Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa


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escuchaba, y encendía el segundo cigarrillo simultáneo;

      En aquellos años queríamos hacer la guerra, o creíamos que hacer la guerra era arreglar el mundo. Pensábamos que todo estaba podrido. No logramos nada. Algunos murieron, otros se metieron en política, que yo creo que es lo mismo que morirse: antes pensábamos que la vida era aquello, la Enfermedad, quiero decir, la vida era la Enfermedad,

      y había grafitis de todo tipo. Había uno que decía, por ejemplo:

      Los vaivenes destruyen creencias;

      otro que decía: Nosotros queremos ser raíces, no ramas; y otro más: Somos de aquello que está en el pasado; y más cosas. Pero los muros necesitaban algo diferente, necesitaban incendio, necesitaban gritos, y yo todavía no estaba seguro de que los libros pudieran gritar algo. No sé si ahora mismo lo aprendí. Por eso escribimos las frases de Orígenes, porque nos parecía que sonaban como un grito, o como lo que nosotros creíamos que era un grito:

      El mercado es el único espacio para la realización de las libertades, esto estaba en un muro de la Biblioteca Central;

      El marxismo no es ideología, es ciencia; y esto quedó en el techo blanco de la catedral, y como el techo blanco de la catedral es una cúpula, la forma más apta de leer era mediante un espejo;

      pero también escribimos largos versos, parrafadas eternas que daban la vuelta a la esquina o que pasaban de una casa a otra saltando calles o sorteando ventanas, porque era ésa la manera en que podíamos comunicarnos sin que la policía entendiera nuestros planes;

      ¿Cuáles eran los planes de los Enfermos?;

      Matar el capitalismo, contestó Eliot Román;

      Conocer muchachas, le dijo Juan Pablo Orígenes después, y se echó a reír;

      pero el poeta, luego de un silencio largo como una novela rusa, le contestó:

      En los libros está todo lo que no hemos vivido, Salomón, y todo lo que vivimos en secreto, todo lo que mentimos, todo lo que en silencio se llora sin que nadie nos vea, todo lo que pensamos y guardamos bajo llave, todo, pues, lo que no dejamos que los demás vean. En los libros, Salomón, no lo olvide;

      ¿Está hablando de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas, Juan Pablo?;

      Estoy hablando de que Eliot Román está muerto y usted no lo sabe todavía: aquella vez, cuando habíamos tomado el edificio de la rectoría, desde el techo nos dimos cuenta de cómo iban llegando las patrullas con las sirenas apagadas para que no los viéramos, pero los vimos, y vimos también a toda la ciudad, desde lejos:

      el Orabá, si usted lo ve por la noche, se detiene, deja de fluir, no corre, descansa, pero nosotros, en aquella altura, no podíamos descansar, y Ellos nos rodearon, y alguno, no sé, sacó un arma, yo nunca tuve un arma entre las manos, y hubo disparos, y cuando pudimos ver hacia atrás yo corría por la calle ¿Hidalgo?, ¿Sexta?, usted sabe, esa calle con casas viejas donde cada cinco pasos hay una zapatería o una cantina, ¿Anaya?, ¿Aragón?, el caso es que se oían tiros a lo lejos, y yo vi, delante de mí, que Eliot Román corría y corría dificultosamente, que se le iban cayendo los libros que llevaba metidos en el pantalón, que se detenía, el muy idiota, y tropezó, y yo venía detrás de él esquivando los libros y los balazos, podía sentir el aire surcado por los tiros, se escuchaban gritos y carreras por todos lados, pero Eliot Román se detuvo, no sé todavía si se cansó, si le dieron el primer tiro mientras corría, si se puso a leer un libro que se le cayó abierto de par en par, porque esas cosas las hacía, siempre fue un imprudente, y yo no pude parar, no miré atrás, los sentía muy cerca, Salomón, se escuchaban ya los motores de las patrullas, y pasé de largo a su lado y supe que se iba a morir, yo siempre supe que Eliot Román se iba a morir, pero no se lo dije a nadie, y cuando estuve lejos, o cuando creí que estaba lejos, volteé hacia atrás y vi que Eliot Román se quiso meter en aquella farmacia o zapatería o casa de vidrio toda oscura, era de noche, ¿se lo dije ya?, era de noche, y no lo dejaron entrar, yo sabía, y creo que él también, que por ahí se podía entrar porque siempre tenían la puerta abierta, podía uno ocultarse un rato y más tarde saltar la barda y salir por la calle de atrás, pero a Eliot Román no le abrían la puerta, y golpeaba y gritaba y no lo dejaban entrar, y al otro extremo de la calle, Salomón, venían las brigadas, con las pistolas en las manos, y yo me di vuelta y seguí corriendo porque no quería que me mataran, luego doblé en una esquina y me metí en un portal abierto, era de noche, se lo digo, y desde ahí, que de verdad no era tan lejos, escuché los tiros que mataron a Eliot Román. Usted no sabe nada, Salomón;

