Años de mentiras. Mayte Esteban

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Años de mentiras - Mayte Esteban


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mandado Beatriz. Por suerte era algo sencillo, el redactor al que tenía que suplir era de los más previsibles y el tema no era complicado. Pensó en hacerlo inmediatamente, pero se contuvo, ella no se merecía que corriera habiéndolo levantado de aquel modo. Por las mañanas, especialmente cuando se despertaba antes de la hora prevista, la ansiedad hacía su aparición y solo conocía una manera de combatirla.

      Entró en una de las habitaciones interiores del piso y dio la luz. En el cuarto había montado un pequeño gimnasio: una cinta para correr, una máquina de abdominales plegable y un saco de boxeo. Puso música en su teléfono móvil, lo conectó a unos altavoces y solo entonces se permitió correr durante media hora. Después, cuando ya había calentado, sacó los guantes y las vendas de entrenamiento, que se puso con calma, siguiendo el ritual que las dejase bien aseguradas. Se empleó a fondo, golpeó sin tregua el cuero rojo hasta que se sintió más tranquilo. Jadeante, apoyó la frente en el saco y cerró los ojos durante unos instantes. Después lo empujó con rabia y le dio el último puñetazo antes de irse a la ducha, donde el agua caliente le ayudó a recuperarse del esfuerzo.

      Después de tomarse el primer café, el artículo estaba escrito y enviado al correo de su jefa. Aprovechó que tenía el correo abierto para enviar a Novoa las preguntas de la entrevista. Tal vez, si el escritor se las encontraba todas juntas, se pensaría responder a todas las preguntas. Unas le llevarían a otras y quizá pudiera deshacerse de la entrevista en pocos días.

      En esos pensamientos andaba distraído cuando vio entrar un mensaje en su bandeja.

      Gracias.

      No esperaba que Beatriz le contestase, no era habitual que le diera las gracias por nada, pero aquella mañana lo había hecho y a Daniel la palabra le dio pie a una respuesta.

      Necesito verte y que hablemos del lío en el que me has metido. Esta tarde. No se te ocurra negarte, creo que me debes una explicación, al menos por lo del pen drive.

      Cuando le dio a enviar, esta vez, temblaba. Las palabras escritas transmitían seguridad, una que ni por asomo sentía Daniel, pero necesitaba que Beatriz entendiera que, aunque pensara aceptar el reto, no lo haría sin antes recriminarle que le hubiera chantajeado para ello. Se pasó la siguiente hora dando vueltas por la casa, consultando el correo cada poco tiempo, pero ninguno de Beatriz entraba en la bandeja. Ya estaba dispuesto a irse a la calle, cuando un icono le avisó de que tenía un nuevo mensaje.

      A las seis en La Ciudad Invisible. Te mando la dirección.

      Allí estaría.

      Puntual como siempre, por la tarde se presentó en el local donde le había citado Beatriz. Se trataba de un acogedor café literario en el centro de la ciudad, un sitio muy apropiado para alguien enamorado de la literatura. En la decoración del lugar, donde predominaba la madera, tenían una presencia importante estanterías con libros, incluso había un pequeño rincón de lectura con dos cómodos sofás al lado de una de las cristaleras que daban a la calle. En el momento en el que Daniel pidió su consumición, los sofás se quedaron libres y hasta ellos se dirigió. Dejó el vaso en la mesa y observó a la clientela mientras se sentaba. La mayoría, como él, estaban solos, sumergidos en la lectura o tecleando en sus portátiles. Parecía un refugio perfecto para quienes necesitan escribir en un lugar público, aunque eso a él nunca se le hubiera pasado por la cabeza. Daniel, para escribir, prefería la soledad de su casa, el silencio, que actuaba como un remanso de seguridad. Ahí sí se sentía aislado y tranquilo, y las palabras brotaban de sus dedos sin interferencias. En un lugar como La Ciudad Invisible los estímulos eran demasiados para su curiosidad y dudaba mucho de que allí fuera capaz de entrelazar frases sin despistarse observando. Es lo que hizo hasta que Beatriz llegó diez minutos después, observar a cada una de las personas allí reunidas. Fue imaginándoles una vida, en un ejercicio narrativo inconsciente en Daniel que solo interrumpió la voz de ella.

