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Читать онлайн книгу.a dejar a esas mujeres en ninguna parte, ni siquiera acompañadas de Mustaf para protegerlas. Para golpearlo a él, la Cobra Negra era muy capaz de eliminar a sus empleados, simplemente para amedrentar y para demostrar su poder.
La vida humana hacía mucho tiempo que había perdido cualquier significado para la Cobra Negra.
Un agudo silbido llamó la atención de Del sobre el muelle. Cobby estableció contacto visual con él e hizo un desenfadado gesto. «Todo despejado».
—Vamos —Del tomó a Amaya del brazo y la ayudó a levantarse—. Vamos a bajar y a dirigirnos a nuestra posada.
Cobby había contratado a un hombre con una carreta de madera. Del esperó junto a las mujeres mientras el equipaje era bajado por la pasarela y cargado en el carro, y a continuación echó a andar, encabezando la comitiva fuera de los muelles y directos a la calle High. El Dolphin no estaba lejos. Mustaf lo seguía de cerca con las mujeres pegadas a él, y Cobby cerraba la comitiva junto al carretero, manteniendo una constante vigilancia mientras charlaba amigablemente.
Al llegar a la calle, Del desvió la mirada impulsivamente hacia el suelo, hacia el adoquinado sobre el que estaba dando los primeros pasos en suelo inglés después de muchos años lejos de allí.
No estaba muy seguro de cuáles eran sus sentimientos. Una extraña sensación de paz, quizás porque era consciente de que los viajes ya habían terminado para él. Una sensación de anticipación hacia su nuevo y aún desestructurado futuro, y todo mezclado con una buena dosis de aprensión sobre lo que aguardaba entre ese momento y el momento de poder empezar a darle forma a su nueva vida.
Su misión de llevar a la Cobra Negra ante la justicia.
Ese era su cometido en esos momentos. No había vuelta atrás, solo hacia delante. Hacia delante, a pesar de los obstáculos que sus oponentes pudieran poner en su camino.
Levantó la cabeza y se llenó los pulmones sin dejar de mirar a su alrededor. La sensación era idéntica a la anterior al comienzo de una carga.
El Dolphin era un punto de referencia en la ciudad. Llevaba allí desde hacía siglos y había sido remodelado varias veces. En ese momento lucía dos miradores en la fachada delantera, con la sólida puerta entre medias.
Del echó un vistazo hacia atrás. No veía a nadie que encajara como un fiel a la Cobra Negra, pero allí había muchas personas, carretas, y el extraño carro atestando la calle adoquinada, muchas posibilidades para esconderse para alguien que les estuviera vigilando.
Y seguro que había alguien vigilando.
Llegaron a la posada y Del abrió la puerta y entró.
Reservar unas habitaciones decentes no supuso ningún problema. Sus años en la India le habían hecho muy rico y no era tacaño, ni consigo mismo ni con sus empleados. El posadero, Bowden, un robusto antiguo marinero, respondió como era de esperar y le dio alegremente la bienvenida a la ciudad antes de llamar a unos mozos para que ayudaran con el equipaje mientras los demás se reunían con él en el vestíbulo.
Tras organizar las habitaciones para todos y descargar el equipaje, Mustaf y Cobby siguieron, junto a las mujeres, al equipaje escaleras arriba.
—Acabo de recordar —Bowden se volvió hacia Del—. Hay dos cartas para usted.
Del se volvió hacia el mostrador y enarcó las cejas.
Bowden se agachó y buscó las dos cartas.
—La primera, esta, llegó en el correo de hace casi cuatro semanas. La otra fue entregada anoche por un caballero. Otro caballero y él han venido todos los días desde hace una semana, preguntando por usted.
Sin duda los hombres de Wolverstone.
—Gracias —Del tomó las cartas. Era media tarde y las zonas comunes de la posada estaban muy tranquilas. Sonrió a Bowden—. Si alguien pregunta por mí, estoy en el bar.
