Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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real, no podía contener a los obreros de Moscú. Una asamblea de los comités de 41 sindicatos decidió invitar a los obreros a una huelga de protesta de 24 horas. Los soviets de barrio se pusieron en su mayoría al lado del partido y de los sindicatos. Las fábricas exigieron inmediatamente la renovación del Soviet, el cual, no sólo se hallaba rezagado respecto de las masas, sino que adoptaba una actitud francamente antagónica a la de estas últimas. En el Soviet del barrio de Zamoskvorrech, reunido con los comités de fábrica, la demanda de que fueran sustituidos por otros los diputados que habían obrado «contra la voluntad de la clase obrera», recogió 175 votos contra 4 y 19 abstenciones.

      Sin embargo, la noche que precedió a la huelga, lo fue de inquietud para los bolcheviques de Moscú. El país seguía el mismo camino que Petrogrado, pero con retraso. La manifestación de julio había fracasado en Moscú: la mayoría, no sólo de la guarnición, sino también de los obreros, no se había atrevido a salir a la calle, contra el parecer del Soviet. ¿Qué sucedería ahora? La mañana trajo la respuesta. La oposición de los conciliadores no impidió que la huelga fuera una poderosa manifestación de hostilidad a la coalición y al gobierno. Dos días antes, el periódico de los industriales de Moscú decía con todo aplomo: «Que el gobierno de Petrogrado venga pronto a Moscú, que oiga la voz de los santuarios, de las campanas de las sagradas torres del Kremlin». Hoy, la voz de los santuarios ha quedado sofocada por la calma anunciadora de la tormenta.

      Piatnitski, miembro del comité moscovita de los bolcheviques, escribía más tarde: «La huelga fue algo magnífico. No había luz ni tranvías, no trabajaban las fábricas, los talleres y depósitos ferroviarios. Hasta los camareros de los restaurantes fueron a la huelga». Miliukov añadió una nota de color a este cuadro: «Los delegados a la conferencia no pudieron tomar el tranvía ni almorzar en el restaurante». Esto les permitió, según reconoce el historiador liberal, apreciar mejor la fuerza de los bolcheviques, que no habían sido admitidos a la conferencia. Las Izvestia del Soviet de Moscú consignaban de un modo contundente la importancia de la manifestación del 12 de agosto: «A pesar de la resolución de los soviets, las masas han seguido a los bolcheviques». 400.000 obreros fueron a la huelga en Moscú y sus alrededores, respondiendo al llamamiento del partido, el cual recibía golpe tras golpe desde hacía cinco semanas, y cuyos caudillos se refugiaban aún en la clandestinidad o se hallaban en la cárcel. El nuevo órgano del partido en Petrogrado, El Proletario, pudo, antes de ser suspendido, formular la siguiente pregunta a los conciliadores: «De Petrogrado habéis ido a Moscú; pero de Moscú, ¿adónde iréis?».

      Los propios amos de la situación debían hacerse esta misma pregunta. En Kiev, Kostroma, Tsaritsin, habían tenido lugar huelgas de protesta, generales o parciales, de 24 horas. La agitación se extendió por todo el país. Por doquier, en los sitios más recónditos, los bolcheviques advertían que la Conferencia Nacional tenía el «carácter evidente de un complot contrarrevolucionario». A finales de agosto, el contenido de esta fórmula se manifestó en toda su integridad a los ojos del pueblo.

      Los delegados a la conferencia, lo mismo que el Moscú burgués, esperaban una acción de las masas con armas, colisiones, combates; unas «jornadas de agosto». Pero la salida de los obreros a la calle hubiera significado dar gusto a los Caballeros de San Jorge, a las bandas de oficiales, a los kadetes de las academias militares, a algunos regimientos de Caballería que ardían en deseos de tomarse el desquite de la huelga. Echar la guarnición a la calle hubiera significado producir la escisión en la misma y facilitar la obra de la contrarrevolución, la cual esperaba con el gatillo levantado. El partido no invitó a salir a la calle, y los propios obreros, guiados por un instinto certero, evitaron el choque. La huelga de veinticuatro horas era lo que mejor respondía a la situación: era imposible ocultarla, como se había hecho en la Conferencia con la declaración de los bolcheviques. Cuando la ciudad se hundió en las tinieblas, toda Rusia vio la mano bolchevista en el interruptor. ¡No, Petrogrado no estaba aislado! «En Moscú, en cuya humildad y en cuyo carácter patriarcal cifraban muchos sus esperanzas, los barrios obreros mostraron inesperadamente los dientes». Así fue como definió Sujánov la significación de ese día. La conferencia de coalición, si bien celebró sus sesiones con la ausencia de los bolcheviques, se vio obligada a reunirse bajo el signo de la revolución proletaria, mostrando sus dientes.

