La última carta. Daniel Sorín

Читать онлайн книгу.

La última carta - Daniel Sorín


Скачать книгу
anchas siempre sin pintura. Había algo exquisito y sutilmente varonil en sus manos, un dejo, apenas una chispa que contrastaba, o quizás subrayaba, lo femenino de su cabello recogido sobre la nuca. Y los ojos marrones y profundos, y los dientes blancos y la comisura de sus labios y el aliento frutal.

      Yo la observaba de perfil. Amaba el suave costado perfumado de su cuello, los hombros redondeados y la loma descendente que terminaba en el centro de mis deseos.

      Asistí heroico, con puntualidad e interés impar, a sus clases de matemáticas. Recuerdo la blusa marrón subiendo y bajando al ritmo de su respiración reposada. Mientras atareaba ejercicios, mi mirada solía perderse en su escote, apenas un instante, menos de un segundo, una nada. No podía aspirar a aquel tesoro y lo sabía.

      No sé si fue por sus innegables atributos femeninos, si porque iba a su casa ya comido o porque cierta vez la oí cantar en francés, armoniosa lengua que siempre resultó subyugante a mis oídos, no sé si fue por todo eso digo, lo cierto es que Julia lograba que sus palabras penetrasen en mi mente impermeable y virgen.

      La amé. La amé como podía hacerlo, a la manera de mis escasos años: sin resto, sin reparos, sin malla de contención; con la fuerza y la convicción de lo épico, de lo que no tiene futuro.

      No podía imaginar en ella el mal aliento y los ojos hinchados que acompañan, aunque más no sea esporádicamente, el amanecer de los adultos.

      Julia encendió la primera llama de pasión en mi alma aterida. Y me descubrió una alquimia maravillosa: el amor conjuraba mis monstruos, mis abismos y mis oscuridades. Aprendí, con piel ardiente y falta de aire, lo que años después me confirmarían con estudiadas palabras, el amor es un sucedáneo de la muerte, un reemplazo, el amor es lo único capaz de sustituirla. Cuando amamos no morimos, pero no vivimos enamorados.

      Julia logró dibujar los trazos indelebles, sintéticos y sinuosos, que identificarían de allí en más al cuerpo de mujer en mi memoria sexual. Julia, con su geometría y los ángulos agudos, con las canciones en francés y sus pequeñas orejas apenas saliendo entre los cabellos castaños, con su boca enorme de finos labios, con grandes ojos marrones, la piel mate, las manos fuertes, la mirada invencible que sostenía hasta el final y esa manera dulzona y maternal de hablar, me enseñó, después de mi madre y por ende sin culpa, el arcano sedoso y prístino de la femineidad. Lo que es de verdad, antes de que la vulgaridad del macho intentara cegarme.

      Trazos, signos, movimientos, notas, silencios, sonidos y aromas que solo volví a encontrar, aunque por separado, aquí y allá, en mujeres que no lograrían concebir su erótica sinfonía.

      También entre las damas que trataron de enriquecer mi razonamiento con la cultura apetecida, y reclamada a veces insistentemente desde los boletines, estuvo Hilda Parga, maestra para quien la educación, como para algunos viejos actores, era voce, voce e ancora voce.

      Hilda negaba mi incapacidad de aprender, más aun, estaba convencida de que escondía cierta facilidad para hacerlo si me venía en ganas. Pero nunca me venía en ganas, razón por la cual me consideraba un inapetente cultural, una especie de hornero holgazán, un ser inhóspito de voluntad adelgazada, y eso la ponía de un humor de perros.

      Mis compañeros no entendían por qué yo no hacía algo para evitar sus humillantes recriminaciones. Frente a la clase, sus sermones terminaban con súbitos sacudones en mi guardapolvo. Y gritaba, ¡cómo gritaba la Parga! Y yo allí, quieto, pagando mi cuota, terco como una mula, la mirada en el piso, diciéndome que no me importaba, que no me hacía mella, que ni siquiera la escuchaba.

      Hilda Parga, la veo en mi amarillento recuerdo, no era una buena maestra, no tenía talento ni paciencia para serlo, pero quería enseñar, estaba empecinada en eso. Y lo quería con una determinación que no admitía dudas.

