Años de mentiras. Mayte Esteban

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Años de mentiras - Mayte Esteban


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baño tenía una ducha. Uno de los dormitorios contaba con una gran cama cubierta con una colcha blanca y varios cojines. El otro, una cama individual y algunos juguetes de niña pasados de moda. La última puerta, como en su visita anterior, seguía cerrada.

      Elsa le invitó a sentarse en cuanto llegaron a la cocina. Tenía preparada la mesa y sin preguntar le sirvió un café con dos cucharadas de azúcar mientras él colgaba el abrigo en la silla y se sentaba. Después, se quedó mirándolo, tal vez esperando que empezase a hablar. Si había algo que a Daniel se le daba mal era iniciar un contacto con otro ser humano. Tuvo que ser ella quien deshiciera el silencio.

      —Bien, supongo que estás decidido a hacer esto, ya que has venido a buscar tus respuestas. ¿Te parece bien que empecemos?

      —Sí, claro.

      Sacó el teléfono móvil del bolsillo y se preparó para buscar la función de grabar. Elsa, con suavidad, posó su mano encima de la de Daniel.

      —Nada de eso. Escucha simplemente.

      —Pero puede que si solo escucho pierda parte de la información. Grabar esta entrevista me facilitará el trabajo —protestó él.

      —Estoy segura de que recordarás lo que te tengo que decir.

      Él no estaba tan convencido, pero tampoco era un hombre que discutiera las cosas, así que volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Ni siquiera se molestó en silenciarlo. Eran tan pocas las veces que sonaba que le parecía imposible que fuera a ser, precisamente en ese momento, cuando decidiera mutar su costumbre.

      —Vamos a empezar por tu primera pregunta —dijo Elsa.

      Daniel la recordaba. El hecho de que Novoa fuera tan esquivo con todo el mundo, que hubiera sido capaz de permanecer escondido tantos años, le condujo a ella cuando empezó a redactar el cuestionario.

      —¿Alejo Novoa es un seudónimo?

      Elsa aplazó su respuesta y a cambio le regaló una sonrisa. Durante un instante, Daniel tuvo la sensación de que le iba a dar un sí.

      —¿Sabes la importancia que tiene un nombre? —le preguntó Elsa.

      —No entiendo.

      —Te voy a contar una historia, la misma que Alejo me contó cuando le transmití tu pregunta.

      Revolvió el café con la cuchara y tomó un pequeño sorbo antes de volver a depositar la taza en el plato. Durante unos momentos, el choque de la loza con la cucharilla fue el único sonido que se escuchó. Parecía que a su alrededor el mundo se había detenido, esperando las palabras de Elsa.

      —Cuando era un niño, Alejo conoció a dos hermanas gemelas. Eran idénticas, tanto que a sus propios padres les costaba distinguirlas. Incluso tenían un carácter tan parecido que se hacía imposible acertar con quién era quién a simple vista, sobre todo porque en esa época se tenía la costumbre de vestir a los gemelos igual.

      »Alejo se enamoró de una de ellas, Elena. Le gustaba todo, pero lo que más le atraía, lo que la hacía única, era su nombre. Elena. Para Alejo sonaba a música, una melodía que hacía latir su corazón cada vez que la evocaba en su mente. Sus sentidos se llenaron de su nombre y se pasó la infancia soñando con ella. Un día, cuando ya eran adolescentes, se miraron. Los sueños infantiles de Alejo renacieron con la posibilidad de conseguir contarle lo que sentía. Sin embargo, él era tímido. No hizo nada, salvo atrapar todas las miradas que Elena le dedicaba y que engrosaban ese primer amor en su mente. En ella, en su cabeza, siempre era Elena.

      »Llegó un momento en el que no le fue difícil distinguirlas. El tiempo modela el carácter y las gemelas empezaron a comportarse de forma diferente, por más que siguieran siendo dos gotas de agua. Por fuera eran iguales. Por dentro no, y eso lo transmitían. Venciendo todos sus miedos, un día la abordó.

