La última carta. Daniel Sorín

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La última carta - Daniel Sorín


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las nubes se despejaban, y descubría con horror que estaba al borde de un precipicio.

      Territorio sombrío el de la infancia, todo tinieblas y abismos. La primera vez que soñé ese sueño aterrador fue la noche de mi tercer insuficiente. Todavía hoy se me eriza la piel con su presencia.

      4

      La señora fue convocada de urgencia. Mi mamá dijo que había que llamarla antes de que fuese demasiado tarde. Aún podemos evitar que repita, afirmó. Fue tan conmovedor escuchar la palabra temida, que se me quedó grabada en algún rincón de la memoria. Escondida, la palabra esperó para salir como un vampiro a la luz de la luna. Fue la noche de la pesadilla.

      A la mañana siguiente, mi mente, todavía asustada, escapó por una tangente.

      Y reí. Reí a carcajadas.

      —¿Por qué reís, José?

      Aquel era el cuarto año que yo iba a la escuela. Había ingresado cuando tenía seis, pensé contando con los dedos: seis, siete, ocho, nueve... ¡Y no estaba en cuarto sino en tercero! ¡Y no había repetido!

      La sinrazón se explicaba porque, contra toda evidencia de la más elemental aritmética, el primer grado, dividido por la mitad, se trajinaba durante dos años, a los que todos llamaban “primero inferior” y “primero superior”. Nadie descifró jamás las esotéricas razones que han inspirado tal dislate matemático.

      Lo que mis padres no entendían era cómo me animaba, tan tranquilo, a decir que era lo mismo repetir que aprobar. Sentía —aunque no encontré las palabras para decirlo— que los números no eran más que un disfraz, una astuta falsificación. Mamá se tomó la cabeza con las manos y gritó, mi viejo se quedó mirándome, tan silencioso como perplejo. Ninguno de los dos sabía que aún latía en mí el pavor absoluto, que la noche anterior había estado delante del abismo. No sabían tampoco que mi risa era un escape. Lo mejor que podía hacer. Porque la locura, al fin de cuentas, consiste en no poder escapar, en un infinito caminar en círculos.

      Después apareció ella.

      • • •

      La señora tenía los labios pintados de rojo. Y uñas esmaltadas y anillos en los dedos y muchísimas pulseras, finas y doradas, que tintineaban cuando movía la mano izquierda. La señora, su nombre se me ha perdido en el otoño de la desmemoria, venía a casa los martes y los viernes a las seis de la tarde en punto.

      Ella llegaba y revisaba mi cuaderno. Mientras corregía el trabajo que me había encomendado la clase anterior, consumía con exasperante lentitud las dos medialunas calientes con jamón y queso que mi mamá le dejaba en un platito, arriba de una servilleta de papel. Su mano, rojo y dorado, candor de pulseras entrechocando, levantaba la medialuna y mordía separando apenas un pedacito. El queso derretido se estiraba, pero ella, eficiente para esos menesteres, lo cortaba con elegancia; tenía, debo reconocer, una habilidad insuperable.

      Todavía recuerdo ese suplicio. El aroma inundando la habitación y provocando en mí súbitos cambios en el estómago, en la boca y en el ánimo. Mientras ella comía de manera aristócrata, mis tripas maldecían la crueldad con plebeyo encono; y mi mente, presa de la más rústica ansiedad animal, se negaba a procesar lo que mi maestra, tan voluntariosa como monótona, trataba de explicarme. Para mi ira proletaria, la señora siempre dejaba algo, porque en el país de mi infancia no era de gente bien demostrar hambre.

      Tenía nueve años y era mal alumno. Un pésimo alumno. Por indolencia, por decisión, por el barullo agudo y oculto, desordenado e indómito del que estaba prisionera mi mente. Claro que la señora no había tomado debida nota de eso. Más aun, no tenía noticias de que tales cosas pudieran existir en la cabeza de un infante.

      Convencida de que su misión era ayudarme a entrar en el magno mundo del conocimiento, reincidía con constancia insuperable en las tablas de multiplicar, en las reglas ortográficas y en el uso correcto de la ve y la be. La aritmética vaya y pase, pero la escritura era inasible para mí. Pronunciaba con exageración didáctica: “la bbbbbe labial y la vvvvve labiodental”, después de lo cual hacía silencio y, con una mirada cómplice, inclinando su generoso cuerpo hacia mí, como una gracia conferida al inferior, mientras sugería una sonrisa en sus labios húmedos, agregaba, por si no la hubiese entendido, “la be larga y la ve corta, Josecito”.

