Una novia indómita. Stephanie Laurens
Читать онлайн книгу.caer los guantes sobre la mesa a sus espaldas, alzó la barbilla y lo miró de frente, lo mejor que pudo, dado que él le sacaba casi una cabeza.
—Debo insistir, señor, en que haga honor a su obligación.
Los labios del coronel ya no eran más que una delgada línea, que a ella le gustaría ver relajarse en una sonrisa. ¿Qué le sucedía? Sentía latir el pulso en el cuello, cosquillas en la piel… y eso que aún estaba a casi dos metros de él.
—Señorita Duncannon, si bien lamentablemente mis tías se excedieron en su derecho al intentar ayudar a un vecino, yo, en circunstancias normales, habría hecho todo lo posible por, tal y como lo ha definido, hacer honor a mi obligación en cuanto al compromiso adquirido por ellas. Sin embargo, en la situación actual resulta totalmente…
—Coronel Delborough —ella arrancó la mirada de los labios de Del y, por primera vez, la clavó en sus ojos, con deliberada intensidad—. Permítame informarle de que no existe ningún motivo que pudiera aducir, ninguno, que me induzca a liberarle de escoltarme al norte.
Los ojos de Del eran de un color marrón oscuro, con ricos matices, inesperadamente fascinantes y enmarcados por las pestañas más espesas que ella hubiera visto jamás. Las pestañas eran del mismo color que su brillante, y ligeramente ondulado, cabello, de un color más arena que marrón.
—Lo lamento, señorita Duncannon, eso es absolutamente imposible.
Al ver que ella alzaba la barbilla, sin recular ni un milímetro, sosteniéndole la mirada firmemente, Del titubeó y, más consciente de lo que le gustaría estar de su pecaminosamente sensual boca, añadió con rigidez:
—Actualmente estoy en una misión, vital para la nación, y debo concluirla antes de poder complacer los deseos de mis tías.
—Pero ha dimitido de sus funciones —ella frunció el ceño y su mirada se deslizó hasta los hombros de Del, como si quisiera confirmar la ausencia de galones.
—Mi misión es civil más que militar.
Deliah enarcó las elegantemente curvadas finas cejas y su mirada reflexiva regresó al rostro de Del durante un instante, antes de volver a hablar en un tono engañosamente suave, sarcásticamente desafiante:
—¿Y qué sugiere entonces, señor? ¿Que espere aquí, hasta que le venga bien, hasta que esté disponible para escoltarme al norte?
—No —Del se esforzó por no encajar los dientes, la mandíbula ya tensa—. Le sugiero con todos mis respetos que, dadas las circunstancias, y habiendo mucho menos tráfico en las carreteras en esta época del año, sería perfectamente aceptable que se dirigiera al norte con su doncella. Además, si no recuerdo mal, mencionó algo sobre su servicio doméstico. Y ya que ha alquilado un carruaje…
—Con todos mis respetos, coronel —ella lo fulminó con sus ojos verdes—, ¡no dice más que tonterías! —beligerante, decidida, dio un paso al frente y alzó el rostro como si intentara colocarse a la misma altura que él—. La idea de que yo viaje al norte, en esta época o cualquier otra, sin un caballero adecuado, elegido y aceptado por mis padres como escolta es, sencillamente inelegible. Inaceptable. Imposible de llevar a cabo.
Se había acercado tanto que Del sintió una oleada de tentador calor sobre él, inundándolo hasta la ingle. Hacía tanto tiempo que no experimentaba una reacción tan explícita que, durante un instante, se permitió distraerse lo suficiente como para poder disfrutar del momento, impregnarse de él.
Deliah desvió bruscamente la mirada hacia la izquierda. Era lo bastante alta como para poder mirar por encima del hombro de Del, quien la vio atenta, vio sus preciosos ojos verde jade abrirse desmesuradamente y luego lanzar fuego.
—¡Por Dios santo!
Ella lo agarró de la solapa y lo arrastró, lo alzó y lo tumbó sobre el suelo.
