Ricos y despiadados. Cathy Williams

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Ricos y despiadados - Cathy Williams


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y un cuerpo, que incluso cubierto por el abrigo largo, mostraba ser fuerte, elástico, y lleno de gracia.

      Conocía aquella clase de hombre. Le recordó mucho a su ex-marido, un hombre cuyo atractivo y encanto le habían hecho perder la cabeza. Comenzó a ponerse el abrigo tras guardar las últimas fichas.

      –Es más dramático ser detenido por la policía –replicó secamente.

      –¿La policía? ¿Se refiere a ese simpático agente que trabaja ahí cerca y hace de Santa Claus en la representación anual? –rió con ganas y siguió avanzando hacia la mesa de Sophie.

      –¿Quién es usted? La biblioteca está cerrada. Si busca un libro, puede venir mañana –recogió su bolso y, como siempre, echó un vistazo alrededor para comprobar que todo estaba en orden.

      –Soy Gregory Wallace –dijo el hombre y Sophie le dedicó una mirada de curiosidad sincera durante unos segundos. Después, se dirigió a la puerta.

      –Pues yo me marcho, así que, si no le molesta, puede seguirme o quedarse aquí hasta las nueve de la mañana –al pasar a su lado, captó un aroma leve e intensamente masculino, y le sorprendió comprobar lo alto que era. No era habitual para ella encontrarse con un hombre al que no pudiera mirar a los ojos.

      –He venido a por un libro –dijo el hombre y no la siguió, obligándola así a volverse, irritada porque la retrasara cuando tenía que recoger a Jade.

      –Ya lo había supuesto –dijo con educada irritación–. La gente suele buscar libros en las bibliotecas –así que aquel era el hombre que había logrado convertir su tranquilo pueblo en un circo. Mirándolo con objetividad, era comprensible. Era guapo, nadaba en dinero y, si los chismes no mentían, estaba soltero. Si la gente pensara un poco más, podría ver los corazones rotos que aquel tipo había dejado en el camino.

      –Y en general, esperan que les atiendan –dijo con ironía el hombre–. Ni siquiera sé su nombre.

      –Soy la señora Turner –dijo Sophie sin molestarse en sonreír–. Y como ya dije, la biblioteca cierra a las cinco.

      –Seguro que no le molesta buscarme un libro. Algo sobre la historia del lugar.

      –Esto es demasiado pequeño para tener una historia. Si quiere saber algo, hable con el reverendo Davis –giró de nuevo, sacó las llaves y fue hacia la puerta sin volverse, apagando luces a su paso. Pensó que el hombre no iba a seguir hablando ante la evidencia de que Sophie lo encerraría dentro si no se daba prisa, y estaba en lo cierto. Pero no había previsto que se acercara tanto a ella: de pronto, el lugar le pareció claustrofóbico. Sophie no era una persona táctil por naturaleza. Odiaba que invadieran su espacio e, instintivamente, intentó poner distancia entre ellos.

      –Es usted la primera persona que conozco que no se ha mostrado hospitalaria –comentó Gregory, mirándola a los ojos y obligándola de algún modo a sostener su mirada.

      –¿Quiere decir aquí o en la vida en general?

      –¿Le han dicho alguna vez que no parece una bibliotecaria?

      –Aunque me encantaría seguir aquí charlando con usted, señor Wallace, tengo que irme –salió y cerró la puerta, asegurándose de girar la llave, aunque Ashdown no era precisamente un lugar con altos niveles de criminalidad. Era imposible asaltar a alguien que tomaba el té con tu madre los jueves y te había cuidado de pequeño, pensó Sophie.

      Comenzó a caminar hacia su coche, aparcado a pocos metros, siempre con el hombre siguiendo sus pasos.

      –¿Supongo –dijo Wallace mientras Sophie abría la puerta– que habrá oído que he comprado la casa Ashdown?

      –Lo he oído –asintió Sophie sin comentar el hecho–. Bueno, adiós. Espero que encuentre lo que busca sobre el pueblo –se deslizó en el asiento, recogió su abrigo para que no lo pillara la puerta al cerrarse, algo que le sucedía a menudo, y encendió el motor.