      Nadie supo de esa noche en que estuve al borde de la muerte. Nadie supo que, frente al abismo, en un final acto de inteligencia y coraje, levanté mi pie derecho y, con la respiración y el alma suspendidas, lo apoyé de punta atrás, treinta centímetros atrás. Mis mayores no se enteraron de mis noches, ni yo de los monstruos que acecharían, años después, el sueño de mis hijos. Hay en esta ignorancia, seguramente, más que la mezquina imposibilidad de las almas.

      5

      Escucho ruidos, pasos en el piso de madera, tintinear de llaves y voces. Y mi nombre repetido. Se alejan, ahora son menos que un susurro que ya no puedo distinguir. La puerta del patio que se abre y los chicos y una pelota y Urquel ladrando desde su exilio.

      Ya son las ocho.

      • • •

      Después de tres insuficientes y al borde de la calamidad, gracias a la aristócrata señora de labios rojos, llegó el primer suficiente. La familia festejó el acontecimiento con una salida, tomamos helado y fuimos al cine, esa noche pasaban La doctora quiere tangos. No tuve suerte.

      Según anoticiaba el afiche, trabajaban Mirtha Legrand y Marianito Mores. A ella la ilustración no la favorecía, aparecía de corta y hermosa melena rubia, pero tenía en su boca un gesto desagradable, un rictus altanero, y un mentón desproporcionado, enorme en aquel rostro de facciones suaves y ángulos redondeados. Por el contrario, “Marianito” estaba mejorado, el saco cruzado marrón ampliaba sus hombros y una sonrisa varonil en sus labios cerrados le daba aires de mundo. Lástima las manos, también lucían desquiciadamente grandes.

      A los nueve años Legrand y Mores eran insoportables. Aburrido hasta los tuétanos, miraba de reojo a mis hermanos mayores buscando complicidad. Nada. A Blanca la película parecía encantarle, aunque no creo que por “Marianito” ni por la Legrand y menos por el tango, sino por el amor. O sea, por nada, pensaba yo. Pobrecita mi dulce Blanca, siempre ha sido una romántica incurable.

      Con Néstor la cosa no venía mejor, resultaba imposible saber qué le parecía la película porque, sencillamente, estaba en trance. Enamorado de la Legrand, ni pestañaba, permanecía quieto, extasiado, observando a su damisela con ojos bovinos. Un estúpido, un verdadero opa.

      Cuatro años después me llegó a mí el turno de estar atrapado por el despertar huracanado de las fuerzas hormonales, también con ojos bovinos y alma pendiente me enamoré de una mujer que habitaba la pantalla. Fue en ese mismo cine de barrio que la descubrí, la película se llamaba La mujer de las camelias, trabajaba un tal Carlos Thompson y ella, mi amada Zully Moreno.

      6

      —Abuelo, ¿puedo pasar?

      ¿Habrá sido Ruth o mi hija?

      —Pasá nomás.

      Lo mandaron porque saben que no podré negarme.

      La puerta se va abriendo con lentitud, yo levanto mi vaso con whisky y lo saludo, tiene, como siempre, los ojos brillantes, intacto su hambre por descubrir. Está grande. Recuerdo cuando nació y recuerdo también la noche feroz en que lo internaron en la clínica. Tan pequeño, tan frágil. Tengo presente cuando tenía un año y se aferraba al volante del auto estacionado, y la primera bicicleta y la primera hazaña. Siempre con la sonrisa subida a sus ojos.

      ¿Cuando la perderá? Porque vivamos como vivamos la terminamos perdiendo. ¿Cuándo dejarán de brillarle los ojos y la mirada, limitada por el cálculo, el miedo o el pudor, renunciará a ser cristalina?

      —Me dijeron que no podía subir —dice.

      Se sienta frente a mí y espera. Tiene algo que preguntarme, lo sé, y yo también espero. No tengo apuro.

      Además, a la gente hay que darle tiempo.

      7


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