Psicología política y procesos para la paz en Colombia. Omar Alejandro Bravo

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href="#ulink_cfaae4f0-058e-5ee3-a341-a50db991528e">González Calleja, 2013). En una perspectiva reduccionista, podría simplificarse este debate afirmando que la historia, basada en la documentación como método único o privilegiado, tendría una pretensión hegemónica y unificante en torno a hechos anteriores, siendo entonces la memoria su opuesto, dada su defensa de la singularidad, la dispersión y la reivindicación del testimonio individual como fuente de conocimiento. Así, la historia representaría a la episteme; la memoria a la doxa.

      Para Lavabre (1995), la distinción entre memoria e historia se basaría en que

      la memoria tiene más que ver con la verdad del presente que con la realidad del pasado. En consecuencia, entre los fenómenos que se suelen llamar memoria hay una segunda distinción entre la huella y la evocación, la reconducción o repetición y la reconstrucción, entre lo que pertenece al peso del pasado y a la selección del mismo (p. 43, citado en Pallín y Escudero Alday, 2008, p. 86).

      Herrera Farfán y López Guzmán (2012), por su parte, enfatizan la pluralidad de los relatos que la memoria permite, lo que implica privilegiar algunas informaciones sobre otras.

      Halbwachs (1925/2004) también incursionó en este debate al afirmar que la historia nacional, en su intento de reflejar objetivamente hechos pasados, se diferencia de la memoria colectiva, que se basa en recuerdos colectivos de los grupos. De esta forma, la historia «solo comienza en el punto en que acaba la tradición, momento en que se apaga o se descompone la memoria social» (p. 212).

      En esta distinción, la memoria colectiva «ya no retiene del pasado sino lo que todavía está vivo o es capaz de permanecer vivo en la conciencia del grupo que la mantiene» (Halbwachs, 1925/2004, p. 93).

      Para algunos autores (Carretero y Limón, 1997; Ek, 1996; Grele, 1989), la historia organiza su visión del pasado desde la perspectiva de los intereses de grupos de poder, lo que la hace una ficción sujeta a disputas políticas. En este sentido, de acuerdo con De Decca (1992), la historia, desde su lógica totalizante, podría comprometer a las identidades grupales; la memoria, en cambio, podría reforzar dichas identidades colectivas.

      El texto de Ricoeur, Memoria, historia y olvido (2004), desarrolla una fenomenología de la memoria, una epistemología de la historia y una hermenéutica de la condición histórica, contribuyendo de forma significativa a esta discusión.

      Aquí, según Chartier (2007),

      las diferencias entre historia y memoria pueden trazarse con claridad. La primera es la que distingue el testimonio del documento. Si el primero es inseparable del testigo y supone que sus dichos se consideren admisibles, el segundo da acceso a acontecimientos que consideran históricos y que nunca han sido recuerdo de nadie. Una segunda diferencia opone la inmediatez de la reminiscencia a la construcción de la explicación histórica […]. Una tercera diferencia entre historia y memoria opone reconocimiento del pasado y representación del pasado (p. 35).

      Pérez Garzón y Manzano Moreno (2010) también afirman la posibilidad de una aproximación entre memoria e historia, al considerar que, por un lado, las memorias colectivas se transforman en materia histórica y, por otro, la historia puede contribuir con la construcción social de la memoria. Así, memoria e historia serían «dos modos de conocimiento con funciones distintas, tanto la historia como la memoria convergen en los juegos de poder y en las subsiguientes instituciones que organizan la reconstrucción del pasado» (Pérez Garzón y Manzano Moreno, 2010, p. 25, citado en Bravo, 2016).

      Asimismo, La Capra (1998) afirma que la falta de una distinción epistemológica clara entre la historia y la memoria proviene de su aparente falta de objetividad, lo que permite que exista entre ambas «un intercambio dialéctico que nunca termina de cerrarse» (p. 20), favoreciendo formas diferentes de rememoración. Toro y Camacho (2005) señalan, como dificultades para esta aproximación, al totalitarismo, por su afán de imponer una verdad única, y a la sociedad del espectáculo, que satura de información dispersa e inconexa al ambiente social.

      En definitiva, cualquier expectativa de ofrecer un cierre a este debate tropezaría con la insuficiencia de abarcar sus múltiples aspectos. Cabe, no obstante, desde Ricouer (2004), tomar distancia prudente de cualquier pretensión de privilegiar o escoger a una categoría sobre la otra.

      Para establecer una posición en este complejo y extenso debate, es pertinente destacar que la memoria, entendida en su dimensión individual y social, como espacio de inscripción de hechos históricos, se singulariza en la perspectiva, siempre en disputa, de determinados sujetos y grupos de acuerdo al espacio social que los mismos ocupan.

      En este marco, la(s) memoria(s) y la historia encuentran puntos de confluencia, siempre considerando lo difuso de sus fronteras (Dos Santos, 2003). Los denominados lugares de memoria, que incluyen conmemoraciones, museos y monumentos, entre otros, pueden servir como soportes materiales y espaciotemporales para esta articulación. En función de esto, González Calleja (2013) afirma que «la Historia es la parte del pasado que ha quedado registrada en los distintos depósitos de la memoria» (p. 166).

      Se debe aún mencionar, destacando la potencia política vigente y necesaria de esta noción, a la historia como proyecto a futuro (hacer, construir la historia); algo que la crítica posmoderna a los metarrelatos llevó a retirar de la discusión y la escena política. Contribuye a esta limitación una noción de poder entendida como intrínsecamente perversa, lo que lleva a desconsiderar cualquier forma del mismo, limitando la práctica política a enfrentarse con este, sin una proyección alternativa.

      De la memoria al trauma: caminos posibles

      Así como el concepto de memoria admite una multiplicidad de definiciones, el de trauma sufre una condición parecida. La más reiterada la instala en una perspectiva individual, que la entiende como

      un acontecimiento de la vida del sujeto que se define por su intensidad, por la incapacidad en que se encuentra el sujeto de reaccionar a él de forma adecuada, por el trastorno y por los efectos patogénicos duraderos que provoca en la organización psíquica (Laplanche y Pontalis, 1995, p. 522. Traducción nuestra).

      La definición anterior puede ampliarse, a partir de incorporar la noción de situación traumática, que parte de la base de que un mismo evento produce efectos parecidos en las personas, lo que posibilita también establecer intervenciones padronizadas. El denominado trastorno de estrés postraumático, por ejemplo, se basa en premisas parecidas, lo que permite que se utilicen ciertos métodos, organizados de manera rígida e incuestionable y supuestamente validados por su uso previo en otros escenarios y situaciones, sin la necesaria consideración por las particularidades sociales, culturales e individuales de las personas o grupos a los que se dirigen.

      La caracterización expresada en la definición de trauma resulta apropiada para definir un aspecto del fenómeno: el impacto psíquico de un acontecimiento social y sus


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