Una novia indómita. Stephanie Laurens

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Una novia indómita - Stephanie Laurens


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señor. Adelante.

      Del entró y cerró la puerta.

      Con las paredes enyesadas y unas gruesas vigas cruzando el techo, el salón no era ni excesivamente grande ni angosto, y disponía de uno de los amplios miradores que daban a la calle. El mobiliario era recargado, pero cómodo, los dos sillones revestidos de cretona estaban bien provistos de mullidos cojines. Una reluciente mesa redonda con cuatro sillas ocupaba el centro de la habitación y tenía una lámpara en medio, mientras que en la chimenea chisporroteaba un fuego cuyas cenizas llameaban e inundaban la habitación de un acogedor calor.

      Acercándose a la chimenea, Del se fijó en las tres acuarelas sobre la repisa. Eran paisajes de verdes pastos y praderas, exuberantes campos y frondosos árboles bajo un cielo azul pastel con esponjosas nubes blancas. El cuadro del centro, de un ondulado brezal, una vibrante composición de verdes, llamó su atención. No había visto paisajes como ese desde hacía siete largos años. Le resultó curioso que su primera sensación de hogar llegara a través de un cuadro colgado de la pared.

      Mirando hacia abajo, sacó la carta de sus tías y, de pie delante del fuego, la volvió a leer, buscando alguna pista sobre por qué demonios le habían cargado con el deber de escoltar a una joven dama, hija de un terrateniente vecino, de regreso a su casa en Humberside.

      Supuso que sus chifladas tías tenían ganas de jugar a casamenteras.

      Pues iban a sentirse decepcionadas. No había lugar en su vida para una joven dama, no mientras ejerciera de señuelo para la Cobra Negra.

      Se había sentido decepcionado al abrir el portarrollos que había elegido y descubrir que no era el que llevaba la carta original. Sin embargo, tal y como había precisado Wolverstone, las misiones de los tres señuelos eran esenciales para sacar a la luz a los hombres de la Cobra Negra y, finalmente, a la propia Cobra Negra.

      Tenían que conseguir que atacara, y para eso necesitaban reducir el número de sus adeptos lo suficiente como para obligarle a actuar en persona.

      No era tarea sencilla, pero, haciendo una estimación razonable, entre todos podrían lograrlo. Como señuelo, su papel era el de convertirse deliberadamente en un objetivo, y no quería llevar a una superflua jovencita colgada del brazo mientras cumplía con su cometido.

      Un golpe de nudillos en la puerta llamó su atención.

      —Adelante.

      Era Cobby.

      —Pensé que querría saberlo —con la mano en el pomo, su ayudante personal permaneció junto a la puerta, que cerró—. Volví a los muelles e hice algunas preguntas. Ferrar llegó hará una semana. Lo curioso es que no llevaba ningún grupo de nativos con él, al parecer no quedaba sitio en la fragata para nadie más que él y su ayudante.

      —Desde luego que es interesante —Del enarcó las cejas—, pero sin duda habrá hecho que sus adeptos viajen en otros barcos.

      —Eso sería lo lógico —Cobby asintió—. Pero también significa que puede que no disponga aún de todos los hombres que necesita. Podría tener que ocuparse él mismo del trabajo sucio —sonrió con malicia—. Y eso sería una lástima, ¿verdad?

      —Conservemos la esperanza de que sea así —Del sonrió.

      Asintió a modo de despedida y Cobby se marchó, cerrando la puerta tras él.

      Del consultó la hora en el reloj que había sobre una mesita lateral. Pasaban de las tres y la poca luz diurna que quedaba pronto desaparecería. Empezó a pasear lentamente delante de la chimenea, ensayando las palabras más adecuadas con las que anunciarle a la señorita Duncannon que, en contra de lo acordado con sus tías, iba a tener que dirigirse al norte ella sola.

      Pasaban ampliamente de las cuatro y Del estaba francamente impaciente cuando oyó una voz femenina en el vestíbulo, bien modulada, aunque con un inconfundible tono altivo, anuncio del regreso de la señorita Duncannon.

