El hombre imperfecto. Jessica Hart

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El hombre imperfecto - Jessica Hart


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      –¿Sabes por qué lo abandonó?

      Allegra se había quedado pasmada con la noticia. Solo había visto un par de veces a Emma, pero le había parecido perfecta para el hermano de Libby. Ingeniera como él, Emma era una mujer bonita, agradable y tan mortalmente aburrida como el propio Max. Jamás se habría imaginado que lo iba a abandonar cuando solo faltaban unos meses para la boda.

      –No lo sé, Max no me lo ha dicho –contestó Libby, encogiéndose de hombros–. Él dice que es mejor así, pero me consta que estaba encantado con la perspectiva de marcharse a Shofrar con ella y que ahora… En fin, ya no tiene remedio. Estaré más tranquila si sé que está contigo. Siempre que no te moleste, desde luego.

      –Por supuesto que no –dijo Allegra–. No te preocupes por nada. Cuidaré de él e intentaré que no eche de menos demasiado a Emma.

      Allegra no se podía negar; era amiga de Libby desde la infancia y había pasado muchas vacaciones con su familia cuando Flick estaba trabajando y no se podía quedar con ella. Además, Max venía a ser el hermano que nunca había tenido.

      Pero la experiencia no resultó tan difícil como se imaginaba. Casi no se veían. Max se iba al trabajo a primera hora de la mañana y ella estaba fuera casi todas las tardes. Si coincidían de noche, él se dedicaba a criticarla por descuidar la casa y ella se dedicaba a criticarlo a él por su mal gusto con la ropa. De vez en cuando, se peleaban por el mando a distancia de la televisión o pedían comida a algún restaurante cercano. Era una situación bastante cómoda.

      ¿Y por qué no lo iba a ser? Allegra se lo preguntó mientras abría el frigorífico y estudiaba su contenido sin mucho entusiasmo. Al fin y al cabo era Max, el hermano de Libby; un hombre al que tenía en gran aprecio cuando no la irritaba con su forma de vestir o la hacía sentirse idiota. No se podía decir que fuera feo, pero tampoco que fuera impresionante. Simplemente, no le gustaba en ese sentido.

      O, más bien, no le gustaba casi nunca. Porque Allegra había sentido algo en cierta ocasión.

      Suspiró y sacó un yogur bajo en calorías, maldiciéndose a sí misma por acordarse de un suceso que quería olvidar. ¿Por qué se empeñaba su inconsciente en recordárselo? No había pasado nada. Solo había sido un momento de debilidad, por así decirlo. Y había pasado tanto tiempo desde entonces que casi lo había olvidado.

      Abrió el yogur y metió una cucharilla.

      Definitivamente, prefería que su relación se mantuviera dentro de los límites de la amistad. De hecho, se alegraba de que Max no fuera sexy. Así era más fácil, más cómodo. Pero eso no justificaba su mal gusto en materia de estética. Se vestía como si la ropa no le importara nada en absoluto y, en su opinión, era una pena. Con un poco más de estilo y un poco más de atención a su apariencia, habría sido un hombre interesante.

      Allegra se llevó la cucharilla a la boca y, de repente, se detuvo.

      Max.

      Era el candidato perfecto para el experimento de la revista. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta?

      La idea se le había ocurrido la semana anterior, durante una de las reuniones de la redacción de Glitz. Era la primera vez que Stella apoyaba una de sus propuestas, y Allegra se sintió la mujer más feliz del mundo. Pero, tras varios días de búsqueda infructuosa, se empezaba a preguntar si encontraría al hombre adecuado.

      Y lo había tenido todo el tiempo delante de sus narices, en su casa.

      Allegra recuperó el entusiasmo que ya creía perdido. Escribiría el mejor artículo que se había escrito jamás. Sería divertido, sería interesante. Ganaría premios y aparecería en publicaciones de todo el mundo. Hasta Stella se quedaría boquiabierta. Hasta su propia madre se quedaría boquiabierta.

      Se tomó el yogur a toda prisa y se acercó a la puerta de la cocina, desde la que podía ver a Max sin que él lo notara.

      Seguía en el sofá y continuaba cambiando de canal en busca de algún programa de noticias o de deportes, lo único que le interesaba de la televisión. Allegra lo observó con detenimiento y pensó que no era precisamente de la clase de hombres que le habrían llamado la atención en un bar. Cabello castaño, rasgos comunes, ojos entre azules y grises. No tenía nada de malo, pero tampoco de especial.

      Era justo lo que buscaba.

      Allegra le arregló mentalmente el pelo y le quitó el polo, pero se asustó un poco al imaginárselo desnudo de cintura para arriba. Max jugaba al rugby y su estado físico era envidiable, aunque su forma de vestir lo disimulara.

      Nerviosa, le volvió a poner el polo en su imaginación. Además, eso no tenía importancia. Era el mejor candidato en cualquier caso.

      Solo tenía que convencerlo.

      Se acercó al cubo de la basura para tirar el yogur vacío y echó los hombros hacia atrás. La semana anterior había leído un artículo sobre las ventajas del pensamiento positivo, y se dijo que había llegado el momento de ponerlo en práctica.

      Al llegar al salón, dio un golpecito a Max para que quitara las piernas de la mesa, pasó a su lado y se sentó junto a él.

      –Max…

      –No –dijo él, sin apartar la vista del televisor.

      Allegra frunció el ceño.

      –¿Cómo te puedes negar, si todavía no has oído lo que quiero decir?

      –Me niego porque reconozco ese tono de voz. Solo lo usas cuando quieres que haga algo que no quiero hacer.

      –¿Algo como qué?

      –Algo como obligarme a que pierda un día de descanso y me pase un domingo entero en un atasco de tráfico porque Libby y tú queríais ir al mar.

      –Fue idea de Libby, no mía.

      –Como si eso cambiara las cosas –ironizó él–. Además, te recuerdo que la idea de organizar una fiesta de Nochevieja fue tuya.

      –Y fue una fiesta muy divertida.

      –Ya, pero ¿quién tuvo que ayudarte a limpiar toda la casa antes de que llegaran mis padres? –replicó él.

      –Tú, porque eres un hombre verdaderamente maravilloso que ayudaba a su hermana y a la mejor amiga de su hermana cuando se metían en algún lío.

      Max dejó el mando del televisor en la mesita y le lanzó una mirada llena de preocupación.

      –Oh, no… Ahora te pones amable. Mala señal.

      –¿Cómo puedes decir eso? –preguntó, fingiéndose ofendida por el comentario–. Suelo ser amable contigo. Sin ir más lejos, el fin de semana pasado te dije que preparas un curry excelente.

      –Solo porque querías un poco y necesitabas una excusa para saltarte tu dieta.

      Allegra no se molestó en negarlo. Tenía razón, así que olvidó el ejemplo y buscó otro.

      –También te he dicho que asistiré a esa cena y que fingiré ser tu prometida. No sé qué pensarás tú, pero creo que es muy amable de mi parte.

      Max entrecerró los ojos.

      –No estarás insinuando que no vas a ir, ¿verdad? No me digas que has cambiado de opinión. Necesito que me acompañes. Te necesito.

      –Eso es muy halagador, Max.

      –Estoy hablando en serio, Piernas. Mi carrera depende de ello.

      Allegra cambió de posición para estar más cómoda.

      –Sinceramente, creo que todo ese asunto es una locura. ¿A quién le importa si estás comprometido o no?

      –A Bob Laskovski.

      Al principio, Max se había alegrado cuando supo que una corporación de los Estados Unidos había adquirido la empresa donde trabajaba. El presidente nuevo tenía contactos con el sultán de Shofrar


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