El hombre imperfecto. Jessica Hart

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El hombre imperfecto - Jessica Hart


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con tus amigas y te sorprenderás diciendo que te disgusta que no hable de sus sentimientos, que no sea más romántico y que no bloquee a su exnovia en el Facebook.

      Aún te gusta, todavía estás enamorada de él. Pero ya no te parece tan perfecto como te parecía al principio.

      ¿No será que a veces se pide demasiado? En un cuento de hadas, el trabajo de un príncipe azul es muy fácil; solo tiene que superar mil pruebas, matar al dragón y rescatar a la princesa. En la vida real, queremos que nuestro hombre haga mucho más que eso.

      En Glitz, hemos hecho una encuesta entre las invitadas a un cóctel (¿a alguien le apetece un martini?) y hemos descubierto que somos muy exigentes. El novio perfecto tiene que saber arreglar el coche y bailar sin parecer un patoso. Tiene que ser guapo y matar a la araña que has visto en la esquina de la ducha. Tiene que soportar una película romántica sin quejarse y tiene que ser tan fuerte como para alzarnos literalmente del suelo cuando nos venga en gana.

      Pero ¿existe ese tipo de hombre? Y, si no existe, ¿lo podemos crear?

      Glitz ha concedido la oportunidad de cambiar a un hombre muy afortunado. Si quieres saber cómo deja de ser un tipo recalcitrante y se convierte en el macho perfecto, sigue leyendo. Conocerás a…

      ALLEGRA apartó los dedos del teclado. ¿A quién iban a conocer?

      Buena pregunta. Era curioso que el mundo estuviera lleno de hombres recalcitrantes y que nunca apareciera uno cuando se necesitaba. En cuanto empezó a preguntar a la gente, descubrió que nadie quería admitir que sus novios eran imperfectos, y que ninguno lo era tanto como para participar en ese experimento.

      Allegra suspiró, guardó el escrito y apagó el ordenador.

      ¿Había sido demasiado ambiciosa? A Stella le había gustado la idea; la directora de Glitz había inclinado levísimamente la cabeza, gesto que en ella se acercaba a una reacción entusiasta. Por fin podía demostrar su valía. Pero se encontraría en una situación muy embarazosa si no lograba encontrar un candidato.

      Solo necesitaba un hombre desastroso; nada más. Tenía que haber uno en alguna parte. Pero… ¿dónde?

      –Uf…

      Allegra se sentó en el sillón y se descalzó con gesto de dolor. Los zapatos de tacón de aguja eran una preciosidad, pero los había llevado doce horas seguidas y todo lo que tenían de elegantes, lo tenían de incómodos.

      Max no apartó la vista del televisor. Estaba despatarrado en el sofá y se dedicaba a cambiar de canal constantemente, como si estuviera en su casa. Allegra notó que había arreglado otra vez el salón y lo maldijo para sus adentros.

      Cuando solo estaban Libby y ella, había revistas por todas partes y las superficies eran un agradable caos de botecitos de acetona para quitar el esmalte de uñas, cajas de zapatos vacías y muestras gratuitas de cosméticos. Pero el hermano de Libby era un ingeniero particularmente obsesionado con el orden.

      –Los pies me están matando –dijo Allegra, mientras se los frotaba.

      –La culpa es tuya por llevar esos zapatos tan ridículos –declaró Max–. Es como si te gustara torturarte todos los días. ¿Por qué no te pones zapatillas deportivas o algún tipo de zapato más cómodo?

      –Porque trabajo para Glitz, Max –respondió con impaciencia–. Es una revista de moda y, aunque estoy absolutamente segura de que la moda no significa nada para ti, la directora me pondría de patitas en la calle si me presentara con unas zapatillas deportivas.

      –No te pueden echar por llevar zapatillas deportivas –alegó Max.

      –Stella puede hacer lo que le venga en gana.

      Allegra no exageraba. La directora de la revista era una mujer tan poderosa y con tan mal carácter que, cuando alguien pronunciaba su nombre, ella echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no estaba cerca y bajaba la voz.

      –Esa mujer es un monstruo. Deberías ponerla en su sitio.

      –¿Y perder el empleo? ¿Sabes cuánto cuesta conseguir un empleo en Glitz? –Allegra se limpio la sangre seca que tenía en sus maltratados pies–. Hay gente que mataría por trabajar con Stella. Es la reina de la moda. Una mujer formidable.

      –Y una mujer que te da miedo.

      –Stella no me da miedo –replicó con sinceridad–. Simplemente, la respeto. Todo el mundo la respeta.

      A pesar de lo que acababa de decir, pensó que había una persona que no la respetaba en absoluto: su madre. Flick Fielding no era mujer que se dejara impresionar con facilidad. Cuando Allegra le contó que había conseguido un trabajo en Glitz, su madre se limitó a arquear sus cejas perfectamente depiladas.

      Por entonces, Allegra no sabía que Stella se había burlado en cierta ocasión de Flick por el vestido que se había puesto para asistir a una ceremonia de entrega de premios. Si lo hubiera sabido, jamás habría presentado una instancia para trabajar en la revista. A fin de cuentas, Flick era su madre. Y además de ser su madre, también era una periodista considerablemente influyente.

      Sin embargo, no iba a permitir que eso la deprimiera. Si hacía un buen trabajo en Glitz y se ganaba la confianza profesional de Stella, su currículum sería tan envidiable que la aceptarían en cualquier medio de comunicación. Y entonces, conseguiría un empleo que contara con la aprobación de Flick.

      Pero, de momento, tenía que impresionar a Stella.

      –Yo creo que estás loca –comentó Max–. Llevar unos zapatos tan incómodos… Como si no fuera suficiente con ponerse traje todos los días.

      Allegra miró la ropa de Max con disgusto. El hermano de Libby tenía la costumbre de cambiarse cuando llegaba a casa, y aquel día se había puesto un polo de rayas realmente feo.

      –Pues menos mal que a ti te obligan a llevar traje en la oficina. Tu sentido de la estética deja mucho que desear.

      Max frunció el ceño.

      –¿A qué te refieres?

      –A eso –contestó, señalando su polo.

      –¿Qué tiene de malo?

      –Que es un horror.

      Él se encogió de hombros.

      –Es cómodo. Además, la estética no me parece importante.

      –No me digas –se burló ella.

      A Allegra le parecía increíble que una mujer tan compleja como Libby tuviera un hermano como Max. No sabía nada de música; no sabía nada de ropa; no sabía nada de nada. Lo único que le importaba era su trabajo.

      –Yo no usaría ese polo ni como trapo para limpiar el polvo.

      –Tú no has limpiado el polvo en tu vida –observó Max–. Nunca haces nada en la casa.

      –¡Eso no es cierto! –protestó ella.

      –¿Ah, no? Dime, ¿dónde están el cepillo y el recogedor?

      –¿Junto a la pila?

      Él sacudió la cabeza.

      –No. En el armario que está debajo de la escalera.

      –¿Hay un armario debajo de la escalera?

      –¿Lo ves? Ni siquiera sabías eso.

      Max la dejó de mirar y volvió a clavar la vista en el televisor.

      Allegra decidió levantarse y buscar algo que llevarse a la boca. Estaba verdaderamente hambrienta. Cuando llegó a la cocina, la descubrió tan limpia y ordenada que casi no la reconoció.

      Max llevaba un par de semanas en la casa. Se había separado de la mujer con la que se iba a casar y, como Libby se había ido a París por motivos de trabajo, le había ofrecido su habitación hasta que volviera de Francia.

      –¿Te importa? –le había preguntado


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