Años de mentiras. Mayte Esteban
Читать онлайн книгу.si era cierto como pensaba que ocupaba el cuarto cerrado, tenía que tener acceso a un baño propio desde él, razonó.
Regresó a la cocina y en ella encontró a Elsa frente a la vitrocerámica, removiendo una sopa. El olor de las verduras con carne inundaba el aire, solapando el del café, que se había ido enfriando con la larga espera a la que lo había sometido.
—Habrá que volver a calentarlo —dijo Elsa, señalando las tazas.
—No te molestes, no me gusta el café recalentado.
—Vaya, tienes muchas más cosas en común con Alejo de las que piensas. A él tampoco.
Tiró el contenido de las dos tazas por el fregadero y se dispuso a preparar otras.
—Elsa, no quiero café. Se me está haciendo tarde. He venido a buscar la segunda respuesta.
—Has venido a algo más, Daniel, creo te hice un encargo.
—Sí, no te preocupes —dijo, acordándose de tratarla de tú. Ya no le costaba tanto como los dos días anteriores.
—Déjame ver.
Abrió la carpeta que había llevado con él y extrajo un único folio escrito a mano. Elsa se giró y alcanzó unas gafas que esperaban en una cesta, junto con un manojo de llaves y algunas monedas sueltas, y lo tomó entre sus manos rugosas. La mujer sujetaba el papel, que temblaba bajo su pulso errático, mientras parecía concentrada en su lectura. La hoja bailaba tanto que Daniel se estaba poniendo nervioso. A Elsa debía de estar pasándole lo mismo, por lo que acabó dejándola con suavidad encima de la mesa. Mientras ella leía, intentaba extraer conclusiones de sus movimientos. Vigiló sus ojos, intentando captar si las pupilas se dilataban o si en algún momento los abría sorprendida. Se fijó en su frente, por si la arrugaba en un gesto de preocupación, y estuvo atento a su respiración, intentando deducir lo que estaba pensando.
—Hay mucho que cambiar, esto no sirve —dijo al fin, cuando terminó de leer.
Él tardó un poco en reaccionar. Durante el tiempo que duraron sus pesquisas no había sido capaz de anticipar la respuesta de Elsa. Permaneció concentrada en la página, atenta a las palabras, sin delatar lo que estaba pensando de manera inconsciente. En los pocos minutos que duró la lectura, él estableció los dos escenarios posibles. El sí y el no. Si era sincero, lo que acababa de decirle Elsa era lo mejor que podía pasar, aunque sintiera un poco dañado su ego. Poco. Daniel no lo tenía desmedido, era más bien un pequeño orgullo privado que solo se permitía brotar en su interior. El sí le ataba a la absurda tarea de transmutarse en Novoa, aunque hubiera considerado muy seriamente el reto. El no le daba la opción de cumplir el trámite de hacer la entrevista y regresar a su vida.
Suspiró.
—Entonces será mejor que pasemos a la siguiente pregunta y nos olvidemos de esto —dijo, convencido de que había llegado el punto de cerrar esa historia.
—He dicho que hay mucho que cambiar. No sirve, es cierto, pero es un buen intento. Te lo daré cuando Alejo haya hecho las correcciones adecuadas. Eres listo y sabrás ver dónde has fallado. Lo reharás y seguiremos viendo.
—¿No sería mejor que lo dejáramos?
—No. No lo sería, Daniel.
Al final, la respuesta se quedó en algo ambiguo, un sí pero no, el limbo extraño donde se sitúan siempre los mediocres, el lugar perfecto donde Daniel había construido su mundo. Sin embargo, aquella vez hubiera necesitado algo más concreto, una respuesta total que cerrara la incertidumbre, una emoción de la que siempre huía.
—¿Seguimos con la entrevista? —preguntó él, tratando de finiquitar aquella conversación que le estaba dejando un regusto amargo.
—De acuerdo. En tu cuestionario preguntaste a Alejo dónde aprendió a escribir y quiénes fueron los autores que le influyeron para modelar su lenguaje.
—Eso es.
