posible saber si ese colchón estaba relleno de panochas de maíz o de vajilla rota, pero di vueltas un buen rato sin poder dormir durante mucho tiempo. Por fin, resbalé a un sopor ligero, y ya había navegado un buen trecho hacia la tierra de Duermes, cuando oí unos pesados pasos en el corredor, y vi un destello de luz que entraba en el cuarto por debajo de la puerta.

      «¡Válgame Dios! —pensé—, ése debe ser el arponero, el infernal vendedor de cabezas.» Pero me quedé completamente quieto, decidido a no decir una palabra hasta que me dijeran algo. Con una luz en una mano, y la mismísima cabeza de Nueva Zelanda en la otra, el recién llegado entró en el cuarto y, sin mirar a la cama, puso la vela muy lejos de mí en el suelo de un rincón, y luego empezó a desatar las cuerdas anudadas del gran saco que antes dije que había en el cuarto. Yo estaba ansioso de verle la cara, pero él la mantuvo apartada un rato mientras se ocupaba de desatar la boca del saco. Logrado esto, sin embargo, se volvió y… ¡Santo cielo!, ¡qué visión! ¡Qué cara! Era de color oscuro, purpúreo y amarillo, incrustada acá y allá de amplios cuadrados de aspecto negruzco. Sí; es como pensaba, es un temible compañero de cama; ha tenido una pelea, le han hecho unos cortes horribles, y aquí está, recién salido del médico. Pero en ese momento dio la casualidad de que se volvió hacia la luz, y vi claramente que no podían ser en absoluto parches de heridas esos cuadrados negros de sus mejillas. Eran manchas de alguna otra especie. Al principio, no supe cómo tomarlo, pero pronto se me ocurrió un asomo de la verdad. Recordé un relato sobre un blanco —también ballenero— que, al caer entre caníbales, había sido tatuado por éstos. Deduje que este arponero, en el transcurso de sus largos viajes, debía haber pasado por una aventura semejante. ¡Y qué es eso, pensé, después de todo! Es sólo su exterior; un hombre puede ser honrado en cualquier clase de piel. Pero entonces, ¿cómo entender ese color extraterrenal, esa parte suya, quiero decir, que queda a su alrededor, y que es completamente independiente de los cuadrados del tatuaje? Desde luego, no puede ser sino una buena capa de curtido tropical, pero nunca he oído decir que el curtido de un sol caliente convierta a un hombre blanco en amarillento y purpúreo. Sin embargo, yo nunca había estado en los mares del Sur, y quizá el sol de allá produjera esos extraordinarios efectos en la piel. Ahora, mientras todas esas ideas cruzaban por mí como un relámpago, el arponero no me observó en absoluto. Pero, después de hallar alguna dificultad para abrir el saco, empezó a hurgar a tientas en él, y por fin sacó una especie de hacha india y una bolsa de piel de foca con pelo y todo. Colocándolas en el viejo cofre de en medio del cuarto, tomó la cabeza de Nueva Zelanda —cosa sobradamente horrenda— y la encajó en el fondo del saco. Luego se quitó el sombrero —un sombrero nuevo de castor— y yo estuve a punto de gritar de sorpresa. No había pelo en su cabeza; al menos, no se podía hablar de él; nada sino un pequeño nudo retorcido en la frente. Su purpúrea cabeza calva ahora parecía completamente una calavera mohosa. Si el recién llegado no hubiera estado entre la puerta y yo, me habría lanzado por ella con más prisa que nunca me he lanzado sobre una comida.

      Aun así, pensé un momento en escurrirme fuera por la ventana, pero era un segundo piso. No soy cobarde, pero superaba en absoluto mi comprensión cómo entender a aquel granuja purpúreo que vendía cabezas. La ignorancia engendra al miedo, y yo, completamente abrumado y confundido sobre el recién llegado, confieso que le tenía ahora tanto miedo como si fuera el propio diablo que se hubiera metido así en mi cuarto en plena noche. Efectivamente, le tenía tanto miedo que no fui capaz de dirigirle la palabra para pedirle una


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