La última carta. Daniel Sorín

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La última carta - Daniel Sorín


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los sonidos fue con esos magos de cuello de camisa desabrochado, capaces de tararear mientras ejecutaban, o dar algún vítore en memoria del autor fallecido, al que, por otra parte, nombraban como a un querido amigo del grupo.

      Una de esas tardes conocí a Urbino, fue apenas un momento fugaz.

      —¿Urbino?

      —Sí. Alguien extraordinario, ya verás. Él prefería escuchar, lo supe después, atentamente la música desde su habitación, la más alejada, cruzando el largo patio de naranjos parcialmente techado por la añosa parra de uvas chinche.

      Antes tuve contacto con un viejo enjuto y desdentado a quien le faltaba la mitad del dedo índice de la mano derecha.

      “Jaimovich”, me lo presentaron formalmente, “el profesor Jaimovich”.

      No tenía aspecto de profesor con su saco marrón visiblemente raído y sus pantalones verdes de dificultosa combinación. Supe, al finalizar la tarde, que dicho Jaimovich era profesor de piano y que, antes de que un infortunado accidente le seccionase la última falange del dedo índice de su mano derecha, había sido un ejecutante virtuoso y no carente de éxito.

      El profesor no venía habitualmente. Imaginé que le molestaba la insultante habilidad de sus amigos, pero no sé, quizás era solo la arbitrariedad y la imprudencia de mi imaginación. Créase o no, unos meses después fui uno de sus malos alumnos.

      ¡Qué maravillosa inutilidad la de mi mente para seguir con justeza las notas que trabajosamente deletreaban mis ojos! Además, Samuel Jaimovich se sumergía durante larguísimos minutos en el estudio del soporífero solfeo. Yo me preguntaba qué mente sádica pudo inventar semejante necedad. ¿Por qué no lo hicieron solbello? ¡Qué más hubiese dado!

      El piano, Jaimovich, el solfeo y la ridícula costumbre de que una mano leyese en clave de sol y la otra en clave de fa, no hicieron otra cosa que confirmar la suposición que tenía sobre la música y yo: lo nuestro sería un amor platónico, no más que una sonrisa acompañada de ojos humedecidos. La amaría de por vida, pero detrás del vidrio.

      Así que mi existencia ha transcurrido lejos de la música y del arte, ejercí un oficio peculiar, lleno de orden y de compartimentos. Lo hice con rigor y a veces hasta con los hallazgos de la imaginación, pero sin la ingenua alegría de esos músicos desconocidos, de esas almas ajenas de prejuicios.

      ¡Brindo por ellos!

      11

      Hoy, tantos años después de aquellos días de descubrimientos, todavía conservo el recuerdo. No está amarillento como las viejas fotos de mi infancia, porque el alma no degrada las imágenes, solamente hace difusos sus contornos, como si estuviesen borroneados. Ese ardid, apagar la desconcertante nitidez de los detalles, es imprescindible para acceder a lo esencial. Una inútil sobreabundancia de datos solo impide develar la médula de la vida, por eso entendemos cuando recordamos y no cuando vivimos.

      • • •

      Por esa época fui a ver una película increíble. El cine de mi barrio era un edificio antiguo, descomunalmente grande a mis ojos infantiles. Antes de entrar, siempre me detenía y lo contemplaba maravillado, con la misma sorpresa con la que vería años después los barcos areneros fuera del agua en astilleros solitarios y herrumbrosos. Ambas construcciones, ese cine y aquellos barcos, estaban hechos en escala sobrehumana.

      Se apagaron las luces y se levantó el impresionante telón bordó que cubría la pantalla.

      Una leve electricidad recorriendo la piel atenta.

      Vi la película con un vacío ansioso en el estómago y manos humedecidas. Fue algo grandioso. Cuarenta minutos después de comenzado el filme no lograba entender ni jota de la trama, no obstante, estaba preso de ella.

      Esa velada tuvo consecuencias de las que todavía hoy padezco. En la película, un hombre joven con una pierna enyesada, fotógrafo de profesión, veía a través de sus binoculares el panorama que se desplegaba del otro lado de la ventana de su departamento. Había asumido como única ocupación, dada su transitoria incapacidad, la de observar la vida de sus vecinos.

      Amores contrariados, violencias cotidianas, vulgares fracasos. Sostenía cotidianas discusiones con su enfermera, una mujer inaguantable y amarga, y recibía la visita de su novia, una hermosa muchacha con la que no parecía estar dispuesto a casarse.

      Nada más. Y nada es nada.

      Cuarenta minutos en los que no había sucedido nada.

      Paradoja fascinante y secreto íntimo del arte. No entendía porque el artista no quería que entendiese. Aún.. El director no jugaba a la ambigüedad fácil ni enturbiaba las aguas para que parecieran profundas. Nada de eso. Simplemente no había sucedido lo que tenía que suceder. Tenía la ahogante sensación de que algo estaba a punto de pasar —en cualquier momento— y que entonces todos los detalles cobrarían una enorme importancia.

      Ahogado por nada.

      Sigue la película. Otro hombre, un individuo grandote que sale y que entra de su vivienda, una valija, un perro. Todavía no entendía, pero sabía que nos estábamos acercando.

      Hasta que sucede: el hallazgo de un cadáver, e inmediatamente después la luz de un cigarrillo encendido en la oscuridad. Un punto rojo que delata la presencia de ese individuo, quizá sentado en un sillón en la negrura insobornable.

      ¿Por qué no se asomó? ¿Acaso ya sabía que en el jardín estaba oculto un cadáver?

      El héroe voyerista descubre el asesinato y atrapa a su autor para terminar la película victorioso, pero ahora con ambas piernas enyesadas.

      No lo supe en ese momento, pero hay una manera de mostrar los hechos, una manera de enlazar unos con otros que provoca más incertidumbres que certezas. Y esto es importante porque la certeza crea reposo y en reposo el alma se aletarga; la incertidumbre, si es controlada, si no nos arroja en el caos, nos atrapa, suspendiéndonos en el aire, removiéndonos las tripas.

      Además, me gusta, funciona bien para mí, yo siempre he tenido más preguntas que respuestas.

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