      —Siento llegar tarde, me ha costado mucho encontrar aparcamiento —se disculpó. Se desembarazó del bolso, dejándolo en la pequeña mesa, y del abrigo, que colgó en el respaldo del sillón.

      Tal vez fueron sus gestos, el elegante movimiento de sus manos al deshacerse de las prendas y colocarlas para que no se arrugasen. Quizá fue la seguridad que transmitió con esa breve frase de disculpa. O sus ojos, que juraría que le habían mirado distinto. Pudiera ser que hubiera pesado el hecho de que era la primera vez que se veían fuera de horas del trabajo. Lo cierto era que Daniel se encontró observando a la mujer que había tras la dirección del Grupo Vimar, algo que no había hecho con ojos de hombre desde que se conocieron. Se obligó a sacudirse el estupor que sintió al darse cuenta de que tenía el poder de distraerlo. No se lo podía permitir. Había acudido a esa cita con ella con un objetivo claro.

      —Yo en cambio he llegado a las seis —dijo, remarcándole con sus palabras lo poco que le gustaba la impuntualidad.

      —Tú dirás. No tengo mucho tiempo, hoy es sábado y tengo mucho que hacer.

      Daniel se irguió en el sofá y después inclinó el cuerpo hacia adelante, acercándose a Beatriz. El impacto de su perfume desestabilizó de nuevo sus intenciones y se vio obligado a carraspear antes de hablar. Las palabras salieron de su boca como un susurro y él quiso convencerse de que fue así porque el local estaba demasiado silencioso para conservar cierta intimidad. No se permitió ni pensar en la verdad, que su cuerpo estaba perdiendo el control por segundos frente a aquella mujer menuda que ni siquiera estaba seguro de que le cayera bien.

      —Ya te lo he dicho antes. Necesito que me expliques por qué me has metido en este follón. No creo que sea solo porque me equivocase con los artículos y por ese mensaje de Novoa.

      —No, es cierto, no es solo por eso —reconoció.

      Los ojos le brillaban distinto, o eso le pareció a Daniel, que se apresuró a hablar antes de perder definitivamente el hilo de lo que había ido a decirle, tomando prestado de alguna parte un valor que sabía que no era suyo, porque no lo tenía en el catálogo de sus emociones.

      —Además —dijo—, quiero saber por qué te tomaste la libertad de leer lo que había en mi pen drive.

      Beatriz suspiró. En ese momento el camarero llegó con el café que le había encargado al entrar y ella se lo agradeció, dejando a Daniel expectante. Cuando el muchacho se alejó, tomó la palabra.

      —El artículo que me has mandado esta mañana ya está en imprenta. Estaba muy bien, como siempre. Felicidades.

      Daniel gruñó, esta vez sin disimular lo más mínimo. Beatriz se había ido por la tangente, sin contestar a su pregunta.

      —¿Por qué leíste lo que guardaba en la memoria portátil? —volvió a preguntar.

      —Está bien —dijo ella—. Lo abrí por curiosidad, es verdad que no debería haberlo hecho, pero una vez que empecé a leer no pude parar. Ni siquiera me imaginaba que escribías novelas en tu tiempo libre y me sorprendió la capacidad que tienes para transmitir y enganchar al lector con tu historia. No tardé nada más que una noche en leerla entera.

      Daniel no supo si tomarlo como un cumplido.

      —No dormí nada. Es buena, Durán. Mejor de lo que se espera para un novel —dijo, sin ocultar su admiración—, pero le falta un pulido importante.

      —Eso ya me lo dijo Elsa. Bastante mal me parece que la leyeras tú como para que encima la compartieras sin mi permiso.

      —Tuve que hacerlo —dijo ella, mientras se encogía de hombros, como si fuera lo más normal del mundo.

      —¿Tuviste? ¿Alguien te obligó? ¡Esto es el colmo!

      —Tuve que hacerlo porque hace mucho tiempo que Elsa y yo te estábamos observando y esto nos dio la pista definitiva para saber que eras tú el hombre que necesitamos. Eres mucho mejor incluso de lo que imaginábamos, Durán.

      El desconcierto se sumó a la conversación, haciéndose un sitio muy cerca de Daniel, que hacía unos días que lo llevaba pegado como una sombra.

      —¿Desde cuándo


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