Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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elogios de los liberales fueron uno de los criterios políticos más importantes de Kerenski. Pero éste no podía —y, además, no quería— poner simplemente su popularidad a los pies de la burguesía. Por el contrario, cada vez sentía mayores deseos de ver a todas las clases a sus propios pies. «Desde los comienzos mismos de la revolución —dice Miliukov—, Kerenski había acariciado la idea de equilibrar la representación de la burguesía y de la democracia». Esta actitud era una consecuencia natural de toda su vida, cuya senda había pasado entre el ejercicio de la abogacía liberal y los grupos clandestinos. Al mismo tiempo que aseguraba respetuosamente a sir Buchanan que el «Soviet moriría de muerte natural», Kerenski intimidaba a cada paso a sus colegas burgueses con la cólera del Soviet. Y en los casos, bastante frecuentes, en que los líderes del Comité Ejecutivo disentían de Kerenski, los asustaba con la más terrible de las catástrofes: la dimisión de los liberales.

      Cuando Kerenski decía que no quería ser el Marat de la revolución rusa, esto significaba que se negaba a aplicar medidas severas contra la reacción, pero estaba muy lejos de negarse a usar esos mismos procedimientos contra la «anarquía». Así suele ser, por lo común, dicho sea de paso, la moral de los adversarios de la violencia en política: la rechazan cuando se trata de modificar lo que existe, pero para la defensa del orden no se detienen ante las medidas más implacables.

      En el período de la preparación de la ofensiva en el frente, Kerenski se convirtió en una figura particularmente querida de las clases poseyentes. Tereschenko hablaba a diestro y siniestro de la alta estima en que tenían los aliados «los esfuerzos de Kerenski». El Riech, el órgano de los kadetes, que tan severamente trataba a los conciliadores, subrayaba invariablemente su buena disposición respecto del ministro de la Guerra. El propio Rodzianko reconocía que «este joven... renace cada día con redoblada fuerza para bien de la patria y de la labor creadora». Los liberales se proponían con ello adular a Kerenski. Pero, en el fondo, no podían dejar de ver que trabajaba por ellos. «Imaginaos —preguntaba Lenin— lo que sucedería si Guchkov diera orden de emprender la ofensiva, de licenciar los regimientos, de detener a los soldados, de prohibir los congresos, de tutear a los soldados, de llamarles “cobardes”, etc. En cambio, Kerenski puede permitirse todavía este “lujo”, mientras no se disipe la confianza que el pueblo le ha otorgado, y que, a decir verdad, va disipándose con una rapidez vertiginosa».

      La ofensiva acrecentó la reputación de Kerenski en las filas de la burguesía, pero quebrantó completamente su popularidad entre el pueblo. El fracaso de la ofensiva fue, en el fondo, el fracaso de Kerenski en ambos campos. Pero, ¡cosa sorprendente!: esta circunstancia fue la que le hizo precisamente «insustituible». Miliukov se expresa en los términos siguientes a propósito del papel desempeñado por Kerenski en la formación de la segunda coalición: «Era el único hombre posible», pero, ¡ay!, «no el que era necesario». Hay que decir que los políticos liberales dirigentes nunca habían tomado a Kerenski muy en serio. En los amplios sectores de la burguesía se hacía recaer cada vez más sobre él la responsabilidad de todos los reveses sufridos. «La impaciencia de los grupos de espíritus patrióticos» impulsaba, según el testimonio de Miliukov, a buscar un hombre fuerte. Durante cierto tiempo se indicaba para desempeñar este papel al almirante Kolchak. La aparición de un hombre fuerte en el timón no se concebía como resultado de negociaciones y acuerdos. No es difícil creerlo. «Habían sido ya abandonadas las esperanzas en la democracia, en la voluntad popular, en la Asamblea Constituyente —escribe Stankievich, refiriéndose al partido kadete—; las elecciones municipales habían dado a los socialistas una mayoría aplastante en todo el país... Y se empieza a buscar convulsivamente un poder que tuviera como misión no persuadir, sino únicamente mandar». Para decirlo con más propiedad, un poder que estrangulara la revolución.

