Puedo porque pienso que puedo. Carolina Marín
Читать онлайн книгу.una de esas noches en las que no podía más. Había llegado de un torneo. Cansada, como tantas veces. Ya en Madrid, decidí quedarme a dormir en la residencia Blume, así lo hago normalmente los días de entre semana y en mi casa cuando es fin de semana. ¡Costumbres! Sobre las diez y media silencié el teléfono y lo puse boca abajo para que no me molestara la luz. El cuerpo necesitaba descanso. Y la mente. Eso que hacemos muchas personas, tantas veces, cuando quieres ponerte en off.
Era el 13 de febrero de 2020. Mal día para los supersticiosos. Yo no lo soy, pero sí sé que ya es un día inolvidable para el resto de mi vida, aunque en aquel entonces aún no lo podía imaginar. Ese teléfono de pronto no paró de recibir llamadas, a pesar de que yo no lo podía ver. Doce llamadas de Fernando, mi entrenador, otra de Clara, mi amiga, y una más de Rocío, mi prima. Hasta que alguien llamó a la puerta de la habitación. Era Clara. «Tienes que mirar el teléfono». Fue uno de esos momentos en los que no sabes lo que ocurre, pero sabes que algo está a punto de pasar. Y ese algo no me iba a gustar.
No daba crédito. La cabeza me iba a mil intentando hilar las ideas en esas décimas de segundo en las que vas marcando el número. La voz de Fernando trataba de despejarme las dudas al otro lado: «Caro, no te asustes, pero tengo que contarte que tu padre ha tenido un accidente y está grave, en una situación crítica. ¿Dónde estás?». Colgué el teléfono y me desmoroné. En esos momentos no se encuentran pensamientos positivos en los que apoyarte. No podía ser. Mi padre. ¡59 años! Es como si de pronto todo te pasara muy rápido por la cabeza y a la vez demasiado despacio. Falta el oxígeno. Quieres despertarte y que todo haya sido un sueño. Una puñetera pesadilla, pero que alguien te saque de esa realidad.
Fernando había ido a mi casa a buscarme. Me contaría después que hasta había tirado piedrecitas a la ventana, pero, claro, yo no estaba allí. Coordinamos cuál sería la mejor manera de llegar a Huelva rápido. En coche, tren o como fuera. No tenía mucha claridad de ideas en ese momento. Me atormentaba pensar que podía perderle. A él, a mi padre.
En realidad, todo había ocurrido unas horas antes, sobre las siete de la tarde. Mi padre es repartidor de material de papelería y todos los días suele pasar sus ocho o nueve horas de trabajo en una furgoneta repartiendo en fábricas, colegios y empresas por la zona de Huelva. En ocasiones se queda en el almacén para ordenar cosas. Parece ser que esa fatídica tarde mi padre, que siempre está dispuesto a todo, se puso a cambiar una bombilla subido a una escalera. No sé a qué altura estaba, ni lo sabré, tampoco sé si se mareó o se desmayó, ya he aprendido que hay cosas que se quedan en incógnitas para toda la vida, pero ahora sé, por las pruebas que se le hicieron posteriormente, que no había ninguna afección craneal previa que pudiese haber generado el accidente. Se cayó para atrás y, con tan mala suerte, aunque no me gusta hablar de la mala suerte, que sufrió un traumatismo que le causó un enorme hematoma en la cabeza. Lo cierto es que estuvo al borde de la muerte. Tanto, como que me tuve que despedir de él.
Pero eso fue después. Fernando no tardó en llegar a la residencia donde yo había pretendido dormir, donde había puesto el teléfono boca abajo para olvidarme del mundo y el mundo horrible vino a mi encuentro. Decidimos que la mejor manera de llegar a Huelva era ir en avión y el primero salía a las seis y media de la mañana. Entonces sí que dormir fue imposible. Qué amargura de horas. El paso del tiempo en esas circunstancias era un auténtico infierno. Llegué a Huelva sobre las nueve y media. Cuando vi a mi padre dentro de la Unidad de Cuidados Intensivos, con tubos por todos lados y veinte máquinas alrededor, pensé que le perdía de verdad. Esa imagen no la voy a olvidar en la vida. A la hora salió un neurocirujano a informarnos de la situación. Era muy complicada. Teníamos que decidir si operarle, y no aseguraban que saliera con vida de la intervención ni tampoco que, de hacerlo, esta tuviera éxito. La otra opción era no intervenir, pero la cabeza se le seguiría llenando de líquido. Que tengas que decidir sobre la vida de tu padre es horrible. Os lo aseguro. La operación resultaba muy delicada porque el hematoma era muy grande y también la inflamación del cerebro. Necesitaba tener la mente fría y no entrar en bloqueo. En esa sala de espera estábamos mi madrina, mi prima Rocío, mi abuela (su madre) y una tía. No había un momento que perder llorando, o al menos sentí que no era el momento. Mis padres están separados desde que tengo doce años y soy hija única. Sentí encima todo el peso de la decisión y el médico, de alguna manera, también me urgió a decidir. Parecía ser que no había mucho tiempo. Les dije que necesitaba hacer una llamada y hablé con Diego, mi fisio. Se lo conté y este a su vez llamó a un amigo suyo que es médico. Me dijo que él, en mi caso, tiraría para adelante con la operación. No lo dudé. Volví dentro, entré a hablar con el médico y le dije: «Mi padre se opera. Y, por favor, cuanto antes». Después fue cuando me vine abajo y me entraron todos los miedos a la vez. Entonces sí que me harté a llorar. ¿Y si no salían las cosas bien?
