La distancia del presente. Daniel Bernabé

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La distancia del presente - Daniel Bernabé


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desempleados, a los hackers de Anonymous y a versos libres de Izquierda Unida. Todo esto en el momento previo a la manifestación.

      ¿Y qué pasó en aquella tarde del domingo 15 de mayo? Pues nada realmente reseñable si se contemplaba de forma superficial. La asistencia fue exitosa, pero ni mucho menos masiva. Recorrido típico por el centro de la capital e incluso los tradicionales incidentes al final de la misma. Algo que de por sí ya resultaba novedoso y reseñable al tener el mismo poder de convocatoria una plataforma creada hacía apenas unos meses que los grandes sindicatos. Además de Madrid también tuvieron manifestaciones de una asistencia considerable Barcelona, Murcia, Granada, Sevilla, Málaga, Alicante y Valencia, lo que nos indicaba que aquello era un fenómeno que trascendía el ecosistema político-activista madrileño a pesar de provenir del mismo. Si la asistencia y la extensión territorial eran notables, si los convocantes y las formas de convocatoria no eran los habituales –página web con una cuenta atrás que aportó una carga dramática de acontecimiento en el que había que estar–, los propios asistentes, para el ojo entrenado en manifestaciones, no eran desde luego los habituales. Aunque evidentemente predominaba la gente joven, allí, literalmente, estaba todo el mundo que de una u otra forma había visto afectada su vida por el volcán económico con el que dimos inicio a esta historia.

      Pero ¿por qué se eligió ese domingo de mayo para lanzar aquella manifestación? La respuesta la encontraríamos en el domingo siguiente, ya que el 22 de mayo de 2011 estaban convocadas elecciones autonómicas y municipales. La intención de los organizadores era obtener una mayor difusión al entrar de una u otra forma en medio de la campaña. Sin embargo, el hecho de que tan solo faltara una semana para la cita electoral desencadenó algo por lo que probablemente hoy recordamos esta manifestación, a estas plataformas y a estos protagonistas. Una vez desconvocada la marcha, una vez incluso disuelta la sentada en la plaza de Callao que pretendió cortar la Gran Vía, y terminados los incidentes en el laberinto de calles que une el centro con Lavapiés, con un saldo de una veintena de detenidos, un grupo de jóvenes se organizaron espontáneamente en la Puerta del Sol para pasar la noche, al margen de los planes de los convocantes.

      El panorama de la política institucional, sobre todo en el lado progresista, veía con cierta preocupación el nuevo frente interno que se acababa de abrir, otro más sumado al exterior:

      El lunes 16 transcurrió con normalidad y con una mayor afluencia de gente, sobre todo a partir de la tarde. Para esa noche, la acampada había crecido hasta llegar a las doscientas personas. La madrugada del 16 al 17, sin embargo, la Delegación de Gobierno ordena a los antidisturbios desalojar la Puerta del Sol, en uno de los mayores errores políticos que se recogen en estas páginas y que tendría un correlato el miércoles 18, cuando la Junta Electoral Provincial de Madrid prohibió la concentración de protesta por este mismo de­salojo. Las imágenes del desalojo fueron el catalizador que provocó que el 15M pasara de ser una manifestación más a alcanzar la categoría mitológica. El Gobierno no supo medir el nivel de enconamiento que iba a provocar que la primera gran reunión popular de descontento fuera, hasta en dos ocasiones, ninguneada por una institucionalidad que además se percibía ya por los manifestantes como el antagonista definitivo. Aquel reto lo único que provocó fue la extensión de las acampadas a otras muchas ciudades del país. Si la tarde siguiente al desalojo apenas tres mil personas se concentraron en Sol, con la prohibición de la Junta Electoral la asistencia a la concentración del jueves fue masiva, desbordando incluso la capacidad de la plaza. A las doce de la noche, cuando el famoso reloj marcó el cambio de día, la plaza quedó en un silencio atronador que encaraba con éxito el reto que se le había planteado. Si bien la policía recibió la orden de no desalojar ni cargar contra los manifestantes, ya era tarde. El momento de empoderamiento fue ilusionante, en la acepción más esperanzadora de la palabra, pero también en la más estricta, aquella que apela a la quimera provocada por los sentidos.

      Las acampadas se prolongaron por tres semanas, llegando a acaparar portadas del Washington Post, el francés Le Monde, el TAZ alemán o La Repubblica en Italia. Durante ese tiempo se llegó a una extraña normalidad donde las asambleas eran grabadas por los autobuses turísticos que recorrían las calles del centro, donde empresarios de internet como Martín Varsavsky proporcionaron conexión inalámbrica gratuita a quienes decían luchar contra lo neoliberal y donde comisiones en las que se debatían asuntos de gran interés como el decrecimiento económico convivían con otras cercanas al misticismo y el ritualismo. De igual forma, en aquellos días en los que un honrado sentimiento de hermandad inundaba el centro de la capital, mucha gente musitaba que aquel tipo con aspecto sospechoso era un agente del Centro Nacional de Inteligencia –CNI–. Fantasmagoría, o no, sabe Dios. La afluencia de manifestantes, de asambleístas, subía y bajaba al ritmo de los intentos de desalojo, como las brutales cargas que los Mossos d’Esquadra perpetraron a finales de mes en plaza Cataluña, en Barcelona. La Fundación Everis consiguió colar a uno de sus empleados en la parrilla televisiva bajo el apelativo de portavoz del 15M,


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