Puedo porque pienso que puedo. Carolina Marín
Читать онлайн книгу.porque sabía lo que eso significaba.
Mi gente hizo lo único que se puede hacer en este caso: intentar poner paz en el desconcierto, tranquilizarme, y me hablaron de todos esos deportistas que han sufrido a lo largo de su vida serias lesiones que en un momento determinado pareció que partirían su vida en dos y luego fueron capaces de volver a competir al mismo nivel que antes sin ningún problema.
Una vez pasado ese trago, el de la frustración inicial, les dije que quería operarme cuanto antes. Si tenía el problema ahí había que solventarlo. Era un lunes a mediodía y el martes, veinticuatro horas después de la conversación, estaba entrando en el quirófano. Ya empezaba a dar los primeros pasos para hacer frente a la situación.
La operación salió muy bien. La lesión había resultado limpia y, por fortuna, ni el ligamento ni el menisco estaban tocados. ¡Genial!
Es curioso, pero se me han quedado muy grabados cada uno de esos momentos. Todo lo que pasó, cómo viví y experimenté cada paso. La habitación del hospital. La cama, que estaba medio inclinada. La mesita, el teléfono, la botella de agua, una bata azul, un vendaje aparatoso en la pierna derecha… Es como si hubiera hecho una foto en mi memoria y fuera a permanecer así para siempre. Todo esto que os he contado es lo que se guarda en la memoria fotográfica. Luego vino la infinidad de cariño de mi gente, las muchísimas personas que se preocuparon por mí. Aquella habitación que acabó llena de flores y más todavía de amistad y apoyo incondicional de los míos.
Es una de las cosas positivas que te dejan las desgracias: sentirte querida y apreciada. Y, en este caso, fue mi rodilla la que lo consiguió. Mi gente me envolvió en cariño, me arropó y consiguieron llenarme de energía, energía de la buena; aquello fue un torrente que acabó por desbordarme y, de alguna manera, aunque todavía no era consciente del todo de ello, me dio alas para volar y alcanzar el optimismo que me faltaba.
Las lágrimas me persiguieron en la salida del hospital. Eran una cruz para mí y lo debieron ser para todas esas personas que me quieren y que no me dejaron sola en el camino. Al llegar a casa, el hogar que me esperaba después de todo, hice un viaje a mi interior. Creo que todavía no había tenido tiempo para parar, aunque os cueste creerlo, y quise hablar con la Carolina de verdad. Encontrarme a mí misma. Y me dije: «¡Basta ya! Esto es lo que hay. Las cosas no se eligen, ocurren». Dejé de lamentarme, de mirarme el ombligo y decidí tener la voluntad necesaria para empezar a tomar las riendas de la situación.
Sentí cómo la cabeza iba dando pasos hacia adelante, igual eran micropasos, es posible, pero ya estaba pensando en que ahora tocaba trabajar, trabajar y trabajar sin descanso, hasta recuperarme y volver a ser la que era. Recuperar mi identidad. Había que dar carpetazo a ese mal sabor de boca, a aquel día de enero de 2019 en Yakarta, que se había convertido en toda una paradoja del destino. Un lugar que me ha dado maravillosos recuerdos que llevo grabados a fuego en el corazón y que siguen estando ahí a pesar de la lesión, pero que fue también el escenario de un momento muy duro. Ahora ya sé que representó mucho más, aunque necesité tiempo para darle a todo su verdadera dimensión. Sé que fue un punto clave en mi carrera. Un alto en el camino de sufrimiento, pero también de resurgir y crecer con un potencial tremendo. He encontrado una energía que a veces me cuesta explicar.
EL CUERPO AVISA, A PESAR DE QUE NO QUERAMOS OÍR
El cuerpo me avisó. Esto es posible que hace un tiempo lo hubiera negado. Me encontraba en tal plenitud mental y con tantas ganas de seguir compitiendo, ganando, ascendiendo posiciones, que hubiera negado la mayor, pero era así. En el fondo de mí, en algún lugar de mi alma, o de mi cabeza, quién sabe, en algún lugar, yo intuía que mi lesión de rodilla, no sé si tal y como se produjo, podía ocurrir en cualquier momento.