      Los moscovitas decían, bromeando, que Kerenski había ido a Moscú para ser «coronado». Pero al día siguiente llegó del Cuartel General con el mismo fin Kornílov, el cual fue recibido por numerosas delegaciones, entre ellas las del Concilio eclesiástico. Al llegar el tren, saltaron de éste al andén los tekintsi, con sus túnicas rojas y los sables desenvainados, y formaron en dos filas. Las damas, entusiasmadas, arrojaban flores al héroe, por entre los centinelas y delegados. El kadete Rodichev terminó su discurso de bienvenida con la siguiente exclamación: «¡Salve usted a Rusia, y el pueblo, agradecido, le coronará!». Resonaron exclamaciones patrióticas. Morosova, una comerciante millonaria, cayó de hinojos. Los oficiales se llevaron en hombros a Kornílov. Al mismo tiempo que el generalísimo pasaba revista a los Caballeros de San Jorge, a la escuela de abanderados, a las centurias de cosacos, formados en la plaza de la estación, Kerenski, como ministro de la Guerra y rival de Kornílov, pasaba revista a la parada de las tropas de la guarnición de Moscú. Desde la estación, Kornílov, siguiendo el trayecto habitual de los zares, se dirigió hacia la imagen de la Virgen de Iberia, donde se celebró un Tedéum en presencia de una escolta de musulmanes —tekintsi—, envueltos en capas gigantescas. «Esta circunstancia —dice el oficial de cosacos Grekov— conquistó aún más a Kornílov las simpatías de todo el Moscú creyente». Entretanto, la contrarrevolución procuraba conquistar la calle. Circulaban automóviles por la ciudad, arrojando al público copiosamente la biografía de Kornílov, con su retrato. Las paredes estaban llenas de carteles que exhortaban al pueblo a ayudar al héroe. Como representante del poder de los poseedores, Kornílov recibía en su vagón a políticos, industriales y financieros. Los representantes de los Bancos le hicieron un informe sobre la situación financiera del país. «De todos los miembros de la Duma —dice el octubrista Schidlovski— sólo fue a ver a Kornílov en su vagón Miliukov, el cual sostuvo una conversación, cuyo contenido desconozco, con el general». Posteriormente, Miliukov nos ha referido, a propósito de esta conversación, lo que ha considerado necesario contar.

      Con todo esto, la preparación del golpe de Estado militar se hallaba ya en su apogeo. Unos días antes de la Conferencia, Kornílov dio orden, so pretexto de llevar auxilio a Riga, para que se prepararan cuatro divisiones de caballería para mandarlas sobre Petrogrado. El regimiento de cosacos de Orenburg fue enviado por el Cuartel General a Moscú «para mantener el orden»; pero, por disposición de Kerenski, se quedó en el camino. En sus declaraciones ante la comisión investigadora de la aventura de Kornílov, Kerenski dijo: «Teníamos noticias de que, durante la Conferencia de Moscú, se proclamaría la dictadura». Por tanto, en los días solemnes de la unidad nacional, el ministro de la Guerra y el generalísimo del ejército se dedicaban a hacer desplazamientos estratégicos de fuerzas del uno contra el otro. Pero, en lo posible, se observaba el decoro. Las relaciones entre los dos campos oscilaban entre las promesas de fidelidad, oficialmente amistosas, y la guerra civil.

      En Petrogrado, a pesar de la continencia de las masas —no había sido en balde la experiencia de julio—, desde arriba, desde los Estados Mayores y las redacciones, se difundían, con furiosa insistencia, rumores sobre un inminente alzamiento de los bolcheviques. Las organizaciones petrogradenses del partido lanzaron un manifiesto poniendo en guardia a las masas contra las posibles provocaciones de los enemigos. Entre tanto, el Soviet de Moscú tomaba sus medidas. Se constituyó un comité revolucionario secreto, compuesto de seis miembros, a razón de dos delegados por cada uno de los partidos soviéticos, los bolcheviques inclusive. Se dio la orden secreta de que los Caballeros de San Jorge, los oficiales y kadetes, no cubrieran la carrera en el trayecto que debía seguir Kornílov. A los bolcheviques, a los que había sido cerrado oficialmente el acceso a los cuarteles desde las jornadas de julio, se les daban ahora de buena gana los salvoconductos necesarios: sin los bolcheviques, no era posible contar con los soldados. Mientras en la escena pública los mencheviques y los socialrevolucionarios sostenían negociaciones con la burguesía, en torno a la creación de un poder fuerte contra las masas dirigidas por los bolcheviques, entre bastidores, esos mismos


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