Ricos y despiadados. Cathy Williams

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Ricos y despiadados - Cathy Williams


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Todo el mundo parecía creer que la belleza física era una bendición, que abría puertas y hacía que todo fuera más fácil. Nadie se daba cuenta de que esa clase de físico cerraba tantas puertas como abría, y Sophie estaba harta de no ser comprendida por su amiga.

      –¿Por qué no dejas de llevar esas faldas largas y esas botas de campesina? No será porque te falte el dinero.

      –No –dijo Sophie con amargura–. Tengo dinero. Alan nos dejó lo suficiente, como sabes –se giró para mirar a su amiga–. La mala conciencia surte estos efectos.

      Seguía costándole bromear. Incluso pasados cinco años, pronunciar su nombre se le atragantaba y la obligaba a carraspear.

      –No me apetece hablar del tema –concluyó.

      –¿Por qué? –replicó Katherine agresivamente–. Si no hablas conmigo, ¿con quién vas a hablar?

      –No quiero hablar del tema con nadie, Kat –apretó los puños sin darse cuenta hasta que le dolieron los nudillos–. Jade y yo estamos bien. Soy feliz así. No quiero escarbar en el pasado –al pronunciar el nombre de su hija, los ojos de Sophie se dirigieron automáticamente hacia la escalera, pero sabía que la niña dormía profundamente.

      –Vale –Katherine se encogió de hombros y aceptó el café que le tendía su amiga–. Pero te equivocas. Eres guapa, Sophie. Y no necesitas pinturas ni trajes para parecerlo. Pero te empeñas en encerrarte aquí y no dejarte ver.

      –Tú también vives aquí. No te he visto correr a la estación y tomar el primer tren para Londres.

      –Es verdad –Katherine sonrió y Sophie se relajó un poco.

      Al menos la velada no iba a terminar con una nota amarga. Odiaba enfadarse con Katherine. Eran amigas desde que jugaban con muñecas, y a pesar de ello, el tema de Alan era demasiado doloroso para que pudiera hablar de ello abiertamente. Normalmente, Katherine respetaba su reserva.

      Más tarde, cuando Katherine se hubo marchado, Sophie permaneció de pie en su dormitorio, pensando en lo que había dicho. Todo mentira. No era feliz. Al menos no era feliz en el sentido de despertarse cada mañana y sentirse llena de alegría de vivir.

      Sólo se sentía así cuando miraba a Jade, pero la mayor parte del tiempo se sentía envuelta en una neblina de tristeza vaga y sin motivo. A veces lograba sacudirla, y percibir una bocanada fresca de alegría, pero en seguida la neblina volvía a asentarse alrededor de su cuerpo, como una segunda naturaleza de la que no podía desprenderse.

      ¿Cómo explicarle aquello a Katherine? Su amiga pensaba que el divorcio era algo habitual y que al menos ella había estado casada con un hombre rico que le había dejado el suficiente dinero como para vivir cómodamente. ¿Cómo podía hacerle entender toda la amargura y la humillación de su ruptura? ¿Cómo decirle que su autoestima había sido tan pisoteada que nunca pudo recuperarla del todo?

      Dio la vuelta y en la semioscuridad del cuarto observó aquel rostro y cuerpo que según todos debían aportarle felicidad y suerte. Vio su cabello rojo resplandeciente, cayendo en rizos hasta su cintura, los ojos enormes y verdes, la nariz recta, la forma perfecta de la boca. Conocía de sobra la longitud de sus piernas, la delgadez de la cintura, la orgullosa curva de los senos.

      Se miró con objetividad. De no haber sido tan llamativa, Alan no se hubiera fijado en ella y su vida hubiera sido diferente, sin duda mejor. Salvo por Jade, pensó, dándose la vuelta. Algo bueno había nacido de todo aquel desastre.

      ¿Era de extrañar que la idea de gustar a otro hombre, de utilizar su cuerpo como anzuelo la disgustara tan profundamente?

      Eso era lo bueno de vivir en una pequeña comunidad. Los hombres eran todos conocidos y estaban comprometidos. Las pocas caras nuevas pasaban de largo. Cuando Annabel y sus amigas volvían de Londres para descansar en la casa de sus progenitores, inevitablemente se traían a unos cuantos amigos, pero le bastaba con rechazar las escasas invitaciones que recibía. En efecto, en Ashdown se sentía segura.