      Daniel escuchaba atento la historia de Elsa, la suave cadencia de sus palabras que llegaban hasta él envueltas en su cálido tono de voz y en una manera de contar las cosas que le hipnotizaba. No creía que tuviera mucho sentido que le contase aquello, pero le estaba gustando escucharla y en esa historia descubría algo del carácter de Novoa, la timidez que quizá fuera la razón por la que había decidido no enfrentarse a la fama que le sobrevino en tromba tras el éxito de la novela. Quizá por eso se escondía de todos.

      —¿Sabes qué pasó? —preguntó Elsa.

      —No. Escucho.

      —La que él creía que era Elena era en realidad la otra hermana, Emiliana.

      Elsa regresó a su café, haciendo una pausa estudiada mientras volvía a beber un sorbo. Daniel esperó. Una confusión de nombres, tan parecidos en realidad, no le parecía algo tan importante como para contener la respuesta a su sencilla pregunta.

      —Daniel. El nombre derribó todos sus sueños de años. Daba igual que las dos muchachas fueran iguales, que no tuvieran tantas diferencias. Daba igual incluso que Emiliana hubiera dado muestras de sentir algo por Alejo porque, en realidad, todo en él lo había construido el nombre. No era ella, era su nombre, lo que él idealizó.

      —Dejó de gustarle.

      —Dejó de resultarle interesante. No era atractivo, Emiliana le parecía un nombre feo y sin personalidad. No era como Elena, no removía nada dentro de él. No le decía nada.

      —Eso es un poco injusto.

      —¿Qué no es injusto en esta vida? Ahora, piensa en el mundo en el que tú te mueves. ¿Qué es lo primero que te llama la atención de un libro?

      No tuvo que pensar demasiado para darle una respuesta.

      —El título.

      —Eso es. El nombre. Como decía Juan Ramón, el poeta, el nombre exacto. No te hagas esa pregunta sobre Alejo Novoa. No merece la pena. Quédate solo con una cosa: tiene el nombre que le hace quien es frente al mundo.

      Daniel supo en ese momento que la primera pregunta de su entrevista se había quedado sin respuesta. No iba a saber nunca si Alejo Novoa era un nombre real o uno inventado, un seudónimo conveniente para salir al mercado o el que le pusieron sus padres. Solo cabía imaginar, establecer una hipótesis que no dejaría de ser su propia teoría, sin nada sólido que la avalase. Decidió pasar a la segunda, por si con ella tenía más suerte.

      —Bien. Vayamos con la siguiente —dijo.

      —No, Daniel. Hay algo que me olvidé de decirte el otro día. Disculpa, la cabeza de las personas mayores, ya sabes, se dispersa con facilidad. Solo habrá una pregunta por visita.

      —¿Una? Tardaremos una eternidad —se quejó.

      —Por lo que sé, la eternidad para ti tiene solo seis meses de plazo.

      El plazo. Se le había olvidado. Fue tan fácil conectar con Elsa que pensó que en dos visitas tendría solucionada la entrevista y le quedaría tiempo para convencer al escritor de la locura que pretendía Beatriz, pero si limitaba las respuestas a una por día aquello podría alargarse hasta el infinito.

      La alarma de un teléfono le sacó de sus pensamientos. Era el de ella. Lo sacó del bolsillo, apagó el insistente sonido y se disculpó con Daniel.

      —Perdona, es la hora de las medicinas. Espérame aquí, será solo un momento.

      Salió de la cocina y Daniel no pudo evitar la tentación de seguirla con la mirada. Incluso se levantó sin hacer ruido para espiar adónde iba. Alcanzó a verla entrar en la habitación y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. ¿Estaría allí Novoa, a unos pasos de él, oyendo la conversación que mantenían? ¿Estaría tan enfermo que no podía levantarse de la cama? Siguió haciéndose preguntas mientras esperaba a que Elsa volviera, lo que pasó en unos pocos minutos. Se sentó de nuevo frente a él, que poco antes había vuelto a la silla de la cocina.

      —Daniel, entre todas las preguntas que sé que te estás haciendo ahora mismo, ¿no está la de querer saber por qué te Alejo eligió a ti? Por lo que me han contado, no cumples el perfil de reportero.


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