—Por supuesto, señor. Ahora mismo está muy tranquilo y agradable. Si necesita algo, no tiene más que llamar al timbre.
Del asintió y se dirigió al comedor, y de ahí pasó bajo un arco al bar, una coqueta estancia situada al fondo de la posada. Había unos pocos clientes, todos hombres mayores, reunidos en torno a pequeñas mesas. Él se dirigió a una mesa en el rincón, donde la luz que entraba de la ventana le permitiría leer.
Sentándose, examinó las dos cartas antes de abrir la del misterioso caballero.
Contenía unas pocas líneas, e iba directo al grano, informándole de que Tony Blake, vizconde de Torrington, y Gervase Tregarth, conde de Crowhurst, estaban preparados para escoltarle en su misión. Se alojaban cerca de allí y seguirían yendo todos los días a la posada para comprobar si había llegado.
Tranquilizado al saber que pronto iba a pasar nuevamente a la acción, volvió a doblar la carta y se la guardó en el abrigo antes de, moderadamente intrigado, abrir la segunda carta. Había reconocido la letra y supuesto que sus tías querían darle la bienvenida a casa y preguntarle si se dirigía a Humberside, tal y como esperaban que hiciera, a la casa de Middleton on the Woods que había heredado de su padre y que seguía siendo su hogar.
Mientras desdoblaba las dos hojas, repletas de los finos trazos de su tía más mayor, ya estaba pensando en su respuesta: una breve nota para hacerles saber que había llegado bien y que se dirigía al norte, pero que un asunto podría retrasarle una semana o más.
Tras leer el saludo de su tía, seguido de una entusiasta, incluso efusiva, bienvenida, sonrió y continuó leyendo.
Pero al llegar al final de la primera hoja ya no sonreía. Dejándola a un lado, continuó leyendo antes de arrojar la segunda hoja sobre la primera y tranquilamente, aunque comprensiblemente, soltar un juramento.
Después de contemplar las hojas durante varios minutos, las recogió, se levantó y, metiéndolas en su bolsillo, regresó al vestíbulo de la posada.
Bowden lo oyó llegar y salió de su oficina detrás del mostrador.
—¿Sí, coronel?
—Tengo entendido que una joven dama, una tal señorita Duncannon, tenía previsto haber llegado hace unas semanas.
—Efectivamente, señor —Bowden sonrió—. Había olvidado que ella también preguntó por usted.
—Doy por hecho que se ha marchado y se dirige al norte.
—Oh, no, señor. Su barco también se retrasó. No llegó hasta la semana pasada. Se mostró bastante aliviada de saber que usted también se había retrasado. Sigue aquí, aguardando su llegada.
—Entiendo —Del reprimió una mueca y empezó a idear un plan—. Quizás podría enviar un aviso a su habitación comunicándole mi llegada y que me gustaría, si pudiera, que me dedicara algo de su tiempo.
—Imposible ahora mismo —Bowden sacudió la cabeza—. Ha salido, y se ha llevado a la doncella con ella. Pero puedo decírselo en cuanto regrese.
—Gracias —Del asintió y titubeó un segundo antes de preguntar—, ¿dispone de un salón privado que pueda alquilar? —un espacio en el que él y la inesperada carga pudieran hablar del viaje de ella.
—Lo siento, señor, pero todos nuestros salones están ocupados —Bowden hizo una pausa antes de proseguir—, pero es la propia señorita Duncannon la que dispone del salón delantero… quizás, y teniendo en cuenta que ella aguarda su llegada, podría esperarla allí.
—Muy buena idea —contestó Del secamente—. Y también necesitaré alquilar un carruaje.
De nuevo Bowden sacudió la cabeza.
—Me gustaría complacerle, coronel, pero las Navidades están cerca y todos nuestros carruajes están reservados. La señorita Duncannon alquiló nuestra última calesa.
—Qué casualidad —murmuró él—. El carruaje lo quería para ella.
—Bueno —Bowden