Puedo porque pienso que puedo. Carolina Marín

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Puedo porque pienso que puedo - Carolina Marín


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ese palmarés que ya era envidiable, y tenía la sana intención de que siguiera siéndolo.

      Dentro del orden de mis rutinas dejé el hotel y me encaminé al pabellón donde se iba a jugar la final. Ese día mi rival era la india Saina Nehwal. No era la primera vez que me enfrentaba a ella. Ahora que lo pienso, ahora que revivo los momentos, doy marcha atrás en los pasos, es curiosa la sensación… Llegué, como siempre, con bastante antelación. Así me gusta hacerlo, me da cierta paz, cierta tranquilidad, que necesito para tener mi espacio, para poner mi cabeza en orden antes de afrontar ese momento final y decisivo y porque hay algo que me encanta y es que allí se respira bádminton por todos los sitios. Indonesia es un país que vive este deporte de forma especial.

      Lo disfruto con mucha intensidad. Allí me adoran y es mutuo. Ocurre también en otros países de Asia, donde el bádminton es un deporte de referencia, y eso se respira en el ambiente. Hay un respeto especial por los deportistas. Un culto. Es una pasada. Es como si las energías estuvieran totalmente sintonizadas.

      Para ellos yo soy una europea, más concretamente una española, que de pronto ha irrumpido en un deporte que estaba reservado para las asiáticas. Ha supuesto romper muchas barreras y a mí eso me encanta. Me plantea más retos de los que por sí son jugar cada día. Buscan España en el mapa y les resulta asombroso que una chica de Huelva haya conseguido fraguarse una carrera tan espectacular en un país en el que la tradición del bádminton es nula. Aunque, si os digo la verdad, esta es una de esas cosas que me encantaría cambiar. En mi interior, espero ser capaz de dejar poso y que en España la cultura por mi deporte crezca.

      Salí a por todas en el partido. A no dejarme nada. No entiendo el deporte de otra manera que no sea esa. La piel sobre la pista. No hay lugar para la relajación. Eso lo saben muy bien todas las deportistas que disputan conmigo un partido, porque para ganarme un punto hay que currárselo mucho. Cada uno de ellos puede llegar a ser una batalla campal. Así es el deporte de alto nivel. Por eso me dejo la piel también en los entrenamientos.

      Todo iba como tenía previsto en mi cabeza, como lo había pensado e imaginado. Perfecto. En orden. Iba por delante en el marcador. Concentrada. Metida en el partido, pero a la vez contenta. «No se me escapa», pensaba para mí. «Este torneo es mío».

      Esas palabras han pasado después por mi cabeza como si fueran una película. Hay tras ellas un punto de inflexión. Estábamos jugando e iba ganando 9-2 y llegó el momento. La jugada maldita. Me baila la rodilla. No me hago con ella. Ella se hace conmigo. Se desmorona todo. De la facilidad a la fragilidad. Me rompo. De los sueños, de la cresta de la ola, al infierno de no saber muy bien cómo se iban a desarrollar los siguientes acontecimientos: rotura del ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha.

      El diagnóstico no fue tan claro como os lo estoy contando ahora. La realidad es que tardó un par de días en llegar. Un par de días que fueron un par de siglos en mi cabeza y una pesadez tremenda en mis ideas. Un letargo. Una lesión de estas características es un pozo de oscuridad para un deportista. Ahora lo veo con una claridad tremenda: sin lugar a dudas hubo un antes y un después de la lesión en mi carrera. Fue un camino de sufrimiento y de aprendizaje. Lo viví como una auténtica desgracia, porque en ese momento, a pesar de que las lesiones están a la orden del día en la vida de un deportista, os aseguro que esta no estaba dentro de mi cabeza.

      En esa parada forzosa, obligatoria y casi diría que negra, me he dado cuenta de que tampoco es bueno que pensemos que nada malo nos va a pasar. Tampoco que demos por hecho la cantidad de cosas buenas que nos acontecen y pensar que las alegrías son para toda la vida, que nos pertenecen, que tenemos un caudal infinito para nosotros. La realidad es que todo se puede truncar en cualquier momento. Un camino se cruza con otro. Hay una piedra en el camino, un giro inesperado, sorprendente, y se complica todo.