      El hombre golpeó la ventanilla y Sophie se vio obligada a bajarla.

      –¿Puedo preguntarle algo? –dijo, inclinándose sobre el coche y provocando que el corazón de Sophie saltara alarmado, y esta vez no por temor. Su propia reacción la asustó. No le gustaba que los hombres se acercaran demasiado a ella. Deliberadamente, emitía toda clase de señales sobre su indisponibilidad para el amor y el sexo, y esperaba que los hombres las captaran y actuaran en consecuencia. Gregory Wallace le pareció entonces un hombre carente de sensibilidad hacia las señales que emiten los demás… la clase de hombre que sabe lo que quiere y lo persigue sin preocuparse por los sentimientos que pueda pisotear.

      –¿Qué?

      –¿A qué se debe esta manifestación tan clara de hostilidad?

      –Es genético –replicó Sophie sin inmutarse.

      –En otras palabras, ¿es usted así con todo el mundo?

      –En otras palabras, tengo que irme, así que sea tan amable de apartarse de mi coche.

      Obedeció. Sin perder tiempo, Sophie subió la ventanilla, maniobró para salir y se dirigió hacia la guardería de su hija. Llevaba casi media hora de retraso, y cuando entró se encontró a Jade sentada en el suelo del vestíbulo, dibujando felizmente con lápices de colores, totalmente inconsciente del retraso materno.

      –¿Cómo se ha portado? –preguntó a Sylvia.

      –Ha sido muy buena, como siempre. La pequeña Louise la ha invitado a tomar el té el viernes, y está nerviosísima.

      Sophie sonrió y se alegró de la bendición de vivir en un lugar pequeño donde todos conocían a su hija y sabían reaccionar ante su problema. ¿Cómo se las hubiera arreglado de otro modo? Por supuesto que hubiera salido adelante, pero era grato estar rodeada de gente que la comprendía.

      Se acercó a Jade y pasó unos minutos observando con pasión aquella miniatura de sí misma. Había pensado muchas veces que era muy triste que sus padres no hubieran vivido para conocer a su nieta. Después fue hacia Jade, poniéndose en su campo de visión, se detuvo y habló lenta y claramente, usando al mismo tiempo las manos para preguntarle cómo había pasado el día. Recibió una serie de gestos de las manos en respuesta.

      –No es minusválida –le había explicado pacientemente el especialista años atrás, cuando Sophie empezó a observar que su hija no respondía a los sonidos–. Es sorda. No profundamente. Puede oír, pero los sonidos son muy distantes y no tienen sentido para ella. Pero no es algo que destroce la vida, Sophie. Necesitas tiempo para aceptarlo, pero te sorprenderá ver cómo Jade sale adelante.

      Todo el mundo en el pueblo sabía que Jade era sorda, y como los niños habían crecido con ella, eran conscientes de que tenían que ponerse frente a ella para hablarle. Eran especialmente tiernos y considerados con ella, y su profesora, Jesse, había aprendido el lenguaje de las manos y se lo había enseñado a los alumnos, haciendo de ello un juego del que todos disfrutaban.

      Sophie había leído todo lo posible desde que el diagnóstico se confirmó. Había aprendido a hablar con gestos y había comenzado a recoger fondos en el pueblo y en los alrededores para diferentes organizaciones de ayuda a la infancia. Al mismo tiempo, intentaba recuperarse de su fracaso matrimonial.

      Poco a poco, había dejado de pensar que la sordera de Jade era una suerte de castigo por su incapacidad como madre y esposa, pero la ruptura con Alan seguía dejando un gusto amargo en su vida.

      Intentaba no pensar en él, pero sabía que no volvería a confiar en un hombre, que no volvería a entregarse para ser brutalmente herida. En los cinco años transcurridos había crecido y había enterrado los sueños juveniles que la hacían vulnerable, creando una muralla a su alrededor para defenderse del mundo.

      Por eso la enfureció aún más comprobar que aquella noche, mientras yacía desvelada, en su cama, la asaltaban imágenes de Gregory Wallace, como mosquitos en una noche tórrida, zumbando a su alrededor, dispuestos a picarla.

      Por suerte, no volverían a


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