Ricos y despiadados. Cathy Williams

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Ricos y despiadados - Cathy Williams


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de vez en cuando de la agitada vida londinense.

      De manera que cuando al día siguiente, alzó los ojos del libro que leía y lo vio acercarse a su mesa de la biblioteca, no hubiera podido decir si se sintió desconcertada o asustada. Ambas cosas. Sólo supo que su estómago empezó a saltar espasmódicamente, y que su mesa, que normalmente la protegía, le pareció una jaula de la que era imposible escapar.

      En la luz clara de la mañana, era aún más peligroso de lo que le había parecido la noche anterior. Podía observar su rostro con detenimiento, los rasgos duros, cortantes, la intensa luz oscura de la mirada, la línea agresiva de la mandíbula. Avanzaba con la confianza de un animal de la selva, sin titubeos, y se detuvo un momento para saludar a una persona que leía en la sala.

      Para ser alguien recién llegado, no cabía duda de que se había dado a conocer, pensó Sophie con sarcasmo. Debía de ser por su natural encanto y belleza. Alan tenía un efecto similar sobre la gente. Había pasado toda su vida creando una impresión externa, recibiendo halagos de las personas que se dejaban seducir por su imagen sin preguntarse qué había debajo.

      Así que Sophie lo miró con espíritu crítico mientras se acercaba a su mesa y se detenía frente al mostrador.

      –He vuelto –dijo como si no fuera evidente.

      –¿No me diga?

      –¿Ha mejorado su humor este día frío y claro? –la miró y, aunque no hacía nada más que mirar, Sophie tuvo la desagradable impresión de que la estaba analizando, calibrando cada uno de sus gestos y rasgos.

      Se sentiría muy decepcionado si había esperado encontrar una mujer provinciana fascinada por su mera presencia, o una belleza local, dispuesta a coquetear con él. Llevaba una falda larga, casi hasta los pies, un jersey amplio, y nada revelaba las formas del cuerpo. Se había recogido el cabello en un moño y no llevaba ni una gota de maquillaje.

      –¿Supongo que ha vuelto a por su libro sobre la emocionante historia de Ashdown? –señaló una sección de la biblioteca a su espalda–. A lo mejor encuentra algo por allí.

      –¿Le molesta enseñarme? –no sonreía, pero algo en su voz mostraba que lo hacía interiormente. Debía de ser una sonrisa mundana y divertida ante alguien que carecía por completo de modales.

      –No puedo dejar mi puesto. Le diré a Claire que se lo enseñe.

      –Es verdad. No puede alejarse del mostrador cinco minutos, por si se amontonan las personas buscando sus libros.

      –Eso es –dijo Sophie, negándose a responder a la burla. Sabía que se estaba mostrando desagradable, pero no le gustaba esa clase de hombres y le daba igual no ser simpática.

      –¿Por qué no le dice a Claire que la sustituya? ¿Dónde está?

      –Oh, bueno –dijo Sophie y levantando la tapa del despacho, salió fuera–. Sígame, por favor –añadió mirando por encima del hombro. Y antes de que pudiera replicar, se dirigió a la sección local de la biblioteca, deteniéndose frente a una balda que señaló.

      –Me temo que esto es todo –dijo–. Y lo mejor debe ser… éste –retiró un libro de tapas duras y se lo tendió al hombre, que lo tomó con gesto obediente.

      –Muy bien –le sonrió y Sophie le devolvió una educada sonrisa.

      –Como le dije ayer, señor Wallace, si quiere saber más cosas, lo mejor es hablar con algunos vecinos –aunque sin duda ya lo había hecho, pensó Sophie. A juzgar por los rumores, aquel extraño tenía una vida social mucho más intensa que ella.

      –¿Y usted? –preguntó Gregory cuando Sophie regresó a su mesa y se dedicó a completar su ficha.

      –¿Yo? –Sophie lo miró con sorpresa.

