Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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no más lejos que la víspera, se oponían a la huelga demostrativa, incitaban ahora a los obreros y soldados a prepararse para la lucha. La despectiva indignación de las masas no les impedía responder al llamamiento con un espíritu combativo que asustaba más que regocijaba a los conciliadores. Esta escandalosa duplicidad, que tomaba el carácter de perfidia declarada respecto de los dos bandos, habría sido incomprensible si los conciliadores hubieran seguido practicando conscientemente su política: en realidad, no hacían más que sufrir las consecuencias de esa misma política.

      Hacía tiempo ya que se respiraba en el ambiente la proximidad de grandes acontecimientos. Pero, por las trazas, nadie preparaba el golpe de Estado para los días de la Conferencia. En todo caso, ni en los documentos, ni en las publicaciones de los conciliadores, ni en las memorias del ala derecha, se confirman los rumores a que posteriormente ha aludido Kerenski. De momento, no se trataba más que de la preparación. Según Miliukov —y su declaración coincide con el desarrollo ulterior de los acontecimientos—, el propio Kornílov había señalado ya, antes de la Conferencia, la fecha para «dar el golpe»: el 27 de agosto. Esta fecha, ni que decir tiene, era conocida sólo de unos cuantos. Como ocurre siempre en esos casos, los semiiniciados adelantaban el día del gran acontecimiento, y los rumores que circulaban por todas partes llegaban a las alturas: parecía que el golpe iba a descargarse de un momento a otro.

      Pero precisamente el estado de agitación de los círculos y de la oficialidad, era lo que podía conducir en Moscú, si no a una tentativa de golpe de Estado, sí a manifestaciones contrarrevolucionarias encaminadas a probar las fuerzas. Más verosímil aún era la tentativa de formar en la Conferencia un centro de salvación de la patria, que compitiera con los soviets: la prensa de la derecha hablaba de esto abiertamente. Pero tampoco llegaron hasta ahí las cosas: las masas lo impidieron. Si a alguien se le había ocurrido precipitar el momento de las acciones decisivas, la huelga le haría decir: no es posible coger desprevenida a la revolución: los obreros y soldados están alertas, hay que aplazar la cosa. Hasta las procesiones a la Virgen de Iberia, proyectadas por los curas y los liberales, de acuerdo con Kornílov, fueron suspendidas.

      Tan pronto se puso de manifiesto que no había ningún peligro inmediato, los socialrevolucionarios y mencheviques se apresuraron a hacer ver que no había ocurrido nada. Incluso se negaron a renovar a los bolcheviques los salvoconductos para entrar en los cuarteles, a pesar de que en éstos seguía pidiéndose con insistencia que se les mandaran oradores bolcheviques. «El moro ha hecho su obra», debían decirse con aire astuto Tsereteli, Dan y Jinchuk, que en aquel entonces era presidente del Soviet de Moscú. Pero los bolcheviques no se disponían, ni mucho menos, a desempeñar el papel de moro. No hacían más que prepararse para realizar su obra.

      Toda sociedad de clases necesita de una voluntad gubernamental única. La dualidad de poderes es, por esencia, un régimen de crisis social: al mismo tiempo que señalar el punto álgido al que ha llegado la escisión en el país, contiene potencial o abiertamente la guerra civil. Nadie quería ya el poder dual. Por el contrario, todo el mundo ansiaba el poder fuerte, unánime, «férreo». Se habían otorgado atribuciones ilimitadas al gobierno de Kerenski, creado en julio. El propósito consistía en colocar, de mutuo acuerdo, un poder «verdadero», por encima de la democracia y de la burguesía, que se paralizaban mutuamente. La idea de un árbitro de los destinos que se eleve por encima de las distintas clases, no es otra cosa que la idea del bonapartismo.

      Si se clavan simétricamente dos tenedores en un tapón de corcho, éste, aunque con oscilaciones pronunciadas hacia uno y otro lado, se sostendrá aunque sea sobre la cabeza de un alfiler: éste es el modelo mecánico del superárbitro bonapartista. El grado de solidez de un poder tal, si se hace abstracción de las condiciones internacionales, queda determinado por la consistencia del equilibrio de las clases antagónicas en el interior del país. A mediados de mayo, Trotsky definió a Kerenski, en la reunión del Soviet de Petersburgo, como «el punto matemático del bonapartismo ruso». La incorporeidad de esta característica muestra que no se trataba de la persona, sino de la función. Como sabemos, a principios de junio, todos los ministros, por indicación de sus respectivos partidos, presentaron la dimisión, otorgando a Kerenski la facultad de constituir un nuevo gobierno. El 21 de julio se repitió este experimento en una forma más demostrativa. Los contrincantes imploraban el auxilio de Kerenski; cada uno de ellos veía en él una parte de sí mismo; ambos le juraban fidelidad. Trotsky escribía desde la cárcel: «El Soviet, dirigido por unos políticos que lo temen todo, no se atrevió a asumir el poder. El partido kadete, representante de todos los grupos de defensores de la propiedad aún no podía asumirlo. No quedaba más recurso que buscar un gran conciliador, un intermediario, un árbitro».