—¿Te has parado a pensar en lo pobre que resulta la pregunta?
Elsa siempre lograba descolocarlo. Ella se quitó las gafas y fijó su mirada en la de Daniel, que se sintió algo intimidado. Era suave, una mujer delicada por fuera, pero cuando le miraba a los ojos tenía la capacidad de atravesarlo. La inquietud de Daniel se reflejó en un tic en una de sus piernas, que empezó a agitarse sin control bajo la mesa. Tuvo que obligarse a seguir mirándola mientras hacía el esfuerzo de calmarse y forzar a su pierna a mantenerse quieta.
—Alejo aprendió a escribir en la escuela, como casi todo el mundo. La primera parte está respondida. En los años en los que él se formó no había talleres de narrativa, si es a lo que te referías con tu pregunta.
—Supongo que quería preguntarle si hubo alguien que guio sus pasos.
—No. No hubo nadie, es un autodidacta en toda regla. Alejo comenzó a escribir porque lo necesitaba, cuando era demasiado joven incluso para entender que esa necesidad iba a ser su condena. Esto es una droga. Una vez que las ideas entran en tu mente, necesitas sacarlas. Alejo Novoa descubrió que escribir lo lograba, que era una manera perfecta para silenciar a las voces que lo atormentaban.
—¿Silenciarlas?
—No entiendo cómo me haces esa pregunta, tú también escribes. Deberías saberlo.
Quizá, pero él no era Novoa, no era ningún genio. Era solo un hombre amarrado a la escritura, que había convertido en su medio de vida. Solo en un pequeño espacio, que había mantenido inaccesible para los demás hasta que perdió el pen drive, surgía ese otro modo de escribir del que le estaba hablando Elsa.
—Para que lo entiendas, es como si Alejo escuchara música en su interior, una melodía que se repetía una y otra vez, y que solo cesaba en el momento en el que se sentaba delante de una hoja en blanco y dejaba que brotara de él. Cuando lo conseguía, encontraba paz, el mundo se volvía distinto, más amable, mucho menos oscuro que cuando se guardaba cada párrafo, cada palabra o cada pensamiento.
—Pero publicó muy tarde, ya tenía más de cuarenta años, según su biografía —dijo Daniel.
—Supongo que sí, no fue un escritor precoz. O lo fue, pero llegó en plena madurez a publicar. Cuando era joven, uno no podía expresarse como quisiera porque vivíamos en una dictadura. Supongo que has oído hablar de la censura. Lo que salía de Novoa no siempre era políticamente correcto.
—El hombre inconstante no lo es para esos tiempos —dijo Daniel.
—Exacto. Quizá por eso tardó tanto en exponerla, en darse la oportunidad de probar a publicarla. Lo hizo cuando ya no había nada que temer.
Daniel se dio cuenta de lo poco que él medía sus palabras, de la libertad con la que escribía. No existía nada que le prohibiera poner en el papel cualquier idea, salvo sus propios límites éticos. El privilegio de escribir sin censura se le antojó algo sublime, algo muy valioso en lo que no había pensado hasta ese momento.
—Ya sé que la pregunta era pobre —dijo Daniel—, pero no me has dicho quiénes le influyeron.
—¿Otros autores?
—Sí. A todo el mundo le influye lo que lee.
—Bueno, quizá no a todo el mundo ni en la misma medida. Estoy en condiciones de decirte que lo que más influyó a Alejo a la hora de ir conformando su manera de expresarse fue el mundo. Lo que sucedía a su alrededor. Las personas con las que se cruzaba, lo que veía a diario, la propia vida que le tocó. La música que escuchaba era producto de lo vivido más que de lo leído.
El ruido de un claxon interrumpió la conversación. A él se sumaron varios más y Elsa se levantó y se asomó a la ventana de la cocina. Se había formado un pequeño atasco en la calle, ya que uno de los vecinos había dejado el coche mal aparcado mientras sacaba unos enseres que pretendía meter en el vehículo. Al poco los dos conductores empezaron a discutir, aunque desde donde estaban las palabras no llegaban con claridad a la ventana de Elsa.
—Acércate