      –¿Por qué no come usted conmigo –explicó pacientemente el hombre– y me habla de su pueblo?

      –Lo siento –dijo Sophie al instante–, pero no puedo.

      –¿Por qué?

      –Porque trabajo a la hora de la comida.

      Gregory miró a su alrededor, asombrado por la declaración.

      –¿Por qué?

      –Porque… –Sophie suspiró y cruzó los brazos sobre el pecho. Sin duda la biblioteca no era el centro de una agitada metrópoli. No había más de cinco personas leyendo, si descontabas un puñado de niños en edad preescolar acompañados por sus madres.

      A veces, Sophie se ocupaba de los pequeños, les leía cuentos y les enseñaba el alfabeto mientras las madres descansaban de ellos y elegían lectura. Pero nada de todo ello le exigía trabajar durante la hora del almuerzo.

      –Porque lo hago –terminó y, como el hombre no dejaba de mirarla, añadió–: Bueno, de acuerdo, no siempre trabajo a la hora de comer, pero me gusta quedarme aquí y leer –le lanzó una mirada desafiante que no le afectó en absoluto–. Y además, usted no debería tener tiempo. ¿No tendría que estar en su oficina de Londres? ¿Trabajando de sol a sol para construir emporios?

      –Todo el mundo necesita descansar entre emporio y emporio –dijo el hombre y su boca ocultó la risa.

      –No he dicho nada gracioso, señor Wallace.

      –Por favor, deja de llamarme «señor Wallace». Ni siquiera mi gerente del banco me llama así.

      Porque querrá hacerse el simpático con su mejor cuenta, pensó malévolamente Sophie. Alan tenía el mismo efecto en las personas, recordó. Todo el mundo parecía halagar su vanidad. Se estremeció interiormente, recordando su ingenuidad al principio de su relación, cuando estaba en las nubes, y pensaba tontamente que era su personalidad lo que le había atraído de ella.

      Hasta que se dio cuenta de que había buscado un objeto ornamental que llevar del brazo. Todavía se ponía enferma de rabia al pensar en lo manejable que había sido entonces. Le había permitido que decidiera cómo debía vestirse, con vestidos que le parecían casi indiscretos y zapatos que la hacían sentirse como una gigante frente a otras mujeres.

      –Te he perdido –dijo de pronto Gregory apoyándose en el mostrador, con una mano en el bolsillo.

      –¿Qué? –Sophie volvió al mundo y se fijó en el hombre que la miraba. Ojalá no hubiera hablado nunca con él. La idea la asustó, y tuvo que recordarse que no tenía ninguna relación con él y que era imposible que aquel perfecto extraño tuviera el menor impacto en su regulada vida. Pero, de todos modos, se sentiría más tranquila si no exudara aquel increíble carisma.

      –Estabas a cientos de kilómetros de aquí.

      –Aquí está –Sophie ignoró el comentario y le tendió un carnet de la biblioteca que se guardó en la cartera.

      –Y ahora que hemos dejado claro que no tienes que trabajar a mediodía, ¿aceptarás mi invitación?

      Escuchó el encanto y la persuasión en su voz y se estremeció de terror.

      –No.

      Gregory la miró con impaciente perplejidad.

      –¿Cuándo tengo que devolver el libro? –dijo, poniéndose recto y sin sonreír.

      –Dentro de dos semanas como máximo o tendré que poner una multa.

      –¿En qué consiste?

      –No me acuerdo. Todo el mundo devuelve los libros a tiempo.

      –Qué pueblo tan virtuoso.

      –Es una comunidad virtuosa –dijo Sophie sin ironía aunque alzó las cejas.

      –¿Tú incluida? –dijo él suavemente.

      Sophie sintió que se sonrojaba y luchó contra el impulso de abofetearlo. No había dicho nada desagradable, pero el solo hecho de hacerla sonrojarse la irritó sobremanera.

      –Yo especialmente


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