E-Pack Jazmín Luna de Miel 2. Varias Autoras

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vestido era de encaje de color crema. Era ajustado y mostraba sus curvas, pero de una forma muy elegante. Llevaba un ramo de flores de azahar y los labios pintados de color coral claro.

      –Estás guapísima –le dijo cuando llegó a su lado, y era absolutamente cierto.

      Estelle estaba visiblemente temblorosa y Raúl intentó bromear para tranquilizarla.

      –Pero, como costurera, eres un desastre.

      Estelle bajó la mirada hacia la camisa de Raúl y compartieron una sonrisa. A pesar de lo poco que se conocían, consiguieron encontrar un recuerdo común ante el altar. Raúl estaba haciendo referencia a la conversación que habían mantenido cuando le había comentado a Estelle que la tradición mandaba que la novia le bordara la camisa al novio.

      –¡No voy a casarme con un millonario para sentarme a coser! –le había contestado ella.

      Raúl se había echado a reír y le había dicho que las novias ya no bordaban toda la pechera de la camisa, sino solo una pequeña parte en la que podría poner lo que quisiera.

      Él casi esperaba encontrarse con que Estelle le bordara el símbolo del euro, pero, aquella mañana, cuando se había puesto la camisa, había visto una piña diminuta en la pechera. Raúl todavía no había averiguado lo que significaba, pero le gustó ver que Estelle se relajaba.

      Se arrodillaron juntos y, a lo largo de la celebración, Raúl fue explicándole en voz baja la ceremonia.

      –El lazo –le dijo Raúl cuando le colocaron un lazo sobre los hombros que extendieron hasta llegar a los de ella.

      El sacerdote les explicó entonces que el lazo que los unía simbolizaba la responsabilidad que ambos compartían en aquel matrimonio y que permanecería allí durante toda la ceremonia.

      Pero no durante toda la vida, pensó Estelle.

      Se sentía como un fraude. Y lo era, pensó mientras sentía cómo iba creciendo el pánico. Pero Raúl le tomó la mano y la miró a los ojos como si hubiera notado que se había puesto repentinamente nerviosa.

      –Ahora te está pidiendo que le entregues las arras –le explicó.

      Estelle entregó entonces la pequeña bolsita que Raúl le había dado cuando había llegado a su lado. Contenía trece monedas que simbolizaban el compromiso de mantenerla. Aquella era la única parte sincera de la ceremonia, pensó mientras el sacerdote bendecía las monedas.

      –Tranquilízate –le susurró Raúl–. Estamos juntos en esto.

      Pero se hubiera sentido mucho más segura si hubiera estado sola.

      Cuando terminó la ceremonia, salieron de la iglesia y fueron recibidos por los vítores de los invitados y una lluvia de arroz y pétalos de rosa. Raúl posó la mano en su cintura y la tensó con fuerza cuando Estelle estuvo a punto de salir corriendo al oír una explosión.

      –Son fuegos artificiales –le dijo–. Lo siento, había olvidado avisarte.

      Y también los habría más tarde, pensó Estelle, cuando se acostaran y le dijera la verdad.

      La celebración de la boda fue maravillosa, una fiesta interminable en la que se bailó hasta el amanecer y recibieron todo tipo de felicitaciones. Estelle conoció allí a Paola y a Carlos, los tíos de Raúl, que le hablaron de la madre de este.

      –Se habría sentido muy orgullosa de su hijo si hubiera estado hoy aquí –le dijo Paola–, ¿verdad, Antonio?

      Estelle se fijó en lo amables que se mostraron con el padre de Raúl y con Ángela, que estaba sentada con ellos.

      –Mi hijo tiene un gusto excelente –la alabó Antonio, y le dio un beso en la mejilla.

      Estelle le había conocido el día anterior y, aunque había sido Raúl el que se había encargado de contestar a la mayor parte de sus preguntas, ambos habían visto en sus ojos la sombra de la duda sobre su relación. Una duda que poco a poco iba desvaneciéndose.

      –Me alegro de ver tan feliz a mi hijo.

      Y, realmente, Raúl parecía feliz.

      Raúl le sonrió mientras compartían su primer baile como marido y mujer con todos los invitados como testigos.

      –¿Te acuerdas de nuestro primer baile? –le preguntó.

      –Bueno, no vamos a repetirlo esta noche.

      –No, todavía no –Raúl bajó la mirada e interpretó su sonrojo como fruto de la excitación.

      Jamás podría imaginarse su miedo.

      –Me muero de ganas de estar dentro de ti.

      Raúl le acarició el brazo desnudo y ella se estremeció al pensar en lo que la esperaba. Se preguntaba si aquellos ojos dulcificados por el deseo terminarían oscurecidos por la furia.

      –Raúl…

      Aquel no era el mejor momento para decírselo, pero prefería hacerlo estando rodeados de gente.

      –Estoy muy nerviosa por lo que va a pasar esta noche –confesó.

      –¿Y por qué estás nerviosa? Pienso cuidar de ti.

      Y era cierto, decidió Raúl. La monogamia nunca le había emocionado, pero quería cuidar a Estelle. Impulsado por una repentina necesidad de protegerla, tensó los brazos a su alrededor. Sintió de nuevo su nerviosismo e intentó hacerla sonreír.

      –¿Puedo preguntarte por qué has bordado una piña en la camisa? –le susurró al oído.

      –¡Es un cardo! –asomó a sus labios una sonrisa–. La flor nacional de Escocia.

      Raúl se descubrió a sí mismo sonriendo.

      –¡Llevo todo el día intentando imaginarme lo que podía significar esa piña!

      Estelle se echó a reír y Raúl se descubrió a sí mismo sonriendo también. Bajó la cabeza y la besó suavemente.

      Era algo esperable, por supuesto. ¿Qué novio no besaba a la novia? Desde que Raúl le había hecho aquella propuesta, Estelle había dudado muchas veces sobre la moralidad y la viabilidad de aquel proyecto. Pero, cuando Raúl la besó, cuando sintió el calor de sus labios y la caricia de su mano en la espalda, fueron las dudas sobre su propia capacidad para llevarlo a cabo las que la asaltaron. De pronto, se descubrió preocupada por su corazón.

      Fue el momento. Fue el hecho de tener allí a su hermano. Todo pareció conjurarse para que se sintiera como si todo aquello fuera real, como si de verdad se quisieran.

      Minutos después, se disculpó para ir al cuarto de baño. Necesitaba recomponerse. Desgraciadamente, para una novia no era fácil esconderse el día de su boda.

      –¿Estelle? –Estelle se volvió al oír una voz–. Soy Ángela, la asistente del padre de Raúl.

      –Raúl me ha hablado de ti –respondió Estelle con cuidado.

      –Estoy segura de que lo que te ha dicho no es muy halagador –tenía los ojos llenos de lágrimas–. Estelle, no sé qué creer…

      –¿A qué te refieres?

      –A este matrimonio tan repentino –Ángela estaba siendo tan sincera con ella como lo era con Raúl–. Pero sé que Raúl parece más feliz de lo que lo ha sido nunca. Si quieres a tu marido…

      –«¿Si?».

      –Perdóname. En nombre del amor que le tienes a tu marido, quiero pedirte algo. No lo hago por mí, ni siquiera por Antonio. Piense lo que piense Raúl, le quiero y me gustaría que viniera a vernos y que pudiéramos ser una verdadera familia, aunque sea durante muy poco tiempo.

      –Eso podrías haberlo intentado hace mucho tiempo –contestó Estelle con la lealtad que Raúl esperaría de su esposa.

      –Quiero


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