      Hasta el chasquido de rodilla, el ambiente en aquella pista de Yakarta era tremendo. Me atrevería a decir que Indonesia nunca falla. Es una maravilla. Cada vez que participo en un torneo allí, el ambiente es tan potente que tengo que ir en taxi del hotel al pabellón por el tumulto de gente que espera en los alrededores pidiendo autógrafos y esperando para hacerse fotos. Son lo más. Me genera hasta envidia ver cómo allí se siente el deporte que yo amo. Cómo será la cosa que una vez visitó España el ministro de Deportes de Indonesia y una de las cosas que tenía previstas en su agenda y que solicitó fue conocerme. Lo más curioso es que le ofrecieron que asistiera al campo de fútbol del Santiago Bernabéu, pero respondió que prefería ver un entrenamiento mío y charlar después, si era posible. Es tal la pasión que se desata y la relación que se ha llegado a establecer conmigo que ocurre a veces que los aficionados indonesios me animan más a mí durante el partido que a sus compatriotas. Son sensaciones muy reconfortantes e incluso difíciles de explicar. Es curioso cómo tan lejos de tu tierra natal te pueden hacer sentirte como en casa. Y se esmeran, os lo aseguro.

      De hecho, tengo un recuerdo increíble, creo que fue en 2015, antes de un Mundial, el segundo que gané. Era en un Open que se hace en Indonesia. Perdí en la semifinal al jugar con una china en un partido muy duro, que se alargó casi hora y media en tres sets muy ajustados. El pabellón estaba lleno. Se me saltaron las lágrimas cuando esas ocho mil personas se pusieron a corear mi nombre: ¡estaba en Indonesia y había perdido! Fue un momento muy emocionante e inolvidable. Todavía hoy se me pone la piel de gallina al recordarlo.

      Pero vuelvo al tema. Que no hubiera sufrido una lesión tan severa no significaba que me hubiera librado de los dolores. ¡Esos nos persiguen a los deportistas de alto nivel! Así que en aquel partido jugué, qué curioso, con el tobillo derecho vendado porque sufría unos fuertes dolores que no me dejaban amortiguar bien la pisada. Pero hay un umbral del dolor con el que diría que convivimos. Recuerdo que, en una de las jugadas, en pleno partido, caí con ese tobillo completamente recto porque precisamente fue el vendaje el que no me permitió doblarlo bien. Después de un salto, la rodilla se fue hacia dentro y hacia fuera, ¡qué sensaciones más raras! Todavía hoy, al recordarlo, me produce algo de rechazo. Después vino el latigazo, el chasquido. La caída. Todo seguido. Y más aún los pensamientos. Uno detrás de otro. Pensé que se me había salido la rodilla.

      El dolor era infernal. Indescriptible. Me sentía fuera de control. La realidad me había sacado a lo bestia de todo lo que estaba en mi cabeza. De mis planteamientos previos. De ese robot que hay dentro de mí programado para entrenar, dar lo mejor de mí e intentar ganar a toda costa. Me había roto. Ahí mismo. En ese maldito instante. Y me entró un miedo tremendo. Obviamente miré a mi entrenador y le dije que no podía seguir. Me temía lo peor. Fueron unos momentos horribles.

      Mi primera reacción (estaba en medio de la guerra, en plena batalla, tenía ardiente el instinto guerrero) había sido pedir a mi segundo entrenador, Anders Thomsen, que llamara al fisio, Nacho Sarria, que estaba en la grada, para que bajase y me colocara la rodilla, porque yo quería seguir jugando. Aunque era un hecho, una realidad, que eso no se podía llevar a cabo: estaba prohibido. No se podían recibir tratamientos médicos en mitad de un partido.

      No me quedó otra que levantarme del suelo e irme cojeando al banquillo. No podía poner la pierna recta del todo ni flexionarla. Intenté enderezarla yo sola porque pensaba que lo que me había pasado era que se había salido. Esa era mi obsesión inicial. Incluso os diría que mi pensamiento único. Es curioso cómo se puede bloquear la mente cuando ponemos el cuerpo y la cabeza al límite.

      No podía pensar más que en la mala suerte que estaba teniendo. No podía ser. ¿Justo ahora? Si tenía el partido de cara, el ambiente era tremendo y parecía que solo me quedaba rematar el set, que estaba totalmente encarrilado. Lo difícil ya había pasado, el gran esfuerzo estaba hecho y superado. Sería suficiente con cerrar un buen final en la segunda manga. Humo. Era todo humo en mi cabeza. Que eso era lo que echaban mis pensamientos, mientras mi cuerpo en realidad apenas se podía mover.

      Volví. Regresé. Venga, el poder mental. La fuerza de querer por encima de las debilidades. Por encima de todo. Y logré superarme. Me puse 10-3. En la jugada siguiente, Nehwal me hizo una dejada cruzada y no pude ir a devolvérsela porque la rodilla no me lo permitió. Fue demasiado para mi cuerpo ir hasta allí. Punto para ella. Subió a 10-4.

      Sentí en ese momento otro punto negro de la


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