      Además, tenía sus manías. Pretendía, por ejemplo, dictar todo el programa en el tiempo debido. Pero en su tiempo debido. Que no era el establecido por los monjes negros del Ministerio y custodiado por sus esbirros inspectores. ¡Claro que no! Hilda tenía su propia pedagogía, y en su pedagogía había que terminar a mediados de octubre. Y corría todo el año para eso.

      ¿Y para qué tal desmesura?

      ¡Para repasar! La maldita tenía la insana manía de repasar todo el programa en el último mes de clases. Estaba loca, la Parga estaba loca de remate.

      Voluntad y talento suelen distanciarse lastimosamente en algunas pobres criaturas. Hoy, tantos años después, atesoro al mismo tiempo desdén y admiración por aquella mujer sin dones ni talentos, pero que albergaba una terca pasión por cumplir su cometido.

       8

      —¿Cómo era antes, abuelo? Cuando eras chico.

      Habrá de ser impiadoso, pregunta cómo era antes. ¡Cómo era! Igual que ahora, pero al revés.

      Cómo decirle, como explicarle aquel mundo.

      —La televisión no transmitía los partidos. Uno los escuchaba por radio y se imaginaba a los jugadores corriendo, tirándose al piso, cabeceando a gol.

      Hace tanto que no recordaba aquellos domingos de oreja atenta con resonancias de estadios desconocidos. Nombres y nombres, personajes que imaginaba a partir del mundo circular de las figuritas. La sorpresa más grande de mi vida fue la primera vez que mi padre me llevó a ver un partido de fútbol: los jugadores se amontonaban en la mitad de la cancha y corrían, olvidados de sus puestos, detrás de la pelota. Carentes por completo de la caballeresca hidalguía de pecho inflado y mirada levantada que yo había imaginado a partir del metegol del Beto. Yo creía que el metegol era más o menos real; quiero decir, sabía que los jugadores no estaban fijados a un caño de metal y que no eran movidos desde ningún lugar, pero nunca había conjeturado semejante desorden. Corrían como si fuesen chicos de inferior, brincando sin saber de qué se trataba. Solamente los arqueros parecían conservar la calma, bien paraditos, juiciosos, debajo del travesaño.

      Pero estos recuerdos, apenas misceláneas desgajadas, no dicen nada. Son solo comentarios deshilachados.

      Entre los márgenes, arriba de cada renglón, escrita con mala letra cursiva, transcurrió mi vida.

      Transcurrieron, por ejemplo, las manos de mi madre —están guardadas con letra pequeña encima del renglón—. Breves manos que el tiempo me permitió volver a ver en una hija que ella no conoció. Dedos blancos, afligidos por la mala circulación de la sangre, con uñas cortas y curvas. Dedos siempre juntos y flexionados, ni cerrados ni extendidos.

      Las manos expresan algo de la lucha que tenemos dentro. Como las de ella, a las que le costaba abrirse confiadas para recibir, oculto el rosado carnoso de la palma, y que jamás se cerraban con fuerza en puño, los huesos prominentes expuestos para exigir.

      • • •

      También está en los renglones de mi biografía la música y toda su fuerza volcánica. Fue, desde siempre, un terreno amado pero ajeno, gozado e inasible. Situación singular y poco probable en una familia tan habitada de músicos profesionales y amateurs.

      Durante los años infantiles trajinaban mis oídos los discos de pasta. Giraban enloquecidos según explicaba la inscripción: 78 rpm. En el centro tenían una etiqueta roja y en ella, inmortal, el perro que escuchaba con atención un antiguo gramófono.

      Vive en mi memoria una sala con su larga mesa perennemente deshabitada y un patio tras geométricas puertas de vidrio que nunca se abrían. Pisos de madera, cuadros en las paredes, un dresoir sobre el cual se levantaban, inmensos, siete espejos, tres a cada costado y uno central. Y dos sillones berger dignos de una realeza. Eso escuché una vez: “una realeza... venida a menos”, dijo mi papá y todos rieron.

      Los discos se colocaban en un aparato de madera oscura. Como yo no llegaba a la tapa lustrosa, me auxiliaba de un robusto macetero que dormía al lado del combinado, tal el nombre del aparato. Se llamaba así gracias a que combinaba la función de reproducir discos con una radio que hacía siglos nadie lograba sintonizar.

      Las primeras sonoridades fueron zambas populosas, el Carnaval de los animales de Saint-Saëns


Скачать книгу