Les pedí que me dejaran entrar a verle antes. Sola. Él y yo. Mi padre estaba sedado, intubado, inconsciente, no creo que se enterara de nada, pero yo necesitaba hablar con él, necesitaba despedirme, aunque fuera en cinco minutos. Le di las gracias por todo lo que había hecho por mí, por haberme dejado ir a Madrid con catorce años y le dije que me sentía orgullosa por ser su hija y tener el padre que tengo. Que tuviera mucha fuerza y fuera un luchador y que si salía adelante su hija le iba a estar esperando y si su cuerpo y su alma decidían no seguir hacia adelante que descansara en paz. Necesitaba decirle adiós.
A las tres de la tarde le metieron en el quirófano. Estábamos preparados para una intervención larga, pero dos horas y media después habían acabado. Nos dijeron que la intervención había sido dura, que el hematoma había dañado mucho y el cerebro estaba muy inflamado y con un gran derrame de sangre. El día a día nos iría diciendo. Y así ha sido.
Pasaron los días. Estuvo bastante sedado. Me quedé en Huelva para poder estar con él y pronto decidí que quería empezar a entrenar. Fernando me dijo que no me preocupara, que se adaptarían a mí, así que llamó al equipo y se vinieron todos a Huelva. De esta manera yo podía entrenar por las mañanas y luego quedaba libre por la tarde para acudir a las dos visitas que se le podían hacer a mi padre en la UCI. Las tres primeras semanas estuvo sedado y, a la cuarta, empezó a abrir los ojos. Me pareció increíble, después de haberme despedido de él.
Me fui a competir sin tener la cabeza demasiado centrada y regresé a Huelva con la idea de preparar el All England, que es un torneo muy importante para nosotros. Y luego se precipitaron los acontecimientos con la pandemia del coronavirus, como nos pasó a todos.
Estaban planificadas cinco semanas seguidas de competiciones, con la condición de que, si mi padre sufriese alguna variación, me volvería. Porque lo importante para mí era él. Primero está la salud de los tuyos, en este caso de él, que me lo ha dado todo, que tuvo la generosidad de dejarme volar cuando era una niña para que cumpliera mi sueño, y luego el resto.
La crisis sanitaria del COVID-19 hizo el resto. Estaba en Inglaterra y ya escuchábamos y leíamos cómo estaba la situación. Jugué la semifinal, que por cierto perdí, en Birmingham, y regresamos a España con retraso en el vuelo y ciertas dificultades. En Madrid tuvimos que esperar durante dos horas metidos ya en el avión. Las cosas se estaban poniendo complicadas. Llegué a Sevilla y de ahí a Huelva, pero esa noche no pude visitar a papá. Tuve que esperar al día siguiente.
Después vino esa época que pasará a la historia como la del confinamiento. Han sido los dos meses y medio más duros de toda mi vida, emocionalmente hablando. He pasado por todas las fases: frustración, desesperación, agobio… Y todas las he sentido al límite. Mucho más que en cualquier partido de bádminton al que me haya enfrentado en toda mi carrera deportiva. Sin duda, con mi padre he sentido emociones desconocidas a las que todavía me cuesta enfrentarme. Esa es la realidad. Es duro que tu padre muchos días no sepa ni quién eres, que no se pueda poner en pie y, ni por supuesto, caminar, por no entrar en más detalles. Enfrentarme a esa inesperada realidad me cuesta.
He pensado mucho en la gente que ha sufrido durante todo este tiempo, en las personas que han perdido a sus seres queridos o en aquellos que han tenido que lidiar con el virus en soledad. Por eso me ponía de los nervios cuando algún amigo se quejaba de estar aburrido en pleno confinamiento. ¡Ya me hubiera gustado a mí haber podido aburrirme!