      En la biografía de Kornílov y en sus características personales no es fácil discernir los rasgos que pudieran justificar su candidatura como salvador. El general Martínov, que en tiempo de paz había sido jefe de Kornílov, en el servicio y durante la guerra había compartido con él el cautiverio en un castillo austríaco, caracteriza a su antiguo subordinado en los siguientes términos: «Kornílov, que se distinguía por una obstinada laboriosidad y una gran confianza en sí mismo, era por sus aptitudes intelectuales un hombre de nivel vulgar y de horizonte estrecho». Martínov consigna en el activo de Kornílov dos rasgos: valor personal y desinterés. En un medio en que la gente se preocupaba ante todo de la seguridad personal y robaba sin piedad, estas cualidades saltaban a la vista. Kornílov carecía por completo de dotes estratégicas, sobre todo de capacidad para apreciar en conjunto una situación determinada, en sus elementos materiales y morales. «Además, no tenía talento organizador —dice Martínov—, y por su carácter impulsivo y desequilibrado, era, en general, poco apto para las acciones sistemáticas». Brusílov, que había observado la actividad de su subordinado durante la guerra mundial, hablaba de él con un desdén absoluto: «Es un mal jefe de un destacamento de guerrilleros, y nada más...». La leyenda oficial creada alrededor de la división de Kornílov se hallaba dictada por la necesidad de la opinión pública patriótica de hallar una nota clara en el fondo tenebroso de los acontecimientos. «La división 48 —dice Martínov— pereció exclusivamente a consecuencia de la desastrosa dirección del propio Kornílov, el cual no supo organizar un movimiento de retirada y, sobre todo, modificaba constantemente sus decisiones y perdía el tiempo». En el último momento, Kornílov dejó abandonada a su propia suerte, con el fin de buscar el modo de evitar él mismo el cautiverio, a la división que había conducido a la ratonera. Sin embargo, después de cuatro días de andar errante, el fracasado general se entregó a los austríacos, y sólo más tarde consiguió evadirse. «Al regresar a Rusia, en las conversaciones que sostuvo con los periodistas, Kornílov adornó la historia de su evasión con las flores de la fantasía». No tenemos por qué detenernos en las enmiendas prosaicas que introducen en la leyenda los testigos enterados. Por lo visto, a partir de ese momento, aparece en Kornílov el gusto por la publicidad periodística.

      Antes de la revolución, Kornílov era un monárquico oscurantista. En el cautiverio, cuando leía los periódicos, decía repetidamente que «ahorcaría con placer a todos esos Guchkov y Miliukov». Pero, como sucede generalmente con la gente de su mentalidad, las ideas políticas le interesaban únicamente en la medida en que se referían a él mismo. Después de la revolución de Febrero, Kornílov se declaró sin dificultad republicano. «Se orientaba muy mal —según atestigua el citado Martínov — en el tejido de los intereses de los distintos sectores de la sociedad rusa; no conocía los partidos ni a sus hombres». Los mencheviques, los socialrevolucionarios y los bolcheviques se fundían, para él, en una masa hostil, que impedía a los comandantes ejercer el mando, a los fabricantes dirigir la producción, a los terratenientes gozar de sus tierras y hacer sus negocios a los comerciantes.

      Ya el 2 de marzo, el Comité de la Duma de Estado se aferró al general Kornílov, y, con la firma de Rodzianko, insistió ante el Cuartel General para que «el aguerrido héroe conocido de toda Rusia», fuera nombrado jefe supremo de las tropas de la región militar de Petrogrado. El zar, que ya había dejado de serlo, hizo la siguiente acotación al telegrama de Rodzianko: «Hacerlo». Así fue como tuvo su primer general rojo la capital revolucionaria. En las actas del Comité Ejecutivo del 10 de marzo aparece la siguiente frase relativa a Kornílov: «Un general de viejo cuño que quiere dar cima a la revolución». En los primeros días, el general procuró hacerse agradable y ejecutó, no sin cierta pompa, el ritual de la detención de la zarina: fue éste un servicio que se le tuvo en cuenta. Sin embargo, por las Memorias del coronel Kobilinski, nombrado por él comandante de Tsárskoye Seló, puede advertirse que jugaba con dos naipes. Después de presentarle a la zarina —cuenta Kobilinski—, Kornílov me dijo: «Coronel, déjenos usted solos y quédese detrás de la puerta». Salí. A los cinco minutos, Kornílov me llamó. Entré. La emperatriz me dio la mano... La cosa está clara: Kornílov había recomendado al coronel como a un amigo. Más adelante, nos enteraremos de los abrazos entre el zar y su «carcelero», Kobilinski. Como administrador, Kornílov se portó desastrosamente en su nuevo cargo. «Sus colaboradores inmediatos en Petrogrado —dice Stankievich— se lamentaban constantemente de su incapacidad para trabajar y dirigir las cosas». Sin embargo, Kornílov no estuvo mucho tiempo en la capital. En los días de abril intentó, no sin intervención de Miliukov, hacer


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