Durante un loco instante, el cerebro de Del interpretó sus movimientos como un ataque de lujuria… hasta que la explosión, y el sonido de cristales rotos que llovían sobre sus cabezas, le devolvió a la realidad.
Una realidad que ella nunca había abandonado. Medio atrapada debajo de él, Deliah se retorció para soltarse, su horrorizada mirada fija en la ventana destrozada.
Cerrando mentalmente la puerta al efecto que le había producido sentir su cuerpo curvilíneo moverse debajo de él, Del rechinó los dientes y se arrodilló en el suelo. Tras echar un rápido vistazo por la ventana y contemplar al perplejo grupo de personas que empezaba a arremolinarse en la calle ya casi en penumbra, consiguió ponerse en pie y la ayudó a ella a hacer lo propio justo en el instante en que la puerta se abría de golpe.
Mustaf apareció en la entrada, con un sable en la mano. Cobby iba detrás, con una pistola amartillada en la suya. Por detrás de ellos había otro indio, alto y atezado. Del se tensó al instante e hizo un movimiento para colocarse delante de la señorita Duncannon, pero ella apoyó una mano sobre su brazo y lo detuvo.
—Estoy bien, Kumulay —la pequeña y cálida mano seguía apoyada sobre el bíceps de Del mientras lo miraba a los ojos—. No era a mí a quien intentaba matar ese hombre.
Del la miró a los ojos. Seguían muy abiertos, las pupilas dilatadas, pero no había perdido ni un ápice de control.
Cientos de pensamientos cruzaron la mente del coronel. Todos sus instintos le gritaban «¡Persecución!», pero ya no era su cometido. Miró a Cobby, que había bajado el arma.
—Prepárate para partir inmediatamente.
—Avisaré a los demás —Cobby asintió mientras Mustaf y él se apartaban.
El otro hombre, Kumulay, permaneció junto a la puerta abierta, su mirada impasible fija en su señora.
Del la miró. Los ojos verdes seguían fijos en su rostro.
—No se va a marchar sin mí —cada palabra fue cuidadosamente pronunciada.
Él dudó, concediéndole a su mente una nueva oportunidad para idear una alternativa. Pero al fin encajó la mandíbula y asintió.
—De acuerdo. Prepárese para partir en una hora.
—¡Por fin! —más de dos horas después, Del cerró la portezuela de la calesa que la señorita Duncannon había sido lo bastante precavida como para alquilar, y se dejó caer en el asiento junto a su inesperada responsabilidad.
La doncella de Deliah, Bess, una mujer inglesa, estaba sentada en una esquina al otro lado de su señora. En el asiento de enfrente, en un colorido despliegue de saris y echarpes de lana, se sentaban Amaya, Alia, otra mujer india, más mayor, y dos jovencitas, las tres últimas pertenecientes al servicio doméstico de la señorita Duncannon.
El motivo por el cual tenía un servicio doméstico mayoritariamente de origen indio era algo que aún tenía que averiguar Del.
El carruaje traqueteó al ponerse en marcha, rodando pesadamente por la calle High. Mientras el vehículo bordeaba Bargate para dirigirse hacia la carretera de Londres, Del se preguntó, y no por primera vez en las dos últimas horas y pico, qué le había dado para acceder a que la señorita Duncannon viajara con él.
Desafortunadamente, conocía bien la respuesta, una respuesta que no le dejaba otra opción posible. Ella había visto al hombre que le había disparado, y eso significaba que ese hombre, casi con total seguridad, la había visto a ella también.
Los adeptos a una organización como la Cobra Negra casi nunca, o nunca, utilizaban armas de fuego. Ese hombre seguramente sería Larkins, el ayuda de cámara de Ferrar y su hombre de máxima confianza, o también podría ser el mismísimo Ferrar. No obstante, Del apostaba por Larkins.
Aunque Cobby había interrogado a todas las personas arremolinadas en la calle, todavía estupefactas y hablando sobre el tiroteo, nadie había visto al hombre armado lo suficientemente bien como para poder facilitar una descripción, mucho menos identificarlo. Lo único que habían averiguado era que, tal y como habían