Estas palabras las dan la perspectiva del tiempo. Ahora es cuando me he dado cuenta de que las lesiones graves no caen del cielo, no vienen de un día para otro, no sorprenden. Eso es a lo que nos queremos aferrar, a la mala suerte, a la rabia, a la impotencia, a la desgracia, a todo lo que se nos trunca delante de nuestros ojos, al sacrificio que dejamos atrás y a los muchos sueños que se nos desvanecen. Pero, en muchos casos, tu cuerpo antes de romperse te avisa. Te habla, te envía señales; adelantaríamos mucho si fuéramos capaces de escucharlo. Hay determinados síntomas que nos ayudan a ver que las cosas no están del todo bien, pero las exigencias de las competiciones son tan brutales que nos seguimos ejercitando a tope, casi sin pensar o, mejor dicho, asumiendo que nosotros estamos por encima del bien y del mal y, de alguna manera, también nuestro cuerpo. Y este un día te dice: «Te has pasado», pero ya es tarde, ya no es un aviso, ya toca parar, recomponerse y reconstruirse.
Nunca había tenido un percance tan importante y ni tan siquiera nada que se le pareciera. Si lo pienso, el único problema que me puso contra las cuerdas y me hizo la vida más difícil, porque no me permitió rendir al cien por cien, fue el que tuve después de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016, donde conseguí la medalla de oro.
Fueron unas molestias que tenía en el sacro, un hueso en la base de la columna vertebral. No era una lesión en sí misma, pero me producía los suficientes dolores como para impedirme entrenar con normalidad. Al final de cada semana tenía que parar porque no estaba bien. Y me hacía sentir incómoda, no vivir con la plenitud a la que estaba acostumbrada en mi preparación. Y ya os podéis imaginar que esa etapa no es comparable a lo que vino después.
Arrastré esa lesión durante unos meses, no acababa de encontrarme bien y fue para finales de año, en el mes de diciembre, cuando decidimos que la mejor opción era la infiltración. Los meses entre septiembre y diciembre fueron mortales. Muy duros. No tenía motivación. Los dolores no me dejaban entrenar ni competir bien, a la altura a la que estaba acostumbrada. Viví sensaciones muy desagradables y recuerdo que durante ese tiempo deseaba con todas mis fuerzas poder recuperar la normalidad, bendita normalidad, y que esas molestias que me estaban mermando tanto cesasen. Tenía la sensación de que había dejado de ser yo. No podía competir como deseaba, jugar como a mí me gustaba. Echaba la vista atrás y me daba cuenta de lo bien que se está cuando tu cuerpo te responde, cuando te deja ponerlo al límite, cuando no tienes un problema físico que te arrincone contra las cuerdas y te haga sentir que no puedes estar a la altura de siempre.
Esto desencadenó el que tampoco estuviera a gusto conmigo misma. No llegaba a disfrutar, pero, por otra parte, estaba obligada a acudir a los torneos, porque por el reglamento hay que ir a un determinado número de ellos al año cuando estás entre los diez mejores. Como no podía mejorar había tenido que entrenar con dolores y eso me impedía evolucionar, poder prepararme bien y al final me llevaba a una especie de conflicto interior que me hacía sentir insatisfecha.
Por mucho que intentes engañar a tu cerebro y saltar a la pista como si nada, cuando los dolores aprietan te das cuenta de que tu mejor versión no aparece, eres un espejismo de ti misma y lo defiendes como puedes, pero nada más. Y eso contagia toda tu vida. Lo que vives en la pista se arrastra a tu vida personal, te ofusca y te cuesta pensar con claridad también fuera. Necesitas poder moverte como si no pasara nada. Y eso no ocurre. Y así un día y otro, y otro más.
El cambio de año me vino bien y en enero ya empecé a entrenar y a competir con regularidad.
Si antes os he dicho que las lesiones avisan es porque he sido capaz, en este periodo de reposo, en este tiempo muerto, de echar para atrás en la máquina del tiempo, y darme cuenta de cuándo fueron esas llamadas de atención que, en su momento, yo no quise atender.
Aquel 27 de enero de 2019 era el último día de un periodo de dos meses que yo había pasado fuera de Madrid. Primero fui a China diez días por compromisos publicitarios, luego estuve otro mes disputando la liga india y posteriormente jugué otros torneos durante dos semanas más.
Fueron alrededor de ocho semanas muy exigentes fuera de casa. Sin estar acompañada de mi entorno; mis entrenadores iban y venían, pero en general todo resultaba un poco irregular.
El desgaste resultó mayúsculo, tanto en lo físico como en lo mental. Tenía la sensación de no parar. A veces, entras en una rueda de exigencia máxima en la que no tienes