Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville


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de los mismos cuadrados que su cara; la espalda, también, estaba cubierta de los mismos cuadrados oscuros; parecía haber estado en una Guerra de los Treinta Años, y acabarse de escapar por ella con una camisa de parches de heridas. Aún más, hasta sus piernas estaban marcadas, como si un montón de oscuras ranas verdes subieran corriendo por unos troncos de palmeras jóvenes. Ahora estaba bien claro que debía ser algún abominable salvaje, o algo parecido, embarcado a bordo de un ballenero en los mares del Sur, y desembarcado así en este país cristiano. Me estremecí al pensarlo. ¡Un vendedor de cabezas, además; quizá las cabezas de sus propios hermanos! Se le podría antojar la mía. ¡Cielos!, ¡mira aquella hacha india!

      Pero no hubo tiempo de temblar, porque ahora el salvaje se dedicó a algo que fascinó por completo mi atención, y me convenció de que debía de ser, en efecto, un pagano. Acercándose a su pesado chaquetón con capucha, el Sobretodo o dreadnaught, que antes había colgado en una silla, hurgó en los bolsillos, y sacó al cabo de un rato una pequeña imagen, extraña y deformada, con una joroba en la espalda, y exactamente del color de un niño congoleño de tres días. Recordando la cabeza embalsamada, al principio creí que ese maniquí negro fuera un niño de verdad, conservado de algún modo semejante. Pero al ver que no era en absoluto blando, y que brillaba mucho, como ébano pulido, deduje que no debía de ser sino un ídolo de madera, como efectivamente resultó ser. Pues ahora el salvaje se acerca al vacío hogar y, apartando la pantalla empapelada, pone esa pequeña imagen jorobada, de pie como un bolo, entre los moribundos. Las jambas de la chimenea y todos los ladrillos de dentro estaban llenos de hollín, de modo que pensé que ese hogar resultaba un pequeño nicho o capilla muy apropiada para su congoleño ídolo.

      Fijé entonces atentamente los ojos en la imagen medio oculta, sintiéndome a la vez muy incómodo, para ver qué pasaba después. Primero saca un par de puñados de virutas del bolsillo del chaquetón, y los coloca cuidadosamente ante el ídolo; luego, poniendo encima un poco de galleta de barco, y aplicándole la llama de la lámpara, enciende las virutas en una llamarada sacrificial. Al fin, después de varias metidas apresuradas entre las llamas, retirando los dedos aún más apresuradamente (con lo que parecía quemárselos de mala manera), consiguió por fin retirar la galleta; y entonces, soplándola para enfriarla y para quitarle las cenizas, se la ofreció cortésmente al negrito. Pero no pareció que al pequeño demonio le apeteciera tan seco alimento: no movió en absoluto los labios. Todas esas extrañas gesticulaciones iban acompañadas de sonidos guturales, aún más extraños, por parte del devoto, que parecía rezar en una cantinela, o cantar alguna salmodia pagana, durante la cual contraía espasmódicamente la cara del modo menos natural. Finalmente, apagando el fuego, recogió el ídolo con muy poca ceremonia, y se lo volvió a embolsar en el bolsillo del chaquetón como si fuera un cazador echando al zurrón una becada muerta.

      Todas esas raras actividades aumentaron mi incomodidad, y, al ver que ahora mostraba fuertes síntomas de que acababa las operaciones de su asunto, y que se metería de un salto en la cama conmigo, pensé que era más que hora, ahora o nunca, antes que se apagara la luz, de romper la fascinación en que yo había quedado tanto tiempo sujeto.

      Pero el intervalo que empleé en deliberar qué decir fue fatal.

      Tomando de la mesa el hacha india, examinó un momento la cabeza, y luego, acercándola a la luz, sopló grandes nubes de humo de tabaco. Un momento después, la luz estaba apagada, y ese salvaje caníbal, con el hacha entre los dientes, saltaba a la cama conmigo. Lancé un grito, sin poderlo remediar; y él, con un súbito gruñido de asombro, empezó a tocarme.

      Tartamudeando no sé qué, me escapé de él hacia la pared, y luego le conjuré, quienquiera o cualquier cosa que fuera, a estarse quieto y dejarme levantar y encender la luz otra vez. Pero sus respuestas guturales me convencieron en seguida de que comprendía muy poco lo que yo quería decir.

      —¿Quién demonio usté? —dijo por fin—; usté no hablar, maldito, yo matarle.

