El hombre imperfecto. Jessica Hart

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El hombre imperfecto - Jessica Hart


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negocios ligado a la familia tradicional. Y como el sultanato de Shofrar tenía leyes muy estrictas al respecto, eso significaba que todos sus jefes de proyecto debían estar, en la práctica, casados.

      –Quién sabe lo que pensará de mí si se entera de que ya no estoy comprometido –continuó Max con expresión sombría–. Me tomará por una especie de donjuán que hará estragos entre las jovencitas del sultanato y ofenderá a las autoridades.

      Allegra soltó una carcajada.

      –¿Tú? ¿Haciendo estragos entre las jovencitas?

      Max hizo caso omiso de la burla.

      –Si me presento sin una mujer a mi lado, Bob desconfiará de mí y empezará a pensar que no soy la persona más adecuada para ese puesto.

      Max pensó que su situación era ridícula. Tenía la habilidad y la experiencia necesarias y, además, carecía de obligaciones familiares. En cualquier otra circunstancia, habría sido el mejor candidato.

      Ni siquiera se había preocupado cuando se enteró de que Bob había tomado la decisión de ir a Londres y cenar con todos los jefes de proyecto, por separado. Por lo visto, le gustaba conocerlos en persona. Y más tarde, cuando recibió su invitación, se dijo que sería pan comido. A fin de cuentas, se iba a casar con Emma de todas formas y sabía que su prometida se llevaría bien con él.

      Pero ya no se iba a casar con Emma.

      En cuestión de unas horas, se había quedado sin prometida y corría el peligro de quedarse también sin trabajo. Afortunadamente, Allegra había salido en su ayuda y se había prestado a echarle una mano.

      –Descuida, no he cambiado de opinión. Fingiré ser tu prometida, pero solo durante una noche –le advirtió–. No me voy a casar contigo ni me voy a mudar a Shofrar solo para que te den la dirección de ese proyecto.

      –No, por supuesto que no –dijo Max, aliviado–. Solo necesito que interpretes tu papel y te portes bien. Si consigo la aprobación de Bob, lo demás será coser y cantar. Mientras haga bien mi trabajo, no tendré problemas.

      –Excelente…

      –No es más que una cena –le aseguró–. Sonríe, ponte guapa y finge ser la esposa perfecta para un ingeniero.

      De repente, Max pensó que eso podía ser un problema. Miró a Allegra y se fijó en la corta y ajustada falda que llevaba sobre sus largas piernas, que parecían aún más largas cuando llevaba zapatos de tacón de aguja.

      –Será mejor que te pongas algo más… práctico –continuó–. Sinceramente, no pareces la esposa de un ingeniero.

      Allegra se lo tomó como un cumplido.

      –No me preocupa la idea de cenar contigo, Max. Puede que no sea una gran actriz, pero creo que me puedo fingir enamorada de ti durante una noche.

      –Gracias, Piernas. Significa mucho para mí.

      –Sin embargo…

      Él frunció el ceño.

      –¿Sin embargo?

      –Hay un asunto con el que me podrías devolver el favor.

      –¿Qué asunto?

      Allegra sonrió con fingida inocencia.

      –No, no, esa no es la respuesta correcta. Deberías haber dicho que estás dispuesto a hacer cualquier cosa por mí.

      –¿Qué asunto? –insistió él.

      Allegra suspiró, se giró hacia él, se echó el cabello hacia atrás y lo miró con toda la intensidad de sus grandes ojos verdes.

      –Sabes que he trabajado mucho para conseguir ese empleo en Glitz.

      Max lo sabía. De hecho, sabía más cosas de las que necesitaba saber sobre la precaria situación de Allegra en la revista, donde ocupaba uno de los puestos más bajos y donde todos los días se sufrían terribles tragedias a cuenta de unos zapatos, unos bolsos o una lima de uñas que se habían extraviado.

      Por muy absurdo y superficial que le pareciera a él, Allegra adoraba su empleo. Entraba en el piso como una exhalación, toda piernas largas y oscuro cabello brillante; dejaba pañuelos y pendientes a su paso y volvía a salir exactamente igual que al principio, al menos para el ojo poco atento de Max.

      Siempre se estaba quejando porque, en su opinión, la gente de la revista no le hacía ni caso. A Max le parecía difícil de creer. Allegra no era una preciosidad en el sentido clásico del término, pero no era de la clase de personas que pasaban desapercibidas. Tenía una cara interesante y expresiva y unos ojos verdes realmente bonitos.

      Max la conocía desde que Libby la había llevado a su casa por primera vez, durante unas vacaciones. Por entonces, él era un adolescente que la despreciaba por histérica, patosa y ligeramente gorda. Durante mucho tiempo, Allegra no fue más que la amiga rara de Libby; pero luego pegó el estirón y, aunque no se podía decir que la oruga se hubiera convertido en mariposa, se convirtió en una chica interesante.

      Una chica que, ahora, era una mujer de lo más atractiva.

      Max admiró un momento sus labios y apartó la vista como si su visión le quemara. La última vez que se había permitido el lujo de mirar aquellos labios, había estado a punto de hacer algo desastroso. Fue antes de que conociera a Emma. Un instante de locura.

      Ni siquiera estaba seguro de lo que pasó. Estaba charlando con ella y, de repente, se sintió como si aquellos ojos verdes lo hubieran atrapado en su hechizo. Luego, clavó la mirada en sus labios y le faltó poco para besarla.

      ¿Cómo era posible?

      Por suerte, los dos se refrenaron y no llegaron a más. Nunca hablaron de lo que había estado a punto de ocurrir. Max se lo tomó como una de esas cosas inexplicables que pasaban a veces y se lo sacó de la cabeza; pero, de vez en cuando, el recuerdo de aquel momento volvía a la superficie y lo dejaba sin respiración.

      –Sí, sé que ese trabajo es muy importante para ti –replicó–. Pero ¿por qué lo dices? ¿Es que ha pasado algo?

      –Claro que ha pasado. He conseguido mi primer encargo, mi primera oportunidad.

      –Vaya, me alegro mucho por ti. ¿De qué se trata? ¿De un caso de corrupción en el gremio de zapateros? ¿De una revelación asombrosa sobre las falditas que se van a llevar el año que viene? –se burló.

      –Si fuera un asunto de zapatos y faldas, no me servirías de nada –afirmó con aspereza–. Eres un ignorante en materia de moda.

      –Entonces, ¿en qué te puedo ayudar?

      –Prométeme que me escucharás en silencio.

      Max la miró con desconfianza.

      –Empiezo a tener un mal presentimiento.

      –Por favor, Max. Escúchame.

      Él se recostó en el sofá y se cruzó de brazos.

      –Está bien, te escucho.

      Allegra se humedeció los labios y empezó a hablar.

      –Como tal vez sepas, la redacción de Glitz se reunió para planificar los números de los próximos meses…

      Max no lo sabía, pero asintió de todas formas.

      –Pues bien, el otro día nos pusimos a hablar sobre una de las chicas de la revista, que acababa de romper con su novio.

      –¿En eso consiste vuestro trabajo? ¿En cotilleos y murmuraciones sobre relaciones amorosas? –preguntó él.

      –Nuestras lectoras están interesadas en las relaciones amorosas –le recordó Allegra–. Además, me has prometido que me escucharías en silencio.

      –Está bien.

      –Como iba diciendo, hablamos sobre su relación y llegamos a la conclusión de que las expectativas de nuestra


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