      Cuando, unas semanas después, Katherine le anunció que efectivamente Gregory Wallace se instalaba en el pueblo, la noticia no la afectó en lo más mínimo. En lo que a ella se refería, podía vivir en Ashdown o en Tombuctú, igual daba.

      –¡Lo he visto! –exclamó Katherine con excitación mientras tomaban un café en la nueva cafetería junto a Correos.

      –Qué suerte –ironizó Sophie–. ¿Y la experiencia ha cambiado tu vida?

      La réplica fue recibida con una mirada amenazante de su amiga.

      –Es increíblemente guapo.

      –Oh, en serio. En es ese caso, las solteras locales van a estar comiendo de su mano en pocas horas. Annabel y Caroline y las gemelas Stennor deben estar plantando las tiendas en su jardín. ¿Y dónde piensa vivir el hermoso salvador de nuestro pueblo?

      –Ha comprado la casa Ashdown.

      –¿La mansión Ashdown? –Sophie frunció el ceño–. Había oído que la anciana señora Frank no quería marcharse de la casa.

      –Pues la ha convencido. Se ha instalado en una pequeña casa de campo junto a la mansión y las obras comienzan la semana próxima.

      –Debe de tener mucha capacidad de persuasión.

      –Ni te lo imaginas –suspiró Katherine y Sophie la miró con irritación–. Todo en él es persuasivo, empezando por su cuenta corriente. Y por favor, no me lances el pequeño discurso sobre que el dinero no lo es todo en la vida. Puedes sacar mucho de él para tu organización benéfica.

      –No pienso correr hacia un extraño con la mano extendida –replicó Sophie secamente. Su obra caritativa era fruto del amor y no pensaba ponerse en la cola de gente dispuesta a conseguir algo del señor Gregory Arréglalo-todo. De hecho, todo el escándalo causado por el hombre la disgustaba y ofendía. En la biblioteca donde trabajaba, todo el personal estaba agitado por las historias de Wallace y sus mejoras imaginarias y reales.

      –No, no lo conozco –tuvo que decir Sophie muchas veces en los días que siguieron. Y no podía evitar bostezar cada vez que el dichoso nombre salía a relucir.

      Sin duda, acabaría por encontrárselo. En Ashdown era imposible evitarse, aunque el hombre saliera menos, según Katherine, desde que el otoño había dejado paso a un incipiente invierno que traía ya la promesa nevada de las Navidades.

      –A lo mejor ha terminado su casa, se ha aburrido del pueblo y se larga de nuevo a Londres –dijo Sophie mientras su amiga suspiraba y abandonaba la biblioteca con un gesto teatral de ofensa.

      Eran las cinco de las tarde y ya había anochecido, de modo que la biblioteca estaba prácticamente vacía. Ella misma saldría en pocos minutos a buscar a su hija y ambas dedicarían la tarde a decorar la casa para las navidades.

      Dentro de pocos días, llegaría un regalo para Jade de parte de su padre, un presente extravagante y caro comprado en Nueva York que colocarían bajo el árbol. Aquella era la rutina de cada navidad, el regalo, la nota seca dando las gracias a un hombre sobre el que su hija nunca preguntaba. Jade tenía sólo cinco años y no había conocido a su padre, de manera que no hacía preguntas. Eso llegaría más adelante.

      Sophie se disponía a marcharse y estaba cerrando los cajones de su mesa cuando observó que había alguien junto a la puerta de entrada. Ya había apagado casi todas las luces y en la penumbra sólo pudo distinguir que la forma era masculina y fuerte, lo que provocó en ella una reacción de temor.

      –Estoy a punto de descolgar el teléfono –dijo en voz alta y clara que rebotó en la sala vacía y la hizo sentirse como la protagonista de una mala película de terror–. Si se acerca más, le aseguro que llamaré y la policía estará aquí en un instante.

      Fuera quien fuera, era alto y fuerte. Su figura destacando en la penumbra lo decía y Sophie sintió que su corazón latía dolorosamente mientras se preguntaba si la policía no se habría marchado ya a casa.

      –Qué dramático


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