      Y diciendo así, el hacha brillante empezó a gritar a mi alrededor en la sombra.

      —¡Patrón, por Dios, Peter Coffin! —grité—. ¡Patrón, despierte! ¡Coffin! ¡Ángeles, salvadme!

      —¡Hablar! ¡Decirme quién ser, o, maldito, matarte! —volvió a rezongar el caníbal, mientras que, al blandir horriblemente su hacha india, desparramaba calientes cenizas de tabaco sobre mí, hasta que creí que se me iba a incendiar la ropa. Pero, gracias a Dios, en ese momento entró el patrón en el cuarto, vela en mano, y yo, saliendo de un brinco de la cama, corrí hacia él.

      —No tenga miedo ahora —dijo, volviendo a sonreír—. Este Queequeg no le va a tocar un pelo de la cabeza.

      —Deje de sonreír —grité—: ¿por qué no me dijo que ese infernal arponero era un caníbal?

      —Pensé que lo sabía: ¿no le dije que iba vendiendo cabezas por la ciudad? Pero vuélvale la cola y échese a dormir. Queequeg, ea; tú entender mí, yo entender tú; este hombre dormir tú; ¿entender tú?

      —Yo entender mucho —gruñó Queequeg, soplando por la pipa y sentado en la cama—. Usted meterse —añadió, haciéndome un ademán con el hacha india, y abriendo las mantas a un lado. Realmente, lo hizo de un modo no sólo cortés, sino benévolo y caritativo. Me quedé quieto un momento mirándole. Con todos sus tatuajes, en conjunto era un caníbal limpio y de aspecto decente. «¿A qué viene todo este estrépito que he hecho? —pensé para mí mismo—. Este hombre es un ser humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él. Más vale dormir con un caníbal despejado que con un cristiano borracho.»

      —Patrón —dije—; dígale que deje el hacha india, o la pipa, o como lo llame; en una palabra, dígale que deje de fumar, y yo me pondré con él. Porque no me hace gracia tener conmigo en la cama a un hombre que fuma. Es peligroso. Además, no estoy asegurado.

      Al decir esto a Queequeg, inmediatamente se avino, y volvió a hacerme un cortés ademán de que me metiera en la cama, enrollándome hacia una orilla, como si dijera: No le voy a tocar ni una pierna.

      —Buenas noches, patrón —dije—: se puede ir.

      Me metí en la cama, y nunca en mi vida he dormido mejor.

      Al despertarme a la mañana siguiente al alborear, encontré que Queequeg me había echado el brazo por encima del modo más cariñoso y afectuoso. Se habría pensado que yo había sido su mujer. La colcha era de retazos, llena de cuadraditos y triangulitos sueltos y abigarrados; y aquel brazo suyo, todo él tatuado con una figura interminable de laberinto cretense, sin dos partes que fueran exactamente del mismo matiz (debido, supongo yo, a que en el mar había expuesto el brazo de modo variable al sol y a la sombra, con las mangas de la camisa irregularmente subidas en variadas ocasiones), aquel brazo suyo, digo, parecía en todo una tira de aquel mismo cobertor de retazos. Efectivamente, como el brazo estaba puesto sobre la colcha cuando me desperté, difícilmente pude distinguirlo de ella, y sólo por la sensación de peso y presión pude comprender que Queequeg me estaba apretando.

      Mis sensaciones fueron extrañas. Permítaseme tratar de explicarlas. Cuando yo era niño, recuerdo muy bien una circunstancia un tanto parecida que me ocurrió: jamás pude decidir completamente si era una realidad o un sueño. La circunstancia fue ésta. Había estado yo haciendo no sé qué travesura: creo que tratando de trepar por dentro de la chimenea, como había visto hacer a un pequeño deshollinador unos días antes, y mi madrastra que, por una razón o por otra, todo el tiempo estaba dándome azotes o mandándome a la cama sin cenar, mi madrastra, digo, me arrastró por las piernas sacándome de la chimenea y me mandó derecho a la cama, aunque eran sólo las dos de la tarde del 21 de junio, el día más largo en nuestro hemisferio. Mis sentimientos fueron terribles. Pero no había modo de remediarlo, de modo que subí por las escaleras a mi cuartito en el tercer piso, me desnudé todo lo despacio que pude, para matar el tiempo, y, con un amargo suspiro, me metí entre las sábanas.

      Me tendí


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