      Le digo, Juan Pablo, que ayer mismo hablé con Eliot Román;

      Habló usted con un fantasma, uno no sale vivo de estas cosas;

      Usted está vivo;

      Eso es un decir, Salomón, usted cree que la vida es una cosa y yo difiero porque Eliot Román está muerto. Yo no lo vi morir, pero lo recuerdo así, que lo mataron a tiros justo afuera de la Botica Nacional.

      Sistema periférico de la melancolía. El libro sin orillas. Tú mismo eres el tema de mi discurso «[…] pronto te darás cuenta de que todo el mundo está loco, melancólico, y que delira, que está hecho como la cabeza de un loco» (Un Nuevo Demócrito al Lector)

       El único al que el autor permite sobrevivir

       enloquece después de atroces torturas

      Paul Eluard

      EN SUS NOTAS, ESTIARTE SALOMÓN dejó escrito que la memoria también es algo que ocurre en el presente.

      En este caso es así: el recuerdo es la isla sin orillas.

      Ya la memoria se le estaba haciendo un manojo de preguntas,

      también a él:

      Primero Pablo Lezama.

      Luego Eliot Román.

      ¿Después?

      Quizás hubo, en el principio, una muerte:

      una muerte real y desconocida, y no todas las muertes que la memoria le inventa al escritor;

      una muerte en el principio de qué;

      Salomón había pasado tantas horas interrogando a Orígenes, metido en aquel matorral de la memoria del poeta, que ya sólo podía escuchar preguntas y respuestas, voces sueltas, pedacería de un mundo inasible que se va perdiendo cada vez que se evoca:

      Cuando algo se evoca en la memoria, le había dicho Orígenes, es que ya lo perdimos irremediablemente; la lucha del Ser, continuó, es la constante revoltura de los hechos; sin esa mentira asumida así, por la buenas, nadie puede sobrevivir;

      entonces supo que no solamente la memoria de Juan Pablo Orígenes estaba hecha pedazos, rota por todas las coyunturaciones, supo que también la historia del País estaba perdiéndose entre tanta versión y desvarío: un día Orígenes dejó de hablar de literatura y empezó a hablar de historia,

      ¿no era lo mismo?,

      ya una vez había hablado con el escritor Isidro Levi, que le dijo que la historia y la literatura son un mismo relato donde la gente tiene nombres diferentes. Pero lo que Estiarte Salomón tenía por deber era la escritura de un libro de historia, la biografía de un poeta, el relato, sí, de una vida, pero de una vida real. Lo real, le dijo una vez Isidro Levi, que aún conservaba una memoria robusta y bien referenciada, lo real, pues, echa mano de lo inventado para rellenar sus huecos: uno va componiendo el rostro de la gente, sus nombres, sus edades, porque ciertamente el tiempo es inclemente y va borrando esa vida que se fue para dejarnos la tarea de darle cuerpo a lo que vamos olvidando, sin ese cuerpo nadie tiene asidero.

      Habría que completar la memoria de Orígenes con la memoria de otros, por eso buscó a Isidro Levi, que lo conoció a Juan Pablo desde la juventud, y que fue quien le aclaró el asunto:

      No, Eliot Román no está muerto; No, Javier Zambrano no está muerto; No, yo tampoco estoy muerto, le dijo Isidro Levi. Pero cuando le preguntó por Pablo


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