      En el manifiesto dirigido al pueblo por Kerenski, éste, hablando en primera persona, decía: «Yo, como jefe del gobierno..., no me considero con derecho a detenerme ante la circunstancia de que las modificaciones (en la estructura del poder) acrecienten mi responsabilidad, por lo que a la dirección suprema del país se refiere». Es ésta la fraseología sin aliños del bonapartismo. Y, sin embargo, a pesar del sostén de la derecha y de la izquierda, las cosas no fueron más allá de la fraseología. ¿Por qué?

      Para que el pequeño corso pudiera levantarse por encima de la joven nación burguesa, era preciso que la revolución hubiera cumplido previamente su misión fundamental: que se diera la tierra a los campesinos y que se formara un ejército victorioso sobre la nueva base social. En el siglo XVIII, la revolución no podía ir más allá: lo único que podía hacer era retroceder. En este retroceso se venían abajo, sin embargo, sus conquistas fundamentales. Pero había que conservarlas a toda costa. El antagonismo, cada día más hondo, pero sin madurar todavía, entre la burguesía y el proletariado, mantenía en un estado de extrema tensión a un país sacudido hasta los cimientos. En estas condiciones, precisábase un «juez nacional». Napoleón dio al gran burgués la posibilidad de reunir pingües beneficios, garantizó a los campesinos sus parcelas, dio la posibilidad a los hijos de los campesinos y a los desheredados de robar en la guerra. El juez tenía el sable en la mano y desempeñaba personalmente la misión del alguacil. El bonapartismo del primer Bonaparte estaba sólidamente fundamentado.

      El levantamiento de 1848 no dio ni podía dar la tierra a los campesinos: se trataba no de una gran revolución que venía a reemplazar a un régimen con otro, signo de una transformación política sobre la base del mismo régimen social. Napoleón III no tenía tras de sí un ejército victorioso. Los dos elementos principales del bonapartismo clásico no existían, pero había otras condiciones favorables no menos eficaces. El proletariado, que en medio siglo había crecido, mostró en junio su fuerza amenazadora; sin embargo, resultó aún incapaz de tomar el poder. La burguesía temía al proletariado y su victoria sangrienta sobre él. El campesino propietario se asustó de la insurrección de junio, y quería que el Estado le protegiera contra los que podían llevar a cabo el reparto. Por último, la gran prosperidad industrial que, con pequeñas interrupciones, duraba desde hacía dos décadas, abría a la burguesía fuentes de enriquecimiento inauditas. Estas condiciones resultaron suficientes para el bonapartismo epigónico.

      En la política de Bismarck, que se elevaba a sí mismo «por encima de las clases», había, como se ha indicado más de una vez, elementos indudables de bonapartismo, aunque bajo la cubierta del legitimismo. La consistencia del régimen de Bismarck se hallaba garantizada por el hecho de que, surgido después, de una revolución impotente, realizaba, en su totalidad o a medias, un objetivo nacional tan magno como la unidad alemana, había llevado a cabo tres guerras victoriosas, aportaba el producto de contribuciones onerosas y un poderoso florecimiento capitalista. Con esto había bastante para decenas de años.

      La desdicha de los candidatos rusos al papel de Bonaparte no consistía, ni mucho menos, en que aquéllos no se parecieran, no ya al primer Napoleón, pero ni siquiera a Bismarck (la historia sabe servirse de los sucedáneos), sino en que tenían frente a sí una gran revolución que aún no había cumplido sus fines ni agotado sus fuerzas. Al campesino, que no había obtenido aún la tierra, la burguesía le obligaba a ir a la guerra, para defender la tierra de los grandes propietarios. La guerra no daba más que derrotas. De prosperidad industrial no podía hablarse siquiera; lejos de ello, cada vez era mayor la ruina. Si el proletariado retrocedía, era solamente para apretar más sus filas. Los campesinos


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