Experiencias del dolor. David Le Breton

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Experiencias del dolor - David Le Breton


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abruma al individuo, rompe el flujo de la vida cotidiana y altera la relación con los demás. Es sufrimiento. Si el dolor es un concepto médico, el sufrimiento es un concepto del sujeto que lo sufre.

      El dolor no está restringido a un órgano o a una función, también es moral. No hay un sufrimiento físico que no tenga repercusión en la relación del hombre con el mundo. El dolor de muelas no está en la muela, está en la vida, altera todas las actividades de la persona, incluso aquellas que aprecia; impregna los actos, atraviesa los pensamientos: contamina toda la relación con el mundo. Si el dolor se quedara tranquilamente encerrado en el cuerpo, tendría poco impacto en la vida cotidiana, es impensable en esta forma. Necesariamente desborda sobre nuestra existencia. El hombre sufre en todo el espesor de su ser. Ya no se reconoce y su entorno descubre con sorpresa que ha dejado de ser él mismo. El dolor “no le da sabor a nada”, robando a la persona de sus viejas costumbres y constriñéndolo a vivir a un costado de sí mismo sin poder juntarse, en una especie de duelo del yo. El sufrimiento es la denominación de esta ampliación del órgano o función a toda la existencia. Si bien el sufrimiento es inherente al dolor, también es más o menos intenso según las circunstancias. Está en función del sentido que toma el dolor, y en proporción a la suma de la violencia sufrida.

      Es la enseñanza del Libro de Job: el individuo sufre menos por su dolor que por el significado que el dolor tiene para él. Por cierto, aquí lo único que nos importa es la dimensión antropológica del texto, no su dimensión religiosa o espiritual. Recordemos las líneas principales. Al comienzo, Job es un hombre satisfecho, rico, hospitalario, amado, profundamente piadoso. Vive en un mundo previsible bajo la protección de Dios. Por una apuesta con el diablo, Dios pone a prueba su fe. Job pierde su fortuna, sus hijos. Se viste de luto, pero no se queja. Una serie de males se abaten sobre él. Durante siete días Job se calla, sólo el silencio es la medida de la extensión de su dolor, del abismo de su interrogación. Más aún que por sus heridas, sufre por no poder comprender el significado de su prueba. Para él, nada de su vida pasada la justifica. No ha cometido ningún pecado y, en su concepción religiosa del mundo, la lógica tranquilizadora de la retribución está trastocada: un justo no puede sufrir. Para dar testimonio de esta injusticia y pedirle cuentas a Dios, se desprende del silencio y retorna al lenguaje para volver comunicable su sufrimiento. El texto, paradójicamente, compara su palabra con los “rugidos de una bestia feroz” (Job, IV, 31).

      Acuden sus amigos, pero lejos de confortarlo, su presencia lo aflige por su actitud cerrada como guardianes del templo, ciegos a la emergencia de lo inédito. Su compasión no resiste a la convicción de Job que sus sufrimientos no son merecidos. Perros guardianes de una ortodoxia incapaz de integrar el hecho de un sufrimiento injustificado, no toleran la mínima excepción a la ley hecha por Dios porque entonces toda la construcción de su creencia se derrumbaría. Job es obligatoriamente un pecador, o sus hijos, o ha cometido alguna falta sin darse cuenta. Poco atentos al sufrimiento de su amigo, cualquier intento por encontrar una causa que atestigüe su culpabilidad les sirve para escapar de la vergüenza ante su obstinación por defender su inocencia. Para ellos, un dolor o una enfermedad es el justo castigo de un pecado contra Dios. A pesar de los argumentos de Job, rechazan obstinadamente la idea de un sufrimiento inocente. No quieren hacerse cargo de su condena, la culpa es de él, lo cercan para que haga su examen de conciencia. La escena se transforma en un tribunal, se comportan como fiscales que se esfuerzan por hacer confesar al culpable. Sus palabras ya no son para consolarlo sino para acusarlo, Job se mortifica más. “Hasta cuándo me causarán aflicción y me derrumbarán con sus palabras” (Job, XIX, 2). Finalmente se encuentra en el lugar de aquellos a los que alguna vez consoló con las mismas vanas palabras, ahora es una víctima y vive desde adentro la irrelevancia de las palabras de sus amigos. Algo de la ley divina está fallando. Su angustia es tal que se entrega en cuerpo y alma a su palabra: “¡Cállense! Soy yo quien va a hablar, pase lo que pase. Entonces agarraré mi carne entre mis dientes.”

      El psicoanálisis no distingue el dolor físico del psíquico, los pone en el mismo plano (Nasio, 2003, 2006). Freud emplea el mismo término Schmerz, que se aplica, como en francés, a las formas “físicas” o “morales” del dolor. Usa el término Seelenschmerz cuando quiere poner el acento sobre el dolor psíquico. No utiliza el término Leiden que remite al sufrimiento “moral”. Para Freud el dolor (Schmerz) es una reacción a la pérdida de una evidencia existencial debido a una ruptura interior: un duelo, una separación, o una discontinuidad de la unidad corporal. Entonces toda la energía del individuo que sufre se focaliza y se disuelve en la representación de la pérdida. La desaparición del término “doler” en francés en favor del verbo “sufrir”, responde, finalmente, a una suerte de intuición de la lengua, la imposibilidad de distinguir, en la relación con el mundo, los efectos del dolor “físico” o “psíquico”. Siempre lo que a uno lo golpea y abruma es el sufrimiento. Una vez que ha sido superada la resistencia del individuo, toda su energía se consume en la atención que le presta. El sufrimiento lo absorbe por completo, lo expulsa de sí mismo para reducirlo a un apéndice puntualmente doloroso, el mundo externo se le vuelve indiferente. “En el caso del dolor corporal, se produce un importante investimento y es necesario calificar como narcisista el lugar del cuerpo doloroso, investimento que no cesa de aumentar y que tiende, por así decirlo, a vaciar el yo” (Freud, 1990, 101). El dolor es un esfuerzo de tensión a la vez somático y simbólico en torno de la parte lesionada del cuerpo. Tensión inútil de una defensa inapropiada que escapa al sujeto. El sufrimiento es tanto más intenso cuanto empobrece la relación con el mundo y ocluye el horizonte. El individuo entero está encerrado en su dolor.

      Hemos dicho, el dolor siempre está contenido en un sufrimiento, al principio es un padecimiento, una viva agresión a soportar. El sufrimiento es la resonancia íntima de un dolor, su medida subjetiva. Es lo que el hombre hace con su dolor, esto engloba sus actitudes, vale decir cómo su resignación o su resistencia se comportan en el flujo doloroso, con qué recursos físicos o morales cuenta para la prueba. Nunca es la simple prolongación de una alteración orgánica, sino una actividad del significado para la persona que lo sufre. Si bien el dolor es un terremoto sensorial, sólo golpea en proporción al sufrimiento que implica, es decir del significado que reviste (Le Breton, 2004). Recordemos en relación a esto la definición de P. Ricœur, para quien el dolor se aplica a los “afectos sentidos como localizados en los órganos particulares del cuerpo o en el cuerpo entero, y el término de sufrimiento a los afectos abiertos a la reflexión, el lenguaje, la relación con uno mismo, la relación con los demás, la relación con el sentido, con el cuestionamiento” (Ricœur, 1994, 59).

      El dolor no es el rastro en la conciencia de una fractura orgánica, mezcla el cuerpo y el significado. Es somatización y semantización. Para el


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