      En el mismo momento en que posaba su mirada sobre el pomo de la puerta, este giró y la puerta se abrió hacia dentro. Bowden sujetaba la puerta para dejar pasar a una dama, no tan joven, cubierta con un abrigo rojo granate, los cabellos rojizos recogidos bajo un desenfadado sombrero, y que hacía malabarismos con un montón de sombrereras y paquetes.

      La joven entró, el rostro iluminado y una sonrisa curvando sus sensuales labios rojos.

      —Creo que este es el caballero al que ha estado esperando, señorita —se apresuró a informar Bowden.

      La señorita Duncannon se detuvo bruscamente. La expresión alegre desapareció de su cara al posar sus ojos sobre él. Poco a poco, su mirada ascendió hasta alcanzar su rostro.

      Y se limitó a mirarlo fijamente.

      Bowden carraspeó antes de retirarse y cerrar la puerta tras él. Ella volvió a parpadear, lo miró fijamente una vez más y al fin preguntó sin rodeos:

      —¿Usted es el «coronel» Delborough?

      Del sintió el impulso de preguntar si ella era la «señorita», Duncannon, pero se mordió la lengua. Solo una mirada había bastado para que se evaporara la imagen de una inocente jovencita. La dama estaba, en el mejor de los casos, al final de la veintena. Como mínimo.

      Y dada la visión que tenía ante sus ojos, no entendía cómo era posible que aún estuviese soltera.

      Era… exuberante, esa fue la palabra que surgió en su mente. Más alta que la media, su cuerpo era regio, incluso majestuoso, con abundantes curvas en los lugares adecuados. Incluso desde el otro extremo de la habitación, se veía claramente que sus ojos eran verdes, grandes y ligeramente rasgados, vibrantes, llenos de vida, despiertos y alertas a todo lo que sucedía a su alrededor.

      Sus rasgos eran elegantes, refinados, los labios carnosos y jugosos, básicamente tentadores, pero la firmeza de su barbilla sugería una determinación, agallas y franqueza más allá de lo normal.

      Percibiendo oportunamente ese último detalle, él hizo una reverencia.

      —Así es, coronel Derek Delborough —«por desgracia, no a su servicio», pensó mientras se intentaba controlar y continuaba en tono amable—. Tengo entendido que sus padres llegaron a algún acuerdo con mis tías para que yo la escoltara de vuelta al norte. Por desgracia, eso no será posible. Tengo algunos asuntos que atender antes de poder regresar a Humberside.

      Deliah Duncannon parpadeó y, con esfuerzo, apartó la mirada del objeto de su atención, cuyos hombros y ancho torso habrían encajado perfectamente dentro de un uniforme. Repasó sus palabras y bruscamente sacudió la cabeza.

      —No.

      Dando varios pasos, dejó las cajas y bolsas sobre la mesa, preguntándose distraídamente si un uniforme hubiese logrado que el impacto sobre ella fuera mayor, o menor. Había algo anómalo en su aspecto, como si el elegante atuendo civil no fuera más que un disfraz. Si la intención había sido la de ocultar su físico vigoroso, incluso peligroso, por naturaleza, el plan había fracasado miserablemente.

      Con las manos ya libres, ella extrajo el largo alfiler que sujetaba su sombrero.

      —Me temo, coronel Delborough, que debo insistir. Llevo esperando su llegada durante la mayor parte de la semana, y no puedo emprender el viaje sin una escolta adecuada —dejó el sombrero sobre la mesa y se volvió hacia el recalcitrante excoronel, significativamente más joven e inmensamente más viril de lo que se había imaginado, de lo que había esperado, a tenor de lo que le habían contado—. Es del todo impensable.

      Independientemente de su edad, su virilidad o su propensión a discutir, para ella no era impensable, pero lo último que iba a hacer era darle explicaciones.

      El coronel apretó unos labios inquietantemente masculinos.

      —Señorita Duncannon…

      —Supongo que se habrá imaginado que se trataría simplemente de meterme en un carruaje junto con mi doncella y mi servicio doméstico, y apuntar al norte —dejó


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